lunes, 28 de marzo de 2011

Capítulo 21

XXI
Narra Julia.

Mi mente se había convertido, con la velocidad de un parpadeo, en un rápido torbellino de abrumadoras ideas. No sabía exactamente qué creer. Sabía qué “quería” creer… pero también sabía que no era eso lo que “debía” creer, ya que probablemente no “era” ni “sería” nunca.

Para evitar caer en la demencia, me negaba a creer que Michael pudiera sentir algo más fuerte que una amistad por mí, ya que si no era así… el dolor acabaría conmigo. Prefería mantener mi mente libre de ingenuas ilusiones. Prefería cerrarle decididamente el paso al dolor. Prefería callar mis sentimientos hasta el momento en que Michael viniera a mí y me dijera “Te amo”, ya que muy dentro de mí tenía la fría certeza de que yo nunca tendría el valor para hacerlo por mí misma.

Aquella noche no dormí. Me encontré a mí misma deambulando por la habitación, sin poder conciliar el sueño. Me removía desesperadamente en la cama, intentando por todos los medios dormir. Al no poder hacerlo, tomé un libro de la estantería y comencé a leer bajo la pequeña lamparilla de mesa. Al poco rato, mis dedos garabateaban instintivamente invisibles palabras, como si fueran ajenos a mi cuerpo. Garabateaban dos palabras: “Te amo”.

En mi mente, volvía a vivir el momento que había tenido lugar sólo un par de horas antes: Michael se acercaba a mí, y una mínima distancia -que era en realidad infinita- nos separaba. Resultaba dolorosamente enloquecedor revivir aquello. Era como una dosis del más potente y adictivo veneno. En un gesto de desesperación, me tomé la cabeza entre las manos y apoyé mis codos en mis rodillas. ¿Acaso me amaba? ¿Acaso estaba experimentando? ¿Estaba jugando conmigo? Estaba comenzando a hartarme de las inagotables dudas que consumían mi mente. Decidí simplemente no darle más vueltas al asunto y dejar que la verdad saliera a flote por sí sola. Con el rostro de Michael aún en mi mente, logré conciliar el sueño.

Cuando desperté por la mañana, al borde de la cama se encontraba un ramo de lilas. Sabía muy bien que las lilas simbolizaban “las primeras emociones del amor”, así que, en cuanto las ví, mi corazón dio un brinco y comenzó a aletear nerviosamente, golpeando con fuerza en mis sienes. Tomé cuidadosamente el ramo y aspiré su delicado y enervante aroma con los ojos cerrados. Al abrirlos, me topé con un pequeño sobre blanco. En la superficie de éste, estaba escrito con una caligrafía alargada y elegante mi nombre.

Mi cuerpo se volvió víctima de fuertes e incontrolables temblores. Tomé aquel trozo de fino papel y comencé a recorrerlo con los dedos, buscando como una loca la esencia de Michael. Sin pensarlo, salté de la cama, dispuesta a arreglarme lo más posible, para después encontrarme con Michael.

Después de haber tomado una ducha, cepillé impaciente mis castaños cabellos y los dejé caer libremente sobre mi espalda. Tomé el primer vestido que ví en el armario y bajé corriendo rápidamente por las escaleras.

-          ¿Te han gustado las flores? –para mi sorpresa, fue Randy quien hizo aquella pregunta.
-          Sí… ¿has… sido tú? –pregunté con el corazón paralizado, a punto de romperse en mil pedazos.
-          No –en ese momento suspiré aliviada –Michael se ha despertado muy temprano hoy sólo para ir a comprarlas. Escuché sus pasos en el pasillo y luego lo ví entrar a tu habitación con aquel bonito ramo y salir sin él. Se detuvo ante la puerta hablando consigo mismo antes de entrar, y estuvo a punto de no hacerlo…

El corazón se me encogió de ternura, y apenas tuve tiempo de decir “Gracias” a Randy antes de salir corriendo en busca de Michael.

-          Ni te molestes –me dijo La Toya, sin apenas voltear a verme –Hace más de media hora que se fue. Tenía asuntos que atender. Creo que él y The Jackson 5 tienen problemas con Motown… En fin, no creo que regrese hasta entrada la tarde.

Al escuchar aquello, sentí como si me hubieran golpeado fuertemente en el pecho con un bloque de hielo. Me recluí en la biblioteca, donde no hacía más que mirar esperanzada por los enormes ventanales con un libro en el regazo, esperando impaciente la llegada de Michael. Contrario a las pesimistas predicciones de La Toya, Michael no tardó en regresar. Cuando entró por las puertas de caoba de la biblioteca, dejé de respirar. Justo cuando creía que Michael no podía verse más guapo, apareció estrepitosamente frente a mí, volviendo polvo mis esquemas.

-          Hola –dijo suavemente mientras sus mejillas tomaban ese delicioso y ya característico tono rosado.
-          Hola, Michael –le sonreí tímidamente, reponiéndome con lentitud del deslumbrante impacto de su profunda mirada –Gracias por las flores, son hermosas.
-          No tanto como tú –dijo, logrando una vez más que miles de escalofríos recorrieran mi espalda.
-          Gracias –dije en un susurro casi inaudible mientras maldecía el fuego que en ese momento subía por mis mejillas.

Michael tomó titubeante mi mano y depositó un suave beso en su dorso, provocando una descarga eléctrica que recorrió todo mi cuerpo lenta y placenteramente.

     
-          ¿Julia? –preguntó Michael con un tono de voz casi… ¿seductor?
-          ¿Sí? –respondí casi inaudiblemente, embargada por el poderoso fuego que emanaba de los ojos de Michael. Ese fuego era capaz de devorarme, de destruirme. Aquella, sin duda sería la muerte más deliciosa: ser destruida por el milagro de su mirada.
-          ¿Interrumpo algo? –en ese momento una pequeña jovencita de alrededor de 13 años, con hermosos ojos verdes y un corto cabello color dorado se acercaba con aires de altivez hacia nosotros.
-          Tatum… Hola –dijo titubeante Michael al tiempo que soltaba bruscamente mi mano, rompiendo el hechizo por completo.
-          Me he enterado que has regresado apenas ayer, Mike. ¿Por qué no me has avisado? Pude haber venido justo ayer a visitarte; además… -aquella niña conversaba elocuentemente con Michael sin apenas dignarse a darme un vistazo. Enarqué una ceja, visiblemente sorprendida, al tiempo que Michael tomaba su mano y la miraba con… ¿amor? Carraspeé, impaciente.
-          Mucho gusto, Tatum, soy Julia, la… -comencé a decir, pero no llegué muy lejos.
-          Sí, tu “amiguita”, ¿no, Michael? Tu padre ya me ha hablado sobre ella –la mirada que me dirigió iba cargada de algo más que indiferencia… denotaba un sincero desprecio. Me bastó eso para abandonar mi lugar y salir dando ruidosas zancadas.

Recorrí con los puños apretados el pasillo principal. Comencé a maldecir en voz baja la ridícula punzada de celos que había sentido. Propiné un puntapié a la esquina de un sofá, sintiéndome una niña berrinchuda.

-          Ya has conocido a Tatum, ¿no es así? –dijo La Toya, riendo secamente, haciéndome intentar apagar el implacable fuego que comenzaba a abrirse paso en mi interior, y que pronto saldría transformado en furia.
-          Sí. Ella es… -busqué una palabra que no pusiera de manifiesto mi enojo.
-          Insoportable, odiosa, petulante, engreída… Deberías pararme ahora, antes de que acabe con ella.

La Toya comenzó a frotarse las sienes, dejándome más que claro el hecho de que ella también la detestaba.

-          Es una lástima que Michael no crea lo mismo. Esa chiquilla ha estado enamorada de él desde que se conocen, y Michael no puede evitar confundirse –enarqué una ceja, y La Toya, impaciente, soltó un suspiro –Verás, nunca antes le habían demostrado una clase diferente de amor, y el hecho de que Tatum le muestre abiertamente sus sentimientos, aún con la inocencia y la brusquedad de una niña, termina por confundirlo. Llegó un momento en el que creí que había caído en su red y se había enamorado de ella, pero… -se mordió el labio inferior, tal como hacía Michael cuando estaba nervioso.
-          ¿Pero…? –la insté a seguir.
-          Luego llegaste tú. Cuando llegaste a su vida, estremeciste los cimientos de su corazón. Volteaste su mundo al derecho y al revés mil veces.

En aquel momento, en que mi corazón se derretía lentamente, apareció Tatum.

-          ¿Sabes? Es bastante tierno lo que haces por Michael –comenzó a decir con el mismo tono cargado de veneno que antes –Le das tu amistad incondicional, le ofreces tu amor disfrazado de amistad, y esperas que te responda de manera diferente. Pero no lo hará. ¿Sabes por qué?

Tatum me miraba con desprecio, dispuesta a destruirme con un sólo tiro certero, y continuó:

-          Porque no te ama –sentenció, golpeándome rudamente con sus palabras –Sólo experimenta, pero terminará dándose cuenta de lo poco que puedes ofrecerle. No te ama, y nunca lo hará. De cualquier forma, ¿quién eres tú para merecer su amor? No eres nadie, querida. ¿Qué puedes ofrecerle?: Nada. Deberías olvidarte de una vez por todas de él, puedes resultar herida.

Tatum había logrado su cometido, me había herido profundamente. Continuó mirándome con hipocresía, percibiendo con placer cómo el dolor me golpeaba, cómo me demolía.

-          Adiós –murmuró Tatum con cinismo antes de dar la vuelta e irse, dejando tras de sí un dolor implacable, que rompía lentamente y demoledoramente todas las vanas ilusiones que me había creado.

Nuevamente, veía los restos de mi corazón esparcidos en el suelo, reducido a polvo.


miércoles, 23 de marzo de 2011

Capítulo 20

XX
Narra Michael.

En cuanto Julia entró por la puerta, un poderoso impulso me obligó a tomarla de la mano y llevarla a conocer Hayvenhurst. Sintiéndome al borde de la desesperación, casi la arrastré al piso superior. Le mostré la ubicación de cada una de las habitaciones. La suya quedaba, convenientemente, junto a la mía. La llevé de la mano a la biblioteca, y su infantil entusiasmo logró sacarme una sonrisa más, había quedado fascinada por la enorme cantidad de libros que se exhibían con soberbia en las estanterías. Le mostré la cocina, el inmenso comedor, la sala de estar… todo. De repente, estando junto a ella todo aquello me sobraba, todo resultaba simple. No precisaba de nada más que de su presencia para sentirme feliz.

Salimos al patio, donde la cálida luz del sol hacía brillar la piel de Julia con un dorado resplandor mágico. Nos sentamos a la sombra de un frondoso jacarandá florido y nos dispusimos a mirar a nuestro alrededor, a dar vuelo a nuestros pensamientos, sin mirarnos ni decir una sola palabra.

Naturalmente, pensaba en ella. Pensaba en el cada vez más cercano momento de dejarla ir. Me hería profundamente pensar en aquello, pero no podía evitarlo… ¿Cómo seguir sonriendo sin ella a mi lado? ¿Podría seguir siendo feliz cuando ella se fuera? ¿Podría Peter Pan seguir viviendo sin su Campanita? Miles de dudas se agolpaban abrumadoramente en mi cabeza. Me obligué a dejar de pensar en aquello y disfrutar del momento… mientras durara.

Pasado un rato, despedimos a Rebbie, Jackie, Tito y a Jermaine, quienes vivían en sus respectivas casas con sus respectivas parejas.

Julia y yo continuamos sentados a la sombra de aquel árbol, y al poco tiempo, Janet y Randy se unieron a nosotros. Fue en ese momento, en que los ojos de Julia se iluminaron con una magia imposible de encontrar en otros ojos. La inocencia de los niños se veía reflejada en sus pupilas. Ese era su lugar. Todos juntos, compartimos risas, juegos, canciones… compartimos felicidad. Las estridentes risas de Janet inundaban el ambiente, alegrando mi corazón, elevando mi espíritu. Randy corría por el patio sintiéndose libre y queriendo atrapar todo lo que se moviera. La inocencia que ambos desbordaban lograba hacerme reír como nunca y me hacían pensar en la fortuna de tenerlos a mi lado. Julia corría veloz tras ellos, dejando que melodiosas carcajadas escaparan de sus labios. Los abrazaba con una infinita ternura, besaba sus mejillas con maternal amor y miraba a los pequeños con una interminable adoración, dándome así un motivo más para amarla.

Entrada la noche, los agotados pequeños se retiraron, dejándonos a Julia y a mí sumidos en un silencio sepulcral, un silencio frío e insoportable del que deseaba desesperadamente deshacerme.

-          ¿Quieres entrar ahora? –le pregunté a Julia. Ella asintió suavemente, y, tomándola de la mano, la guié hacia el interior de la casa.

Así, tomados de la mano, recorrimos el largo pasillo principal. Ambos posábamos la vista con curiosidad en cada cuadro y en cada mueble a nuestro alrededor, empapándonos con el calmado ambiente que esa noche reinaba en la casa. Yo miraba todo a mi alrededor como si fuera la primera vez que mis ojos topaban con aquello, sintiéndome casi un extraño en mi propia casa.

Al llegar a la sala de estar, sus marrones y bellos ojos se detuvieron frente al enorme piano de madera. Las delicadas puntas de sus marfileños dedos recorrieron graciosamente el borde del piano.

-          ¿Puedo tocarlo? –me preguntó sin dejar de mirar las teclas de marfil .
-          Adelante.

Julia tomó asiento, y después de meditar un momento, comenzó a tocar. Quedé impresionado. Sus dedos recorrían graciosa y suavemente las teclas del piano, maravillándome.

Comenzó a tocar una melodía lenta, triste y desconcertante, que sonaba como si titubease, y repetía los mismos lastimeros acordes varias veces. Tocaba con una delicadeza sorprendente aquellos deprimentes acordes, con una expresión de excepcional conentracón grabada en sus finas facciones. Después, la melodía ganó velocidad y se transformó en una bella y melancólica canción. Me senté a su lado, mirándola a los ojos fijamente. Su mirada recorría el piano con una imperturbable concentración. Sus dedos se movían velozmente por las teclas y el delicioso sonido que producían inundó la sala con su misteriosa y sutil melodía. Al final de la canción, la melodía era lenta y abrumadoramente triste nuevamente. La tristeza y melancolía de la canción había llenado la sala, haciendo a mi corazón estremecerse dolorosamente. Julia había cerrado sus ojos y una cristalina lágrima rodaba por su mejilla.

-          Perdón… –Julia se enjugó bruscamente las lágrimas y se levantó velozmente, dispuesta a irse.
-          ¿Qué pasa? –la tomé por el brazo con firmeza antes de que se fuera.
-          Nada. Es sólo que… -lanzó un suspiro –Nada –bajó la vista y, sin soltarla, con la otra mano, la tomé por la barbilla, obligándole a mirarme.
-          ¿Nada? –asintió levemente –No me lo parece.
-          No es nada, Michael –susurró casi inaudiblemente. Me ví tentado a destruir la ínfima distancia que nos separaba. Veloces pensamientos recorrían mi mente con la rapidez de rayos. Deseaba con una abrumadora vehemencia acortar la distancia entre sus labios y los míos. Quería demostrarle de una vez por todas lo que sentía por ella. Tenía la imperiosa necesidad de abrazarla, de volverme uno con ella.
-          No es nada… –repetí sus palabras en un susurro al tiempo que acariciaba sus tersas mejillas coloreadas, y, lentamente, me acercaba a ella, rompiendo las barreras entre ella y yo. El tiempo y el espacio perdieron su forma, todo a nuestro alrededor se llenó de una espesa bruma luminosa y el reloj se detuvo. Debía vencer mi timidez, debía demostrarle ahora el cúmulo de desconocidas emociones que provocaba en mí.

Sentí cómo Julia se estremecía bajo mi contacto, y todo a mi alrededor comenzó a girar velozmente. Sintiendo cómo el fuego se apoderaba de mis mejillas, y cómo los temblores recorrían mi espina dorsal, continué acercándome titubeante hacia ella. Me acerqué peligrosamente, sintiendo su cálido aliento en mi rostro golpearme con su enervante y dulce aroma, llenándome los pulmones. Miles de dudas se agolpaban en mi cabeza… ¿sí?... ¿no?... Sabía, muy dentro de mí, que ese beso era lo que había esperado toda mi vida y deseé con todas mis fuerzas tener la valentía de llevarlo a cabo y no perder la cordura en el proceso. Julia cerró los ojos, ocultando su expresión tras la espesa muralla de sus pestañas infinitas, y supe que aquel beso lo cambiaría todo. La distancia entre nosotros era mínima, y podía sentir calor ahí donde mi mano hacía contacto con su barbilla. Cuando Julia abrió los ojos, encontré en ellos una expresión que logró paralizar mi corazón: en ellos había fuego.

Deseé poder demostrarle entonces el millón de emociones que una mirada suya desencadenaba en mí. Sin embargo, no pude.

Deposité un beso en la sonrojada mejilla de Julia, y uno más en su frente…. y me fui.

“¡Vuélvete, tonto! Sabes que la amas cada vez más” me decía a gritos la voz en mi interior. Pero era demasiado tarde. Cuando miré atrás, Julia ya se había ido.

sábado, 19 de marzo de 2011

Capítulo 19

XIX
Narra Julia.

En unos cuantos minutos, me había visto arrojada a un mundo desconocido para mí: el mundo de la femineidad y la moda. Rebbie y La Toya prácticamente me arrastraban desesperadamente de tienda en tienda, mostrándome cientos de diferentes modelos de vestidos, blusas y faldas que “es un delito no comprar”, y que yo, en el fondo, consideraba idénticos. Rebbie, siempre con las mejores intenciones, elegía al menos una decena de modelos por tienda, y, con un poco de impaciencia, me pedía probármelos. La Toya prefería mantenerse alejada, enarcando con cinismo una ceja cada vez que salía de los probadores.

-          Hermoso. Julia, ese vestido te queda de maravilla. Anda, date la vuelta –decía Rebbie, sonriendo muy animada.

El vestido en cuestión, era un vestido largo de seda en color dorado, ajustado hasta la cintura. El canesú iba completamente salpicado de pedrería y el bodice era entallado. Las mangas de satén estaban cubiertas de pedrería dorada y la falda en línea A de satén caía graciosamente, cubriendo mis pies por completo. La tela parecía entretejida con finísimos rayos de luz y emitía un leve resplandor nacarado. Tenía que aceptarlo, era precioso.

-          Es muy bello –atiné a decir –Pero aún no entiendo para qué necesito un vestido. No tendré oportunidad de usarlo nunca en mi vida.
-          Querida, no sabes lo que dices. Te has perdido de mucho mientras descansabas en tu habitación. Mi madre está planeando una gran fiesta en su honor. Asistirán muchos amigos de la familia, reconocidas celebridades y unos pocos miembros de la prensa. Con este vestido y el peinado y maquillaje correcto dejarás impactados a todos –me explicó Rebbie.
-          Y a Michael, aún más –añadió La Toya con una sonrisa maliciosa en el rostro y un tono alegre que contrastaba enormemente con la dureza de su expresión.

Por un momento, el miedo y los nervios de presentarme frente a todas esas personas, simplemente desapareció, se evaporó tras un pensamiento más fuerte. Por un momento, me imaginé descendiendo las infinitas escaleras de Hayvenhurst con aquel vestido puesto. Al final de las escaleras, Michael esperaba, con una deslumbrante sonrisa en sus perfectos labios, tendiéndome la mano. Yo tomaba titubeante su suave mano, y él se la llevaba a los labios, depositando un dulce beso en el dorso. Un delicioso estremecimiento recorrió mi espina dorsal…

-          ¡Mira lo que le has hecho! ¡Se ha puesto roja como un tomate! Julia, lo has dejado más que claro: ¡Michael te encanta! –el comentario de Rebbie desencadenó una serie de chillidos y saltos por parte de ambas que llamaron la atención de más de un cliente.
-          No…
-          Ni te atrevas a negarlo. No podrás. Podrás intentar engañarte a ti, pero a nosotras, no nos engañas –la mirada irritantemente inquisitiva de Rebbie logró que mis mejillas se colorearan con aquel bochornoso color rojo que tanto odiaba.
-          De acuerdo. Tú ganas. Puede que Michael me guste… sólo un poquito –¡Pero qué mentira tan grande! Junté mis dedos índice y pulgar y rogué al Cielo que me creyeran. Como sospechaba, no lo hicieron.
-          ¿Un poquito? ¡Pero si estás loca por él! –miró a su hermana –La Toya, ¿no has notado cómo lo mira? –Rebbie había encontrado la forma de ponerme irrisoriamente nerviosa en menos de un día. A veces me odiaba por ser tan ridículamente predecible.
-          ¿Cómo lo miro? Si se puede saber… -dije, comenzando a molestarme.
-          Pues… -se llevó el dedo índice al mentón, pensativamente –Cuando lo miras, en tus ojos aparece automáticamente un brillo especial. Cuando lo miras, es como si todo a tu alrededor desapareciera. Sólo lo miras a él. Te pierdes en su propia mirada, lo miras como…
-          ¡Como si quisieras comértelo a besos! –apuntó entre secas risas La Toya. 

La descripción de Rebbie había sido infalible. Ni siquiera yo habría podido describir mis sentimientos con tanta certeza. Pero una creciente duda se había sembrado en mi mente: Si Rebbie notaba mis sentimientos con aquella facilidad, ¿lo haría también Michael? ¿Acaso se daba cuenta de los efectos que producía en mí el simple hecho de mirarme? ¿Sabría que él era todo en lo que pensaba por las noches? Sin duda, la pregunta más importante era: ¿Correspondería él a mis sentimientos, o me vería como una de sus miles de fanáticas, como una amiga y nada más?

Mil preguntas acudían a mi mente, volviéndola un abrumador torbellino de ideas que no hacían más que acrecentar mi confusión.

Como era de esperarse, las hermanas Jackson no me permitieron salir de aquella tienda sin elegir algo más. Al buscar con detenimiento entre los cientos de estantes de exhibición, mis ojos se toparon con un vestido de seda color marfil irisado. Era lo suficientemente sencillo para sentirme cómoda. 

No podía evitar sentir culpa. Ver a Rebbie pagar por mis cosas no era algo que disfrutara. Pero, como era de esperarse, ninguna de las dos hermanas me dejó emitir protesta alguna.

Continuamos comprando por una hora y media más. Después de someterme a las críticas de La Toya y Rebbie; después de que hubieran cambiado mil veces de opinión acerca de mí y mis “extraños” gustos; después incluso de pasar mil y un veces por los probadores, emprendimos el camino de regreso a Hayvenhurst.

Ya en el auto de Rebbie, mi mente se separó de mi cuerpo, e innumerables y tormentosas dudas comenzaron a embargarme nuevamente. Mis pensamientos pronto comenzaron a derivar, inevitablemente, a Michael.

Michael. Michael, quien se había dado el gusto de girar mi mundo al derecho y al revés, de destruirme mil veces y volverme a construir, siempre de una manera diferente. Michael me había cambiado totalmente, se había tomado la libertad de romper mi corazón en mil pedazos, y después, con una mirada, repararlo delicadamente. Frente a él, ocultar la verdad era mucho más difícil de lo que parecía…

Me convencía, cada día con más fuerza, de que estaba comenzando a amarlo desesperadamente. Si esto no era amor, ¿entonces qué era? ¿Qué era ese estremecimiento que su simple contacto desencadenaba en mí? ¿Qué era aquella imperiosa necesidad de perderme en su mirada, de querer encontrarme en la perdición de sus bellos ojos? ¿Por qué el simple hecho de hablarme producía una reacción en cadena de emociones que me quitaban el aliento? ¿Por qué no podía pensar en nada más que en él? Le necesitaba… lo amaba.

Le amaba. Amaba todo de él. Amaba el aterciopelado e hipnotizante tono de su voz. Amaba el dorado tono que la luz del sol le daba a su piel canela. Comenzaba a adorar su profunda y expresiva mirada, y todos y cada uno de los innumerables efectos que ésta obraba sobre mí. Amaba los interminables rizos de su negro cabello, negro como la noche, y el letal poder de su bella sonrisa. Amaba cada respiración que daba, cada latido de su corazón, cada parpadeo de sus ojos, cada melodiosa risa que brotaba de sus labios… Amaba todo. 

Me dí cuenta con sorpresa de que estaba comenzando a odiar ese sentimiento. Odiaba depender de él como una niña. Odiaba meditar cuidadosamente cada una de mis palabras sólo para evitar decir algo que me pusiera en evidencia. Aborrecía el hecho de no poder respirar en su ausencia, de no poder sonreír sin él presente. Odiaba anhelar desesperadamente una palabra de aliento que nunca llegaba. Odiaba que él no sintiera lo mismo…

Busqué desesperadamente en el torbellino de mis pensamientos, una señal, por mínima que fuera, que me dijera que él sentía lo mismo por mí… Nada. En mi mente sólo encontraba risas, juegos y tiernas miradas que me gritaban descaradamente que Michael sólo me veía como una amiga, una amiga y nada más, que aquel radiante Peter Pan era inaccesible para esta frágil y temerosa Campanita de imitación.

Ajena por completo a la conversación entre Rebbie y La Toya, miraba por la ventana, sin ver en realidad, perdiéndome en la inmensidad de mis propios pensamientos, entrando a un callejón sin salida. Comenzaba a sentir el insoportable nudo formándose en mi garganta y las humillantes y ardientes lágrimas nublaron mi vista dolorosa y lentamente.

Esperaría. Sin lugar a dudas, esperaría pacientemente a que llegara un momento que bien podía no llegar nunca. Esperaría. Podían secarse los mares, podían marchitarse todas las flores, podía caerse el piso a pedazos, podían pasar mil años y mi amor por Michael no se terminaría. Estaba segura de ello, porque con cada mirada, con cada suspiro, con cada risa que brotaba de sus labios, Michael lograba que lo amara más a cada momento. Con cada respiración, con cada paso que daba, alimentaba, sin saberlo, mi amor por él, el cual, estaba segura, crecería hasta volverse infinito.

Las ardientes lágrimas que corrían silenciosamente por mis mejillas me hicieron saber que eran las primeras que derramaba por Michael. Supe en ese instante que después de ellas, vendrían miles, quizá millones. No me importaba. No me importaba en absoluto tener que someterme al fuego de los infiernos cada mañana, tener que sufrir lo insufrible sólo por verle a mi lado todos los días, sólo para poder embriagarme con el adictivo color de sus ojos, para poder seguir viviendo en aquella bella y frágil ilusión. Aún cuando él no viera en mi lo que yo veía en él, sufriría con gusto hasta el final de mis días sólo por verle cada uno de ellos. Estaba dispuesta a caminar en fuego cientos de veces y a sufrir millones de torturas por verle sonriendo una vez más. Y estaba dispuesta a sufrir mil veces más por ganar su amor, un amor tan inalcanzable como la última estrella del universo.

Al abrirse las puertas de Hayvenhurst, me sequé bruscamente las ardientes lágrimas con el dorso de mi mano, puse mi mejor sonrisa y salí del auto, enterrando el dolor bajo una impasible expresión. Sabía que lo primero que vería sería la sonrisa de Michael, y me prometí fervientemente ocultarle mi dolor. No le dejaría ver más allá de mi fingida sonrisa y el artificial brillo alegre de mis ojos. Me prometí ser fuerte para soportar la inaguantable carga de amarle en secreto. Ya no había vuelta atrás. Nunca la hubo. Haberle conocido era mi fortuna… pero también era mi castigo.

lunes, 14 de marzo de 2011

Capítulo 18

XVIII
Narra Michael.

Al fin, estaba en casa. Al fin podía saborear con plena libertad el cálido y enervante sentimiento de encontrarme en casa, y tener una razón para vivir respirando a mí lado. Me perdí por un momento en la irreal sensación de paz que flotaba palpablemente a mí alrededor.

Me tendí en mi enorme cama, repasando mentalmente lo que había vivido en los últimos días. En menos de tres días había pasado de estar en una solitaria isla en medio de la nada, en un destartalado e incómodo avión, y en mi casa, Hayvenhurst. Y al parecer todo aquello carecía de sentido. El único sentido en todo aquel torbellino de extravagantes situaciones se encontraba en el milagro que Julia escondía en sus marrones y preciosas pupilas marrones.

Aspirando profundamente el suave aroma a lavanda de las sábanas de seda de mi cama, caí lentamente en un irregular sueño. Cuando me hube despertado, tomé una relajante y casi infinita ducha y bajé, sin ánimos, a encontrarme con mi familia.  Como sabía que pasaría, Rebbie y La Toya “secuestraron” a Julia antes de darme siquiera oportunidad de llevarla a conocer Hayvenhurst en su totalidad. Me las imaginaba entrando a Hayvenhurst con cientos de bolsas de diferentes tiendas; podía verlas probándose un vestido tras otro, gastando el día entero en vanidades… sin embargo, Julia me parecía ajena a todo ello. No podía concebirla abandonada a las vanidades a que acostumbraban Rebbie y La Toya sin, por lo menos, fruncir el ceño con confusión. 

Aproveché para reencontrarme con mi madre y con mis hermanos. Necesitaba sentir la calidez de su abrazo. Necesitaba escuchar su voz, reírme de sus bromas, cantar con ellos. Ser feliz junto a ellos...

-          Ya verás, Michael. Daremos una gran fiesta para celebrar tu regreso, como en los viejos tiempos. Todo debe ser perfecto: el banquete debe ser exquisito; la decoración, maravillosa. Asistirán algunos miembros de la prensa y nuestros amigos más allegados. Será maravilloso –Katherine, con una sonrisa en el rostro, esbozaba sus planes con ilusión, arrancando un acceso de ternura por mi parte.
-          Madre, deberías dejar de pensar sólo en mí. Piensa también en Julia. Estoy seguro de que no se sentirá cómoda si…
-          ¡Qué va! Esa niña está más que cómoda. Ha logrado lo que quería. Está aquí. No tardará en hacerse novia de alguno de ustedes –dijo Joseph con el tono cargado de mal disimulado desprecio, señalándonos a mí y a mis hermanos despectivamente, mientras la furia comenzaba a abrirse paso por sus pupilas color avellana, que ahora llameaban con fuerza –Lo único que quiere es sacarles dinero, ascender socialmente. Eso es lo que quieren todas. Es tan interesada como todas aquellas jovencitas que aparecen en sus camerinos después de los conciertos. La única diferencia es que es buena actriz.
-          No. Julia es diferente. Ella…
-          Ella es igual a todas. ¡Lo único que tiene en mente es el dinero! Tú no le importas en absoluto, muchacho. ¿Acaso no te has topado con suficientes mujeres como esa en tu camerino? En cuanto obtenga lo que quiere, se irá.

Aquella conversación fue derivando inevitablemente en una violenta discusión, y no me gustaban nada los derroteros que estaba tomando. Aborrecía profundamente aquella inquietante e incipiente sensación de que quizá Joseph tenía razón.

-          No es cierto. Julia es mi amiga. Y no voy a permitir que hables así de ella.
-          ¿Ahora me vas a dar órdenes? ¿Quién te has creído? –dijo Joseph al tiempo que sus ojos lanzaban llamas y se ponía en pie, desafiante –Tú no eres nadie sin mí.  ¿Entiendes? Nadie. Yo te hice lo que eres ahora. Sin mí, no serías nada. ¡Nada!
-          Joseph… -Katherine se puso en pie y colocó sus manos en los hombros de Joseph, tratando inútilmente calmarlo. Joseph vociferaba y lanzaba exagerados ademanes por todos lados. La ira se había abierto paso en sus ojos, que llameaban incontrolablemente.
-          Esa niña es una mala influencia para ti y tus hermanos –dijo despectivamente apretando los puños, casi escupiendo las palabras, como si fueran veneno.
-          ¿Mala influencia? ¿De verdad crees que “esa niña” sea una mala influencia? ¿Estás hablando en serio? Hay que ver quién lo dice… –en ese momento me puse de pie, retándole abiertamente.
-          Yo he invertido mi tiempo, mi dinero y mi esfuerzo en hacerte grande, Michael. Y no voy a permitir que tires todo al retrete en un ridídulo momento de estupidez por ir detrás de una…
-          ¡Basta! –corté con un grito, e hice un inmenso esfuerzo por sostenerle la furibunda mirada a Joseph, manteniendo mi iracunda expresión impasible y cerrándole decididamente el paso a las lágrimas.

Joseph levantó la mano, dispuesto a golpearme. En el momento en que cerré con fuerza los ojos, esperando sentir el demoledor golpe sobre mí, Joseph bajó el brazo, lanzó un bufido insultante y despectivo y se fue dando grandes zancadas, y, dando un portazo, salió.

Permanecí inmóvil en mi sitio, tratando de controlar mi acelerada respiración. Sentí los cálidos brazos de mi madre que me rodeaban carñosamente, y me abandoné en la paz que me proporcionaban. Mis hermanos paseaban la mirada nerviosamente de mí a Katherine, se miraban con desconcierto entre ellos y me volvían a mirar a mí, con una indescriptible expresión en el rostro, una mezcla de estupefacción, furia, tristeza y compasión.

-          No puedo creerlo. Por un momento, sólo por un momento, creí que Joseph se alegraría de verme. Pero, como siempre, me equivoqué. Me odia, Katherine. Joseph me odia. Ahora más que nunca -la fría verdad de mis palabras terminó por convencerme de que, quizá, lo que decía no se alejaba mucho de la verdad.
-          No hables así, Michael. Tu padre no te odia, sólo está confundido. Estoy segura de que se alegra mucho de que hayas regresado. Dale tiempo.

Tiempo. ¿Por qué todo con Joseph llevaba tiempo? Le llevaría tiempo llegar a quererme. Le llevaría incluso más tiempo llegar a aceptar a Julia, y tenía la triste, demoledora y fría certeza de que quizá nunca lo haría. ¿Por qué Joseph desconfiaba de ella? ¿Acaso no podía ver la inocencia encallada en el cálido brillo de sus ojos? ¿Acaso no lograba percibir la verdad en cada palabra que brotaba de sus labios color rosa? Francamente, yo dudaba abiertamente de la capacidad de Julia de herir a alguien, pero en ese momento me dí cuenta de que, sí… Julia podía herirme. Con el simple hecho de darme la espalda, o negarme una mirada, Julia me hería con más fuerza que una puñalada al corazón. Cuando sus ojos derramaban lágrimas o en su perfecto rostro se leía tristeza, Julia podía, literalmente, destruirme, hacerme pedazos. Ella tenía la enloquecedora capacidad de romperme en mil pedazos en un segundo, y, al siguiente, con una mirada, reconstruir mi corazón con delicadeza, moldeándolo a su gusto.

-          Michael, ¿confías en ella? –me interrogó Katherine después de casi media hora de silencio, con ojos que clamaban por una respuesta.
-          Infinitamente –respondí con una inusitada firmeza que me sobresaltó, sabiendo que era una de las más grandes verdades en el mundo.
-          Entonces, nosotros también confiamos en ella –me tomó dulcemente la mano.
-          Pero Joseph dijo…
-          Tu padre sólo está molesto, confundido. Dale tiempo, Michael –dijo Katherine – Verás que Joseph se terminará convenciendo también de que Julia es una buena persona.
-          También es muy bella. ¿No es así, Mike? –Jermaine me sonreía con malicia.
-          Bueno… -me encogí de hombros, sintiendo cómo el fuego se apoderaba de mis mejillas –Ella es…
-          ¡Vamos, Mike! –estalló Jackie –Se nota a leguas que te gusta. Y no te culpo, es toda una…
-          ¡Jackie! –interrumpí, imaginándome la clase de adjetivo que estaba por soltar –Julia es mi amiga incondicional, es todo. Es muy bonita, no he de negarlo, pero no la veo como nada más. ¿De acuerdo?

En ese preciso momento, Julia iba entrando por la puerta principal, seguida de Rebbie y La Toya. Iba vestida con un vestido color crema que enmarcaba a la perfección su fina cintura, llevaba el cabello suelto, y sus ondas caían sueltas por su espalda. La miré cautivado. No pude evitar imaginarme la embelesada mirada del maravillado Paris frente a la irreal imagen de Afrodita, Hera y Atenea.

-          Pues esa mirada dice todo lo contrario, Mike.