martes, 15 de noviembre de 2011

Capítulo 44


XLIV

Narra Julia

Desperté, escapando así de una pesadilla más, la milésima del año, al parecer. Abrí los ojos, pero los cerré casi inmediatamente, abrumada por la brillante luz que se colaba de entre las persianas. Maldije al sol en voz baja y me hice un ovillo entre las sábanas.

Agucé el oído. Alexander estaba en la cocina, seguramente empeñado en conseguir que sus “platillos” fuesen comestibles. Un fuerte olor a humo me llenó los pulmones en cuanto desenterré mi rostro de entre las sábanas. Me puse en pie, Alexander había quemado su desayuno de nuevo. Sonreí, me vestí con algo más prudente que mi pijama floreado, y salí de la habitación.

Crucé la sala, y, cuando llegué a la cocina, aquel chico de cabellos negros y sonrisa encantadora mascullaba maldiciones entre dientes, con el ceño fruncido, mientras libraba una encarnizada batalla con la estufa. En el sartén frente a él, yacían tres puñados de cenizas. Alexander pagaba el precio de su recién independencia.

Sucumbí ante la risa al mirar a Alexander, quién también me miró, al tiempo que alzaba las cejas, suplicante y luego molesto.

-          Parece que alguien despertó de buen humor –dijo, cruzándose de brazos.
-          Sí, y parece que no eres tú –respondí, avanzando hasta ponerme frente a él, burlona –Déjame ayudarte. Has dejado la cocina hecha un desastre…  y dudo que esto sea siquiera comestible.

Alexander soltó un bufido, y apoyó la espalda contra la pared, dispuesto a escuchar mientras me observaba mezclar, batir, verter y cocer para obtener una docena de hot-cakes.  

-          ¿Lo ves? No es en absoluto difícil –dije exhibiendo la bandeja repleta, mientras le sonreía burlona.
-          ¿Bromeas? Creo que, si de comida se trata, dependeré de tus habilidades culinarias por el resto de mi vida –respondió, logrando sacarme una serie de risas que me sorprendieron incluso a mí.
-          En ese caso, espero que te gusten los hot-cakes, porque eso es lo que comerás el resto de tu vida.

Desayunamos juntos, sentados alrededor de la pequeña mesa con 4 sillas. Alexander fingía leer las noticias de un periódico del mes anterior, pero siempre mantenía un ojo puesto en mi plato. Al menor ademán de haber quedado satisfecha, me apuntaba con el tenedor, como un padre que amenaza a su hija si no se come las verduras. Al final, y después de una serie de astutos movimientos, él había terminado con mi porción en su plato.

-          ¿Hoy también irás a la Academia? –pregunté, cruzando los dedos por que no fuera así.

Alexander se llevó una mano a la barbilla, pensativo. Frunció el ceño un instante, y murmuró una interminable serie de “Hummms” y “Ahhs”. Después de unos eternos 30 segundos, me miró, mostrándome esa sonrisa que comprobaba el por qué La Toya gustaba de él.

-          No –sentenció, y yo sonreí –No todos los días, (por no decir ninguno), tengo el placer de verte de tan buen humor.
-          Exageras, mi humor no es tan malo.

Esta vez, fue Alexander quien comenzó a reír.

-          No, Julia. No es “tan malo”. ¡Es terrible! –dijo entre risas, ignorando mi gesto de indignación –De hecho estaba considerando mover de lugar a Atila y a Hitler en mi lista negra. Tú ibas a ocupar el primer lugar, por mucho –al escuchar eso, abrí la boca hasta el suelo.
-          Conque eso piensas… Entonces despídete de mis deliciosos hot-cakes. Esto es guerra, Alexander Keynes.

Y con un rápido movimiento, tomé las sobras en mi plato y se las arrojé a Alexander. Le dieron en pleno rostro, con lo que sus risas se detuvieron.

Bastó eso para iniciar una verdadera guerra de comida. Balas de mantequilla, misiles de pan y chorros de miel volaban por el aire. Las risas de ambos empapaban el ambiente. Alexander se refugió tras una silla, y yo establecí mi escondite tras una encimera de la cocina. Aún ahí, no pude escapar de los certeros lanzamientos de Alexander, quien se enfocaba en lanzar pedazos de pan cubiertos de mermelada, y se las arreglaba para que siempre cayeran en mi cabello. Yo, a mi vez, me sentí libre de arrojarle cuanto encontrara, sin pensar en que luego tendría que limpiarlo todo. Así, el cabello de Alexander pronto se vio cubierto de trozos de pan y

Cuando todo un hot-cake bañado en miel le dio en la cara a Alexander, éste declaró su rendición.

-          Ya, suficiente –exclamó, entre risas todavía -¡Me rindo! ¡Tú ganas! Tú ganas, ¿de acuerdo?

Entonces abandoné mi escondite, y miré a Alexander, quien estaba recostado en el piso, partiéndose de risa. Su aspecto era terrible. Tenía manchas de miel y mermelada en la cara y la ropa, así como pedazos de pan en el cabello y harina en las mejillas y las manos.

-          Llorón –dije, frunciendo los labios, saboreando mi victoria. Al instante, Alexander dejó de reír y me miró fijamente. Muy tarde comprendí que planeaba su venganza.

En menos de un segundo, Alexander me había tomado de la cintura, y me llevaba como un costal sobre los hombros. Mi propio cabello cubierto de miel y pedazos de pan me impedí ver, pero intuí que Alexander planeaba vengarse en… ¿el baño?

-          Eso realmente me ha herido. Debiste pensártelo mejor antes de meterte conmigo. Nosotros, los ingleses, somos muy vengativos, no sabemos perder. O, al menos, yo no sé… nunca lo hago.
-          ¡Bájame! ¡Has perdido, acéptalo! ¡Y bájame ya! ¡Eres un tramposo, un vil y despreciable tramposo! –exclamaba, entre risas, golpeando la espalda de Alexander y pataleando inútilmente.
-          Gracias, pero bajarte no es una opción. Mereces esto y más –dijo, al tiempo que me depositaba en el suelo del baño y echaba el cerrojo a la puerta.

Antes de que pudiese planear mi escape, y tan rápido que mis ojos no pudieron seguirlo, Alexander abrió la regadera y el grifo que llenaba la tina, me volvió a tomar de la cintura y, sin consideración alguna, me sostuvo bajo el chorro de agua fría.  

-          ¡No!... ¡Déjame en paz!... ¡Basta!... –intentaba gritar, con chorros de agua entrando por mi boca.
-          No, hasta que retires lo dicho –replicó Alexander, entre risas, empapado hasta los huesos también.
-          ¡Alexander Keynes… pagarás por esto! –entonces, Alexander me sostuvo aún más alto, tomándome del rostro y colocándolo justo frente al chorro de agua,  haciendo gala de su nula clemencia -¡Bien! ¡Retiro lo dicho!
-          Quiero escuchar eso… -dijo, y acto seguido me depositó en el suelo de la bañera
  
Carraspeé dramáticamente, me acomodé el cabello –que, aun así seguía siendo un total desastre–, y lo miré como una orgullosa enemiga, sin querer aceptar que había perdido la guerra.

-          Me rindo –dije, secamente, luchando por contener una carcajada, al tiempo que un inusualmente infantil Alexander me hacía gestos para que continuase –Oficialmente, he perdido. ¡Haz ganado la guerra!
-          Eso era todo lo que quería escuchar –dijo, mostrando una sonrisa absolutamente deslumbrante –No creo que haya sido tan difícil, ¿o sí? –Alexander arqueó una ceja, regocijándose en su victoria –Ahora, deberías bañarte… estás… hecha un desastre. Comenzaré a limpiar el campo de batalla entretanto. 

Alexander salió del cuarto de baño, frunciendo los labios en una sonrisa. Sonreí también. De un momento a otro, me sentía… fuerte. Sí, fuerte, libre, y, extrañamente, incluso feliz. Él lo había logrado. Después de todo, Alexander había logrado sacarme del Infierno. A pesar de mis intentos por permanecer en las sombras, atada a nada más que un nombre y un par de ojos que no volvería a ver, Alexander había hecho todo a un lado, abriéndose paso con codos y rodillas entre la multitudinaria cantidad de errores, miedos, excusas e inútiles barreras en mi vida.

Me había salvado de mí misma y de morir lentamente, torturada por los fantasmas de mi pasado, los cuales, curiosamente, compartían los mismos ojos increíblemente marrones.

Por un momento, me sentí a salvo. Por un momento, sentí que tenía a donde ir. Y, mientras el agua tibia corría por mi espalda, sentí que ya no tenía que escapar. Ya no tenía por qué escapar. Al final, había descubierto que sí se podía vivir con un corazón roto a cuestas… siempre que hubiera alguien que intentara repararlo.

Y Alexander estaba ahí. Con su seriedad recientemente corrompida, su infantil sed de venganza, su impresionante sonrisa y sus ojos avellana. Estaba ahí, siempre dispuesto a fingir que su vida era más miserable que la mía sólo para hacerme sonreír. En realidad, estaba ahí, y eso era lo único que verdaderamente importaba.

Salí de mi habitación, aún con aquella sonrisa que parecía indeleble en mi rostro. Alexander se entretenía barriendo inútilmente el inmaculado piso blanco de la cocina, que contrastaba enormemente con su aspecto de… vagabundo.

-          Lo haré yo, –dije, quitándole la escoba de la mano, intentando no reír ante su gesto de cansancio –aunque no creo que sea necesario. –paseé mi vista por la cocina, la cual nunca se había visto tan limpia. Después lo miré a él, quien aún lucía orgulloso las pruebas de su victoria –En realidad, quien necesita un baño eres tú.

Alexander me deslumbró con una sonrisa torcida, encantadora. Giró sobre sus talones y echó a andar hacia su habitación, son su característico porte al caminar.

Dejé la escoba a un lado, y me senté frente a la ventana. El sol lentamente se ocultaba tras los altos edificios de Nueva York, y bandadas de pájaros se ocultaban entre los árboles de Central Park, que refulgía como una esmeralda entre gigantes de cemento y ríos de asfalto. El bullicio de los autos llegaba hasta mí como murmullos ahogados. Lentamente, comenzaba a desconectarme de la realidad, al tiempo que veía a la Luna aparecer en el cielo, brillando como una luciérnaga en la oscuridad de la noche.

Y ahí estaba. Lo recordaba todo. El tono exacto de su piel. Su peculiar y exquisito aroma. El matiz justo de su iris a la luz del sol. La danza de sus rizos al viento. Lo recordaba todo, incluso cada imperceptible cambio en su tono de voz, cada pestañeo, cada hábito. Recordaba incluso aquella poderosa y atrayente aura como si nunca me hubiera alejado de ella…

Cuando Michael me abrazó, tan fuerte que apenas respiraba, supe que no había fuerza humana que consiguiera separarme de él. Porque encontraría la muerte en el preciso instante que Michael soltara mi mano, me diera la espalda y echara a andar sin decir adiós…

El tiempo había logrado que los recuerdos y yo entablásemos una relación aterradoramente parecida a la codependencia. Sufría, pero, de algún modo patético y masoquista, deseaba aquel sufrimiento. Había un recuerdo en particular que repetía una y otra vez, a menudo involuntariamente. La mayoría de las veces terminaba llorando sin darme cuenta al hacerlo, pues aquel era el recuerdo más nítido, el más doloroso.

-         ¿Eso piensas, entonces? Prometí no dejar de luchar por esto hasta que tú me lo pidieras… -y tuve miedo de pronunciar las palabras siguientes, pero tenía aún más miedo de su respuesta -¿Es lo que estás haciendo?

Miedo. Dolor. Desesperación. Furia. Más miedo. Y más dolor. Pareció entonces que aquello duraba una eternidad, una dolorosa eternidad. El río de lágrimas que resbalaban por mi helado rostro era ahora irrefrenable. Y dolía.

-         Sí –murmuró.

Y mis muros se derrumbaron.
Y mi corazón se rompió…


Apoyé mi mejilla sobre una de mis manos, comprobando así que las lágrimas que humedecían mi mejilla llevaban corriendo una eternidad. Miré de nuevo al atardecer. El sol había desaparecido, oculto tras una docena de rascacielos, su luz llegaba en forma de rayos rojizos que inundaban el departamento, proyectándose sobre mí, dejando una alargada y siempre inmóvil sombra a mis espaldas.

Con la mente atrapada en las diminutas y escasas estrellas que luchaban por aparecer en el cielo, me quedé dormida, aún con un millón de lágrimas ardiendo tras mis pupilas. Aquellas lágrimas que nunca se irían, aquellas que yo había intentado en vano ignorar.

No podía. Simplemente, no podía. Entre oníricos espirales, y en pleno estado de vigilia, deseé despertar de aquella pesadilla. Pues no podía ser cierto.

Estaba muerta, de eso no había duda. Nadie podía vivir sin sol, aire ni agua por tanto tiempo… Estaba muerta, sí. Nadie podía vivir sin corazón… Nunca habría pensado que la muerte dolería tanto… Deseaba vivir, respirar de nuevo, o reencarnar… Cualquier cosa, menos aquello. Aquello era peor que el Infierno… Era incluso peor que una vida sin Michael, pues había sido él mismo quien acabó con todo, quien me había condenado a muerte con una palabra. Había sido él quien me había lanzado directo a las llamas del Infierno, quien me había sacado del Paraíso… Pero había sido un Paraíso falso, construido a base de mentiras, de falsas esperanzas y de sueños infantiles… ¿A quién quería engañar? Michael nunca se habría quedado conmigo, ni aunque ambos lo hubiésemos deseado así. Simplemente, el tiempo y el destino se habrían encargado de eso tarde o temprano… Y había ocurrido tan pronto que apenas había podido ver cómo los pedazos de mi corazón caían al suelo, antes de romperse…

Un golpeteo destruyó la dolorosa paz en que me encontraba y acabó con mi turbulento sueño.

Le siguió un golpeteo aún más fuerte. Y otro… y otro. Y luego, un chirrido… Y nada más.

-          ¿Es demasiado tarde? –dijo una débil y herida voz mil años después.  
-          No. No demasiado…

Abrí los ojos, levanté la cabeza, e inmediatamente deseé jamás haberlo hecho. Algo me golpeó en el pecho, y mientras la sangre abandonaba mi rostro, comprendí que era la certeza de que, si creía conocer el fuego del Infierno, estaba muy equivocada.

 Aquello apenas comenzaba…

-          Hola, Julia.
-          Hola… –temí pronunciar una palabra más, temí que el hechizo se rompiera si lo hacía

Pero, en todo caso, aquello no era un hechizo, era la representación de mis más grandes demonios encarnados en un solo cuerpo.

-          –Hola, Michael.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Capítulo 43


XLIII

Narra Michael

Un rayo del sol se coló entre las cortinas, y su luz dorada me dio de lleno en el rostro, despertándome. Lancé un furibundo vistazo al reloj… 8:05 a.m. Poco más de tres horas de sueño, lo cual ya podía considerarse un verdadero milagro.

Me senté en el borde de la cama, apoyé mis codos sobre mis rodillas y me llevé ambas manos a la cabeza, la cual parecía poder estallar en cualquier momento, aunque, siendo honesto, aquello hubiera sido un alivio.

La noche anterior la había pasado en vela, mirando por la ventana. Había hecho un millón de confesiones a la luna, en silencio. La había mirado hasta cansarme, consolándome con el hecho de que si Julia levantaba la vista, vería aquella misma luna. Esta me miró a su vez, con lástima de aquel loco que lloraba como un niño al darse cuenta de que había destruido su mundo con sus propias manos.

Aún después de comprender que el brillo de aquella luna no se asemejaba ni ínfimamente al de los ojos de Julia, la seguí mirando. Y la miré hasta que comenzó a descender en el horizonte…

Noches de insomnio como esa había habido muchas. Pero aquella fue diferente. Esa noche derramé las miles de lágrimas que guardaba desde aquel fatídico agosto, ya 7 meses atrás. Cuando desperté, aún tenía los ojos irritados, y mi almohada continuaba húmeda.

Abandoné la cama, sin querer hacerlo en realidad, aún con una mano en la cabeza, temiendo que en cualquier momento fuera a caerse. Me arrastré sin ánimos por mi polvorienta habitación, casi cayendo de bruces al suelo en el intento de pensar y andar al mismo tiempo. En el cuarto de baño, mojé mi rostro, y procedí a saludar al cadáver que me miraba desde el espejo. Unos profundos surcos morados rodeaban mis ojos, producto de las acumuladas noches sin sueño. Suprimí instantáneamente el arranque de auto-compasión que comenzaba a escapar en forma de nuevas lágrimas, y que, al final, convertí en la más pura ira.

Y así, furioso con el mundo y conmigo mismo por sobre todo, después de haberme enfundado en la primera camisa y el pantalón más limpio que pude encontrar en el desorden de mi armario, salí al corredor, donde los chispeantes ojos de Janet me recibieron casi inmediatamente.

-          ¿Estás enfermo, Michael? –preguntó, extendiendo sus manitas hacia mi rostro –Te ves realmente mal –sonreí sin ganas, y ella me dirigió una mirada desconfiada.
-          Estoy bien, Janet –respondí, con un tono tan seco que era imposible creerme. Ella me miró con desconfianza, sin creer ni una sola palabra.
-          Si tú lo dices… -dijo, frunciendo el ceño en gesto encantador. Hizo ademán de girarse, pero casi de inmediato, me miró de nuevo –Casi lo olvido, Tatum está en la sala. Te está esperando.

Lancé un suspiro de rendición, y observé cómo Janet se adentraba de nuevo en su habitación, seguramente dispuesta a reanudar algún juego que había dejado inconcluso. Haciendo un esfuerzo titánico, puse mi mejor cara y bajé uno a uno los escalones, sin prisa alguna.

-          Hola, Tatum –saludé. Esta vez, no fue necesario fingir una sonrisa, Tatum me miraba risueña.
-          Hola. Perdón si has tenido que despertarte por mí.
-          Nada de eso –aseguré –Pero ahora tienes que acompañarme mientras desayuno, muero de hambre. Si deseas, podemos dar un paseo por el jardín después.

Tatum me miró con curiosidad mientras, a una velocidad record, engullía un puñado de galletas, bajo la mirada acusadora de mi madre.   

Pasamos al jardín, donde una fragancia a tierra mojada y luz de sol me recibió en cuanto crucé la puerta de la mano de Tatum.

Marzo había llegado, y con él, la primavera. Los árboles lentamente despertaban de su largo sueño; las presumidas flores abrían sus botones, regalándonos así una hermosa vista del jardín de Hayvenhurst. Los rayos de sol presumían de su luz dorada, y los animales danzaban, festejando a la primavera.

Cerré los ojos entonces, disfrutando el sumergirme en un doloroso recuerdo. Había aprendido a disfrutar de esa sensación de vacío en mi pecho que se acrecentaba cuando algún recuerdo me golpeaba, lo cual, evidentemente, sucedía más a menudo de lo que me hubiese gustado.

Tatum se sentó en el borde de aquella fuente que tantas lunas atrás había presenciado la caída de todas mis barreras, mi rendición ante mi más grande enemiga. Me senté a su lado, respondiendo ante su invitación.
Y ahí estábamos. En un abrir y cerrar de ojos, nos encontrábamos de nuevo en aquella fiesta que celebraba mi regreso del mismo Cielo. Julia, sentada junto a mí, me miraba con sus hermosos ojos abiertos de par en par, anhelante. Ambos nos mirábamos, como cazador y presa, esperando a que el otro hiciera el primer movimiento.

Al final, yo me había rendido. Dejé de lado mis propios miedos innecesarios y me entregué al frenesí de la nueva droga que había encontrado en sus labios de niña…

-          ¿Realmente la amas, cierto? –preguntó Tatum entonces, rompiendo en pedazos mis ensoñaciones; y cuando me giré hacia ella, descubrí que lloraba –Aún después de tanto tiempo…

La amaba, sí. Una más de las verdades del universo. Un hecho innegable más. Una verdad comparable a decir que el sol salía de día… O que yo estaba muerto desde aquel agosto.

-          Sí –respondí, sintiendo todo el peso de esa respuesta en mi pecho, clavándose como un puñal ardiendo –Aún después de todo este tiempo. La amo, Tatum, lo cual, probablemente, me convierte en el estúpido más grande del mundo.

Tatum se levantó, y me miró con sus infantiles ojos verdes abnegados en lágrimas. Me miró un instante que me pareció eterno. Yo la miré también, y cuando me sumergí en sus ojos color esmeralda, descubrí cada una de sus inocentes esperanzas destruyéndose, una a una, más allá del brillo franco de su iris. Cada uno de sus sueños rotos, sin que yo detuviera aquella catástrofe.

Y en realidad no podía. Tatum se derrumbaba ante mí –por causa mía, para variar–, y yo no podía salvarla, pues yo mismo necesitaba ser salvado. Y sólo la chica del otro lado de la luna podía hacerlo. 

Se acercó lentamente a mí y me besó en los labios. Un sólo beso, tímido, rápido, casi  efímero, y sin ninguna otra intención más que la de despedirse. Un beso vacío, sin embargo.

-          Entonces, deberías ir por ella –murmuró antes de darse la vuelta y alejarse –Al menos, eso haría yo.

La vi alejarse hasta que cruzó los portones de Hayvenhurst y subió a un auto negro.

Y justo en el momento en que la cabecita de Tatum, cubierta de cabellos color trigo se ocultó tras los vidrios tintados del auto de su padre, me di cuenta de lo mucho que le debía a aquella niña. Había estado conmigo incluso cuando yo no lo quería así. Me había obligado a sonreír cuando sólo quería llorar. De cierto modo, Tatum me había mantenido vivo, despierto. Ella me había atado a una realidad en la que no quería estar, pero, de no haberlo hecho, probablemente las cosas hubieran resultado bastante diferentes…

Y, en realidad, hasta ese momento, me había negado a ver algo bastante obvio. Tatum, en su inocencia, había esperado a que yo viera en ella lo que ella veía en mí, aún a sabiendas de que eso nunca ocurriría. Ahora se había ido. Yo la había alejado. Al parecer, dos corazones rotos y un millón de lágrimas no eran suficientes…

Me arrastré hacia el interior de la casa, olvidando en un instante que el sol estaba brillando.

Me dejé caer en el sofá de la sala de estar, intentando por todos los medios reprimir aquel torrente de lágrimas que amenazaba con brotar de mis ojos. Repasé en ese momento la lista de las víctimas que mi miedo había dejado a su paso: Julia, Tatum, yo mismo… Me había convertido en una completa amenaza.

Pasaron horas, aunque bien pudieron haber pasado siglos. No me moví. Seguí mirando a todos lados y a ningún lugar en especial, como si en las diminutas motas de polvo o en las imperceptibles grietas de la pared se hubiera escondido el motivo de mi existencia.

Y, como siempre hacía pasado un rato, miré a la puerta, depositando en aquella muralla de caoba mis escuálidas esperanzas; pues, aun después de tanto tiempo, dentro de mí, seguía esperando a que Julia regresara y se arrojara a mis brazos, perdonándome en un instante, borrando de mi memoria los siglos de infierno sin ella.

-          Michael…

Separé mi vista de la puerta entonces, y la clavé en el frío piso de mármol, buscando en los abandonados y polvorientos resquicios de mi mente el rostro de la propietaria de aquella voz.

-          Michael –dijo la serena voz de Rebbie tras de mí.

Cuando me giré, mi hermana mayor me miraba con los brazos cruzados, seriamente, y una expresión de súplica en los ojos. Una bella ironía. Sus cálidos y hermosos rasgos contrastaban con la frialdad de sus gestos. Los labios apretados, los ojos fijos en mí, los brazos sobre el pecho y los puños apretados.

-          Ella no vendrá –dijo, avanzando hasta quedar a un palmo de mí. Me tomó de la barbilla, maternalmente, poniendo frente a mí su mirada insoportablemente franca y hermosa –Debes ir tú a buscarla.
-          ¿Para qué? –exploté en un instante, desviando la vista, con el ceño fruncido –Me cerrará la puerta en la cara al verme.
-          Eso no tiene sentido –resolvió, con un bufido, como si fuera la idea más ridícula jamás dicha.
-          Claro que lo tiene. Me odia, ¿lo olvidas?
-          No, no lo tiene. Te ama, ¿lo olvidas?

La miré de nuevo, clavando mis torpes miedos en sus brillantes ojos. Ella se sentó junto a mí, y me tomó de la mano.

-          ¿Por qué sigues aquí, Michael? –preguntó, arqueando ambas cejas, en un gesto suplicante.

<<No lo sé. Por estúpido, quizá>>

-          ¿Recuerdas cómo sonreía cuando te tenía cerca? ¿Recuerdas cómo te miraba a hurtadillas, sonrojada hasta los huesos; cómo se quedaba callada, para oír mejor tu voz o cómo se quedaba inmóvil, conteniendo el aire desde el momento en que te ibas hasta el momento en que volvías a cruzar la puerta? ¿Recuerdas todo lo que abandonó para venir aquí, exponiéndose a un nuevo mundo igualmente lleno de dolor y miedo? ¿Acaso no te demostró suficientes veces lo mucho que te amaba?

Bajé la vista, avergonzado, pues aquello me había golpeado con más fuerza que un camión en movimiento. Respiré profundamente, intentando deshacer el ya permanente nudo en mi garganta. No pude. Llevaba una eternidad alojado ahí.

-          ¿Acaso no llegaste a comprender que te ama, y que nunca dejará de hacerlo? –dijo, obligándome a mirarla de nuevo, como le encantaba hacer –Le fallaste, Michael. Si no ha vuelto es porque, al dejarla sola en la oscuridad, rompiste su corazón, defraudaste la confianza que tenía en ti (la cual era total). Esa niñita confiaba ciegamente en que tú la salvarías; no reparó en la posibilidad de perderte, mucho menos en la posibilidad de que serías precisamente tú quien acabaría con todo su mundo. Simplemente, cuando la trajiste aquí, Julia desechó cualquier estilo de vida donde no estuvieses tú, donde tú no fueses el centro. Ella te amaba, Michael. Hasta con el aire que respiraba… Y tú le cortaste el aire, sin explicaciones.

Rebbie calló, posando una de sus suaves manos sobre mi hombro, describiendo impaciente irregulares círculos sobre la tela azul de mi camisa. Yo miré al frente, intentando desesperado encontrar un nuevo significado en aquellas palabras que yo ya sabía de memoria, un significado que me dijese que yo no era aquel terrible monstruo que en verdad era.

-          Dime ahora: ¿Quién regresaría, exponiéndose de nuevo a la posibilidad de verse lanzado al abismo en cualquier momento? ¿Quién confiaría ciegamente en el asesino que, tiempo atrás, intentó acabar con él? Julia podrá ser muchas cosas, pero no es tonta. Sabe que el peor de los sufrimientos sólo se sufre una vez. Sabe que, si regresa, ese mismo sufrimiento puede volver, y no irse jamás.

Francamente, comenzaba a odiar esa capacidad de Rebbie de hacerme ver todo tan brutalmente claro con sólo unas cuantas –y dolorosas– palabras.

-          ¿Qué quieres decir con eso? Que Julia nunca volverá, ¿es eso?
-          Que, si verdaderamente la amas, debes volver a ganarte esa infinita confianza que Julia tenía en ti, por difícil que sea, por mucho que tarde. Ella te ama. Y ya te ha perdonado, ¿lo olvidas? ¡Perdonó incluso que rompieras su corazón en mil y un pedazos! Pero el tiempo es caprichoso, Michael, y, si así lo quiere, puede hacer que un segundo marque la diferencia entre un: “Aún a tiempo”, y un fatídico: “Demasiado tarde”.

Cuando Rebbie calló, por mi rostro pasó todo un desfile de expresiones: desolación, miedo, impotencia, incredulidad y, finalmente, comprensión.

Comprendí, finalmente.

Observé los profundos y maternales ojos de Rebbie una milésima de segundo. ¡Cuánto le debía! Alargué una mano, hasta tocar su mejilla.

-          Gracias…

Con una sonrisa inmensa, apartó de un manotazo mi propia mano, riendo al final.

-          No  es nada. Ya tendré ocasión de cobrarle el favor –sonrió, denotando una dosis de bendita complicidad en la voz.

Instintivamente, escondí mis manos en los bolsillos, dándole un millón de vueltas a la estupidez que estaba por hacer. <<Y aquí vas de nuevo… Eres un completo egoísta, Michael Jackson”>>, pensé entonces. Aunque, en realidad, aquello fuera el acto menos egoísta que cometería en mi vida entera.

En el fondo de mis bolsillos, encontré al menos media docena de billetes de 100 dólares. Y, curiosamente, fue aquel insignificante y casi demente detalle  lo que le dio sentido a toda aquella locura.

Me levanté de un salto, y miré a Rebbie, suplicante.

-          No te preocupes por Joseph, lo tengo cubierto.

<<Joseph no es lo que preocupa…>>

Y no. En aquel momento, todo me preocupaba, menos Joseph Jackson. Un resplandor plateado, y apenas tuve tiempo de extender la mano antes de que las llaves del auto de Rebbie se estrellaran contra mi rostro.

-          ¿Pero qué sigues haciendo aquí? –exclamó ella, haciendo gestos frenéticos para hacerme reaccionar.

Y funcionó.

Apenas tuve tiempo de murmurar un estúpido “Adiós”, antes de adentrarme en aquella cálida noche de marzo, abrir la portezuela del afeminado coche de Rebbie, maldecir un millón de veces a mi suerte y echar a andar el auto.

Y me maldije incluso más veces a mí mismo. Habían pasado siete meses. ¡Siete meses! Una infinidad de cosas podían ocurrir en 213 días. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal cuando me detuve a pensar en cada una de las posibilidades que yo mismo había dejado al azar. Ella podía haberme olvidado. O podía comenzar a odiarme. O haberse enamorado de Alexander. Decidí reprimir este último pensamiento, pues era demasiado doloroso, y podía hacer que un cobarde como yo se arrepintiera en un segundo.

Pues eso era: un cobarde. Un masoquista, un estúpido. E incluso todos esos términos habían resultado insuficientes para describirme. Era simplemente eso, un cobarde. Había tenido miedo de mí. ¡Sólo de mí! Había tenido miedo de ser tan ridículamente estúpido como realmente era y romper su corazón. Al final, eso mismo había hecho, convencido de que, si dejaba pasar más tiempo, romper el lazo que me unía con aquella frágil muñequita de porcelana sería totalmente imposible. Sí, imposible, y entonces sería igualmente imposible detener la montaña de problemas que caerían sobre sus hombros. Todos problemas míos, curiosamente.

Pero ahora no era el miedo lo que me motivaba. Era la necesidad. La más pura necesidad de respirar su perfume florar, de mirar en sus dulces ojos color topacio. La simple necesidad de recuperar la mitad de mi alma, de volver a ver el sol cada que levantaba la vista. La necesidad de sentirme vivo…  

Tembloroso, agitado, y con una mínima idea de lo que estaba haciendo caí en la cuenta de que era un completo demente en cuanto visualicé el letrero luminoso del aeropuerto de Los Ángeles.

Eché a correr, sin dirección alguna, quizá creyendo que llegaría a Nueva York corriendo.

Cuando mi carrera contra el tiempo terminó, un bonito rostro malhumorado y de facciones latinas me recibió en el mostrador.

-          Un boleto para el siguiente vuelo a Nueva York –fue lo único que alcancé a decir.

Y, a decir verdad, aquellas simples palabras parecían contener mi destino en ellas…












***




Antes que nada, debo decir que siento muchísimo la tardanza en publicar, tenía la intención de hacerlo ayer mismo, pero el tiempo se ha convertido en mi peor enemigo. Añadido al hecho de que este capítulo ha costado mucho más de lo esperado. He vuelto a escribirlo, al menos, 3 veces, pues, aún después de mil y un correcciones, el resultado inicial no terminó por complacerme. 

¡Pero aquí está! Tienen frente a ustedes el capítulo 43 de esta historia.

Este capítulo tan esperado, en el que al fin los miedos se desvanecen, quizá expulsados por otros miedos aún más fuertes... 

Guardo las esperanzas de haber cumplido sus expectativas, realmente lo deseo así.

¡Saludos!

Espero sus comentarios.