martes, 30 de agosto de 2011

Capítulo 39


XXXIX

Narra Alexander

“I’m gonna hold you ‘til your hurt is gone
I’ll be the shoulder that you’re leaning on…”

Aquello comenzaba a ser más difícil de lo estrictamente necesario.

Las cosas habían cambiado. Mucho. Y no precisamente para bien…

Habían pasado exactamente 31 días. Un mes entero. Pero parecía que para Julia habían pasado 20 años. 20 largos años.

Su aniñado rostro, antes dotado de un dorado brillo, ahora lucía apagado, mortecino. Su piel, antes de porcelana, parecía ahora tan fría como la misma nieve. Su ojos marrones parecían siembre cubiertos por un velo de lágrimas que ella luchaba inútilmente por contener. Su radiante sonrisa… simplemente había desaparecido, había sido reemplazada por una permanente expresión de la más pura miseria.

Y aquel 14 de septiembre de 1975, Julia cumplía 16 años. Y eso, lamentablemente, no mejoraba de modo alguno las cosas. Al contrario, parecía empeorarlas, de ser posible.

-          Vamos, Julia, sé que estás despierta –a base de suaves golpecitos en un hombro, la insté a abandonar aquel sofá de una vez por todas. En lugar de responder, se limitó a cubrirse el rostro con una manta.

Silencio. Después de aquellas palabras iniciales que había dicho todo un mes atrás, “silencio” era lo único que había brotado de sus labios.

-          Muy bien –me crucé de brazos, y esperé. Nada. Entonces, tiré con fuerza de las sábanas con que se cubría, dejándola indefensa –No dejaré que pases un día más sentada ahí. Es todo lo que has hecho desde que llegaste. ¿Es que acaso planeas quedarte ahí hasta desaparecer? Porque me parece que no estás muy lejos de conseguirlo…

Me acerqué a ella, hundí mis brazos entre las sábanas de seda y comencé a buscar hasta encontrar un delgadísimo brazo. Lo saqué de entre las sombras y lo giré una y otra vez, sopesando su casi inexistente peso con ambas manos.

-          ¿De verdad piensas que esto es un brazo? –dije, rodeando su delgada mano con la mía –¿De verdad piensas que no me doy cuenta de la comida que no comes? Pero espera, que tengo una pregunta aún más importante: ¿Crees que me voy a quedar cruzado de brazos mientras observo cómo te rindes?

Desesperado, caminé hacia la ventana y, de golpe, corrí las cortinas, proyectando toda la luz del exterior sobre el mortecino rostro de Julia, quien se limitó a entrecerrar los ojos y cubrirse la cara con sus delgadas manos. Y hasta ahí había llegado mi paciencia… o mi fuerza de voluntad.

-          Ahí afuera, el mundo sigue girando –comencé, hablando más conmigo mismo que con ella– El sol aún sale cada mañana y se oculta cada noche. Ahí afuera, las personas aún sonríen. ¿Sabes por qué?: Porque el mundo no se ha acabado. Ahí afuera hay miles de cosas que ahora te niegas a ver, pero, en tu interior, te mueres por hacerlo. ¿Por qué esperar? ¿Por qué fingir que la vida terminó? ¿Por qué limitarte a buscar el lado oscuro de la luna? ¿Por qué no salir a buscar todo lo que creías perdido? ¿Ni siquiera hoy? –pregunté, esperanzado –¿Ni siquiera por mí?– rogué entonces.

Clavé la vista en el sol naciente, depositando todas mis escuálidas esperanzas en él. Silencio. Hasta que un zumbido lo interrumpió…

Cuando descubrí que aquel zumbido era la voz de Julia, me giré sobre mis talones y prácticamente eché a correr hacia el sofá de piel en el que ella llevaba recostada toda una vida, ahogándose entre sábanas de seda y lágrimas que no dejaba salir.

-          Lo siento –murmuró (o, al menos, intentó hacerlo, pues no pudo reprimir las lágrimas mucho más)– Sé que no ha sido fácil para ti, pero mucho menos lo ha sido para mí. Sé que hace mucho debí levantarme y enfrentarme a una vida diferente, pero se me hizo imposible. Y no me detuve a pensar que tú… Que tú estás aquí, y que has intentado sacarme de la oscuridad todo este tiempo, sin que yo te lo permitiera. Perdón, Alexander.

Aquello fue demasiado. Más que el hecho de que me soltase un monólogo, me sorprendió que por fin hubiese hablado.

Intenté buscar en mi mente las palabras adecuadas, la respuesta correcta, pero aquella impresión borró cualquier resto de coherencia que quedaba en mí. Embargado por la emoción, sólo fui capaz de estrecharla entre mis brazos, mientras ella derramaba un mar de lágrimas sobre mis hombros.  

-          Sólo una cosa –se separó rápidamente de mí y me miró con aquellos enormes ojos marrones bañados de lágrimas– No esperes que vuelva a ser la misma de antes. Eso es imposible. No esperes escucharme reír y correr, porque no lo haré ahora. Y sobre todo, no esperes que olvide, porque simplemente no puedo.

La miré un instante que quise hacer eterno. En sus ojos encontraba todo el dolor que por orgullo nunca había dejado salir, encontraba la tristeza que lentamente la consumía, encontraba la respuesta a mis más grandes males: Aunque lo intentara incansablemente, jamás conseguiría hacerla feliz. Sólo existía un ser humano en la Tierra con ese poder. Y respondía al nombre de Michael Jackson.

-          Sólo espero que, por lo menos hoy, abandones ese sofá, te pongas un lindo vestido y vengas conmigo al parque –extendí una mano, y se la ofrecí. Ella me miró extrañada –¿Lo harías, por mí?

Tomé su delgada mano, la cual se perdió en la mía, ella se levantó, intentó sonreírme, y desapareció tras la puerta que marcaba la entrada a su habitación, la cual nunca había usado, pues dormía en la mía, mientras por las noches, yo me adueñaba de aquel sofá.

Sonreí entonces, al tiempo que miraba por la ventana. Por lo menos, había conseguido que abandonara la sala, y aquello era un avance. Un enorme avance, tomando en cuenta que no se había asomado ni a la cocina.

Me pareció que tardaba horas, pero un rechinido me indicó que Julia había salido, por fin. Di media vuelta, y mis ojos se clavaron en aquella menuda muchachita de insignificante estatura. Llevaba el cabello trenzado desordenada pero encantadoramente; se había puesto un vestido blanco, muy de moda, al parecer; y me miraba con aquellos ojos siempre tristes, como si deseara conseguir de mí una razón para sonreír.

Y estaba dispuesto a dársela.

La tomé de la mano, luchando contra el irracional miedo de que echara a correr y se alejara. Y así, manteniéndola cerca y mirándola de reojo, la llevé de la mano directo a la primer cafetería que encontré al salir del edificio. Después de pedir una cantidad exagerada de rosquillas, siempre manteniendo un ojo en una Julia que parecía dispuesta a no moverse, volví a tomarla de la mano para llevarla a dar un paseo por Los Ángeles, cosa que, estaba seguro, no había hecho desde que llegó.

-          Impresionante –murmuró, frunciendo el ceño ante la ridícula cantidad de autos que transitaban las calles.

A menudo, Julia arrugaba cómicamente la nariz, abrumada por el calor de septiembre y la mezcla de (no siempre agradables) aromas urbanos, aquella serie de divertidos gestos sólo conseguían hacerme reír, ganándome así una mirada asesina de aquellos grandes ojos marrones.

Recorrimos Sunset Boulevard, mientras ella paseaba su perdida mirada por cada esquina, cada anuncio. El sol caía a plomo sobre Los Ángeles, obligándola a avanzar con los ojos entrecerrados, confiriéndole un aire pensativo… irresistiblemente adorable.

Y, mientras caminábamos por “The Sunset Strip”, descubrí que no podía separar la vista de su imagen de muñequita de porcelana empolvada. No podía dejar de mirar el brillo de su cabello trenzado descuidadamente. Simplemente, no podía separar mi vista de sus aniñadas facciones, pues mi más grande miedo se había hecho realidad…

Había comenzado a amarla.

Lo que antes parecía ridículo, casi inverosímil, era ahora una cruel realidad.

Me había enamorado de aquella niña que sólo tenía ojos para el aire, aún a sabiendas de que no podía verlo, y que se le había ido de las manos.

Me había enamorado de ella, quien jamás me había dado razón alguna para ello, pero, al volver a sumergirme en la profundidad de sus ojos, me pareció imposible no hacerlo. Como si aquel fuera uno más de los hechos de la vida.

Y, entonces, sentados bajo un frondoso árbol situado en medio de un tranquilo parque, me ahogué entre promesas silenciosas dirigidas a la menuda muchachita que sólo miraba la rosquilla que tenía enfrente, sin ganas siquiera de alargar el brazo y tomarla.

En silencio, le prometí sacarla de aquel agujero en el que se empeñaba en hundirse. Le prometí ser la fuerza que necesitaba, el hombro en el que siempre pudiese llorar y las manos que siempre borraran el llanto de sus mejillas. Sin palabras, le prometí estar ahí cuando pareciera que no había nadie. Le prometí hacerla sonreír cuando creyera que era imposible. Así, sin prometerlo en realidad, pero con más verdad que nunca, le prometí hacerla feliz, y derrumbar a golpes la muralla que nuevamente había construido.

Y comenzaría haciéndole una propuesta. Una propuesta que comenzó como una idea. Aquella idea llevaba exactamente 20 días en mi mente, creciendo hasta convencerme. La alejaría de ahí. La llevaría lejos, en donde pudiera deshacerse de recuerdos y hacerse con experiencias. La llevaría a donde yo.

-          Bonito, ¿no es cierto? –pregunté, estúpidamente, cuando ya se me habían acabado las maneras de iniciar una conversación, y siempre con el miedo de que no respondiese.
-          Muy bonito –respondió, simplemente, mientras volvía a mirar con desagrado aquella rosquilla.

Había terminado tan rápido como empezó. Decidí darle la vuelta al asunto una vez más y  buscar entre mi decreciente lista de temas de conversación. Después de pensarlo una y mil veces en cinco minutos, mi conciencia y yo acordamos que lo mejor era soltar de una vez aquel futuro que Julia bien podía no aceptar. Un escalofrío me recorrió y a duras penas conseguí el valor para decir:

-          Julia –ella me miró con sus encantadores ojos tristes– Es casi seguro que no lo recuerdas, pero alguna vez te dije que…
-          Quieres ser actor, –me interrumpió, sacándome de la jugada automáticamente– claro que lo recuerdo.

Después de reponerme de la impresión, tomé aire y me decidí a continuar.

-          Bien. He… decidido que es eso a lo que quiero dedicarme. Y hay una escuela en Nueva York que…

Y no pude continuar. La expresión de total desolación que invadió el rostro de Julia me paralizó.

-          ¿Nueva York? –preguntó, sin ocultar el pavor que se reflejaba en su voz– ¿Entonces…?
-          No, no. De ninguna manera. Vendrás conmigo –sentencié, y al mirar de nuevo en su rostro, me obligué a añadir algo más –Si tú quieres, claro está.  

Y no respondió. Se limitó a sonreír. La primera sonrisa que me dedicaba desde aquel fatídico hecho sucedido un mes atrás. Entonces comprendí que ella también deseaba alejarse. Ella también deseaba escapar. O quizá era sólo mi deseo reflejado en ella.

Estaba decidido. Ahora, quizá tenía una posibilidad de olvidar, de curar. Ahora, quizá podía volver a ser feliz.

Pero todo se resumía en un “quizá”. Y quizá aquello nunca sucedería. Pues, quizá, el amor verdadero es para siempre…


















“Alexander. Él me hacía pensar que tal vez los ángeles eran reales, y que llegaban en el momento exacto para sacarte de la oscuridad.

Me había tomado de la mano y me había llevado nuevamente a su ordenado apartamento. Al abrir la puerta, sobre el sofá donde me había pasado un siglo entero, se encontraba una caja envuelta en papel brillante color rojo y adornada con un enorme moño dorado. Aquel detalle me recordó que era mi cumpleaños.

Abrí la caja, y encontré un pequeño libro forrado en piel y adornado bellamente. Al hojearlo, descubrí que estaba en blanco.

-          Un diario –me aclaró Alexander.

Un diario. Sin saberlo, aquello era lo que más necesitaba en ese momento. Un diario.

Al parecer, Alexander entendía perfectamente que había cosas que dolían demasiado como para expresarlas verbalmente. Pues hay cosas que duelen tanto que la voz humana es simplemente incapaz de expresarlas, de dejarlas escapar. Y es cuando se tiene que buscar otro medio para liberar el alma. Alexander me ofrecía eso.

Y, cuando me detuve a mirar a aquel muchacho con ojos color avellana y cabello más negro que la noche, caí en la cuenta de que había construido una barrera, y que estaba empeñada en no dejarlo entrar. Quizá él entendía, pero no era lo mejor.

Quizá lo mejor era darle una oportunidad de entrar. Quizá con él los restos de mi ser estaban a salvo. Quizá aquella barrera podía romperse de nuevo. Pero, en el fondo, sabía muy bien que sólo alguien tenía el poder de llegar a lo más profundo… Alguien a quien no quería volver a ver, para preservar así los sangrantes restos de mi alma a salvo.

Y bien. Le sonreí, y él respondió, al tiempo que me tomaba la mano. Bastó aquello para darle una oportunidad a aquel muchacho londinense, pues en él encontraba confianza y entrega, algo que Michael había tenido miedo de dar.

Entonces me iría. Empezaría de cero, y me dispondría a ser feliz…

Pero, ¿a quién quería engañar?... Sabía muy bien que aquello era imposible.”




"Comparisons are easily done once you've had a taste of perfection..."












Chicas:

Quizá se preguntarán: “¿Un capítulo narrado por Alexander?” Pues, al igual que los capítulos narrados por nuestra querida amiga Tatum, estos capítulos tienen como propósito darnos una nueva visión de lo que ocurre con Michael y Julia, esas cosas que son demasiado dolorosas como para poder expresarlas, pero que los demás pueden adivinar fácilmente.

Y, sin más rodeos, quisiera ir directamente al punto.

Necesito sus comentarios.

La cantidad de comentarios que recibe la novela ha disminuido terriblemente. Y, muy a mi pesar, estoy considerando seriamente abandonar este proyecto. Sé que a las pocas personas que leen y comenta no les agradará esta noticia, pero mucho menos me agrada a mí.

Por favor, chicas, comenten. Se los pido encarecidamente. Si dejar un comentario es pedir demasiado, tienen el chat a un lado a su disposición. Hagan uso de él.

Una vez más, gracias a quienes se detienen a leer y comentar. Mil gracias, chicas.

Un beso enorme a todas.


martes, 16 de agosto de 2011

Capítulo 38

XXXVIII

Narra Michael

“There goes the sunshine,
here comes the rain...”

Los días pasaron –¿o eran sólo horas?–, burlándose descaradamente de mí. Parecía que el dolor y el miedo se alojaban en mi habitación, me tomaban de la mano, y me guiaban directo al mismo Infierno. Un Infierno donde sólo había recuerdos. Un Infierno inusualmente frío. Un Infierno del que, curiosamente, no quería escapar, pues estar en él significaba, de algún modo propio de locos, estar con ella.

Había pasado todo un mes. Y a cada día que pasaba me convencía más de lo estúpido que era. Un estúpido de campeonato.

En realidad, era más que un estúpido si pensaba que con sólo decir “Adiós” y ver cómo ella se alejaba sin mirar atrás, la mole de problemas que caerían sobre mí desaparecería. Era un cobarde mayor si pensaba que podría seguir viviendo como si jamás la hubiera conocido. Y ahora, a duras penas tenía las fuerzas para recoger el oxígeno del aire, pues había dejado que su fuente se escabullera más allá de las puertas de Hayvenhurst. ¡Y lo peor era que lo había hecho a propósito! ¡Había acabado con mi propia vida a propósito!

Y entonces, mientras ella cruzaba las puertas de Hayvenhurst, acompañada de Alexander, la cuerda floja sobre la que nos balanceábamos se rompió. Se rompió, y caí directo y sin escalas a la realidad. Una realidad donde no quería estar, pues era más fría y gris sin ella. Una realidad que siempre había estado ahí, opacada por el brillo de su castaño cabello. Siempre había estado ahí, pero ambos habíamos tomado la decisión equivocada al ignorarla.

En aquella realidad, me enfrentaba a la dura tarea de fingir a diario que nada iba mal, cuando todo en mi interior era un desastre. Me veía obligado a sonreír como si en realidad tuviera motivos. Me veía obligado a cantar como si en verdad tuviera inspiración. La parte más dura del Infierno era fingir que no vivía en él.

 A veces, mientras me encontraba rodeado de personas que me sonreían y esperaban verme sonreír, el agujero en mi pecho parecía llenarse, parecía dejar de doler un momento. Pero sabía muy bien que era sólo una ilusión.

Tatum había reaparecido, y cada dos días intentaba hacerme sentir mejor a base de dirigirme coquetas miradas con sus bonitos ojos verdes. Y, momentáneamente, lo lograba. Sólo entonces, aquella herida parecía dejar de doler.

Pero Tatum se iba. Y los recuerdos llegaban. Entonces, un cruento debate se desarrollaba en mi interior. La opción de quedarme solo tenía dos variantes: o me regodeaba en mi miseria, reproduciendo una y otra vez su sonrisa en mi mente; o aquellos recuerdos terminaban torturándome hasta tan grado que decidía abrir los ojos y escapar a la verdadera realidad… aunque para entonces había dejado de percibir la diferencia entre el Infierno y la Tierra.

Aun cuando no la recordaba voluntariamente, era imposible no sentir su presencia donde antes sólo había estado ella. Era imposible dejar de percibir su voz cuando eso era lo único que quería oír. Y el simple hecho de intentarlo me parecía un duelo frente a frente con la locura. Y la locura siempre ganaba. Pues yo era débil.

Y estar sentado bajo aquel viejo jacarandá no era lo mismo si aquella testaruda niña de infinitas pestañas no estaba ahí.

-    Michael…– murmuró Tatum a mi lado, con el rostro apoyado en una mano, y mirándome fijamente.
-     ¿Pasa algo?– pregunté estúpidamente.
-     Eso mismo me preguntaba –respondió, con su infantil vocecilla.

Sí. Pasaban mil cosas. Pero darle cuerda a mi millón de recuerdos y confesiones no era una buena idea.

-    No es nada –musité, poniéndome en pie y ofreciéndole una mano a Tatum– Vamos.

Quería alejarme. Quería escapar. Aquel árbol traía más recuerdos de los necesarios. En realidad, aquella vida traía más recuerdos ahora, pues estaba más vacía que nunca.

-     ¿Irás al estudio también hoy? –preguntó entonces, ayudándome infinitamente en mi intento de mantenerme ocupado, para no caer de nuevo en aquel abismo del que casi nunca escapaba.
-    Sí. Al parecer, las grabaciones de este disco no terminarán nunca –respondí, mecánicamente –Pero puedes acompañarme, si quieres.

Y Tatum no respondió. Bastó ver el instantáneo brillo que sus ojitos despidieron entonces.

Vaya, sí que me quieres –bromeé sin intención.

El rubor que ascendió por el rostro de Tatum fue tal, que al poco tiempo también sentí cómo mi propio rostro se teñía de escarlata.

Por un momento, creí estúpidamente que todo podía volver a ser como antes. Por un momento, creí que en realidad podía olvidar. Pero olvidé un insignificante detalle… olvidar a Julia era más que imposible, lo había comprobado cientos de veces. Intentar olvidarla era como intentar olvidar que sobre mi cabeza había un cielo. Imposible, demente, inútil e imposible de nuevo.

-    Tatum, ¿qué tal si me esperas en la sala antes de ir al estudio? Tengo que… Ir a buscar algo –y, en realidad, lo único que necesitaba buscar eran los restos de mi propio corazón.

Sin darme el tiempo de escuchar su respuesta, di media vuelta, y eché a andar con dirección a la casa, cruzando aquel jardín que casi maldecía por traerme una cantidad enormemente dolorosa de recuerdos felices que sólo conseguían aumentar mi tristeza.

Sólo tenía una idea en mente: escapar. Me había convertido simplemente en un pequeño trozo de carbono en pleno estado de oxidación, y me arrastraba impotentemente por los pasillos de aquella casa que a duras penas reconocía como mía.

Me pareció que perdía mi voluntad. Pues mis pasos me pusieron frente a frente con una puerta que parecía más infranqueable que la Muralla China. Era la puerta de la habitación de Julia. Y sin ella ahí, se convertía inmediatamente en mi Infierno personal.

Como un autómata, corrí la cerradura y entré. En cuanto lo hube hecho, un dulce aroma a jazmín, fresas e inocencia me golpeó tal como lo hubiera hecho un camión a máxima velocidad.

Casi inmediatamente, me encontré buscándola como un verdadero idiota, sabiendo que ahí no encontraría más que dolorosos recuerdos, mientras tropezaba con los trozos de mi corazón y mi cordura.
Como buen masoquista que era, me detuve un momento a liberar un poco de mi dolor interno en forma de recuerdos lanzados contra la ventana a través de la cual Julia tantas veces me había mirado, mientras yo fingía no darme cuenta.

Cuando sentí que unos ardientes lagrimones comenzaban a resbalar por mi rostro y mi respiración comenzaba a entrecortarse, decidí que había recibido una dosis suficiente por aquel día –y quizás para toda la vida–.

Decidido a borrar aquellos humillantes lagrimones que eran, en realidad, una prueba más de lo débil y estúpido que era, me topé con un insignificante objeto que destruyó las últimas fibras de mi corazón.

La había dejado. Julia había dejado a Campanita.

Con una rodilla apoyada en el suelo, y sintiendo cómo los últimos restos de mi cordura y felicidad desaparecían, recogí aquel pequeño dije del suelo, sabiendo que sostenía en mi mano una última esperanza de volver a verla.

Y lo que más dolió entonces fue darme cuenta de que siempre lo había sabido. Lo había dicho tiempo atrás, y me empeñé en olvidarlo. “Quizá ella sea mi destino, pero yo no el de ella” Ahí estaba todo. Ese era el punto que ambos habíamos querido olvidar. Y lo habíamos conseguido… hasta que despertamos del sueño, nos topamos de frente con la realidad, y recordamos que el día y la noche sólo están juntos un efímero momento.

Caí de rodillas, al no poder más con mi propia vida. Deseé morir ahí, con su recuerdo fresco en mi mente, viéndola tan bella como siempre, pero, al parecer, no tenía tanta suerte.

Y, quizá, no tenía que esperar tanto para morir. Quizá ya lo había hecho. Sí, lo hice justo cuando cometí el error más grande del mundo. Morí en el momento en que la dejé ir.

¿Qué me quedaba ahora? ¿Qué se supone que se hace después de perder el corazón? ¿Acaso debía presentarme después de todo un mes, murmurar un estúpido, “Lo siento, pero ha sido más difícil de lo que pensé”, cruzarme de dedos y esperar a que me perdonara? Podía morir de ganas por hacerlo… pero mi amigo el orgullo no era tan generoso.

En realidad, sólo el orgullo me mantenía vivo, vivo y a la espera de morir, lo cual no era estar vivo.

Pero ni la muerte me parecía tan exquisita como una vida llena de recuerdos. Una lluvia de imágenes cada vez más borrosas que me mantendrían vivo hasta que aquellas imágenes estuvieran tan empañadas por el tiempo que fueran sólo un juego de luces en la mente de un anciano.

Hasta el final de mis días la amaría, pues para ello había nacido. La amaría hasta el final, pues ese era mi destino.


“What can I do, but wait for you?”








“Pensar que Michael podría olvidarla quizá había sido un error. Quizá en realidad la amaba. En ese caso, cualquier intento que yo hiciese por cambiar la realidad sería en vano. En poco tiempo, había aprendido que el verdadero amor es irreversible. Mi propia experiencia me lo decía. Pues yo amaba a Michael. Le amaba verdaderamente.

Quizá muchos pensarán: “Venga, niña. Tienes 13 años, ¿qué puedes saber tú del amor?”. La respuesta es simple: todo.

Después de ver distintas fases y presentaciones del mismo sentimiento, sabía muy bien que Michael y yo nos encontrábamos en la misma situación, aunque en dimensiones diferentes. Yo le amaba, él a mi no. Punto final.

Pero también sabía que una persona puede aprender a amar con el paso del tiempo. Y Michael podía hacer lo mismo.

Quizá era una tonta al aferrarme a un imposible, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

Y entonces, con medio rostro asomado a través de aquella puerta, mientras veía cómo Michael se desplomaba impotentemente, me hice una promesa: Ayudaría a Michael a olvidar. Me conformaría con los mínimos restos de amor por ella que él dejaba caer al suelo, los recogería y los tomaría como míos, pues esa era mi única salvación.

Le tomaría entre mis brazos, intentando inútilmente curar su corazón mientras el mío se rompía a pedazos.

Yo no cometería el mismo error que Julia. Yo no me soltaría a él por nada. Pero, en el fondo, la admiraba. El simple hecho de intentar vivir sin él era digno de admiración

 Si tan sólo pudiera hacerle ver…”








Chicas!:

¡Es martes, es martes!

¿Acaso creían que las dejaría sin capítulo otra semana? Gran error.

Seguro se preguntarán... "¿Una parte narrada por Tatum?"  Y créanme que tiene su razón de ser. Esa pequeña y en ocasiones detestable niñita nos abrirá un mundo desconocido. Nos hará ver lo que ni Michael ni Julia pueden ver. Esa clase de cosas que son tan dolorosas de ver como de vivir...

Y, sin más, agradezco infinitamente a mis fieles lectoras. Niñas, las amo. Gracias por su apoyo. Gracias por estar aquí siempre. Gracias por nunca dejar las entradas sin al menos un comentario. ¡Gracias!

¡Un beso a todas!

jueves, 4 de agosto de 2011

Capítulo 37

XXXVII


Dolor. Dolor y desesperación. Dolor… y nada más.

Casi podía ver los sangrantes trozos de mi corazón diseminados por el suelo. Casi podía ver los trozos de hielo que comenzaron a cubrirme cuando crucé aquella puerta… y Michael no me siguió.

Si había creído conocer el dolor antes, me equivocaba. En realidad, dudaba que aquello pudiera llamarse dolor… Probablemente estaba más cercano a la muerte.

Bastó una palabra, un par de letras para sacarme del juego. Y, me parecía, que de la manera más cruel posible. Una palabra, y Michael había cortado el problema de raíz. Una palabra, y aquella grieta entre nosotros se convirtió en un abismo de proporciones titánicas. Infranqueable, kilométrico. Y yo era tan endemoniadamente pequeña que no podía ni intentar cruzarlo. Peor aún, era tan endemoniadamente estúpida, que, en un arrebato de necesidad, podía incluso arriesgar mi vida para intentarlo.

Michael me había dejado ahí. Sola. A lo lejos, Hayvenhurst comenzó a derrumbarse ante mis ojos, comenzó a congelarse y desaparecer. Años luz más allá, algunas estrellas hacían esfuerzos por asomarse entre las nubes. El apagado brillo que despedían era escalofriantemente parecido al que despedían los ojos de Michael en aquella última mirada. Cuando, por milésima vez, el recuerdo me golpeó, decidí no reprimir las ganas de llorar. Todo lo contrario, decidí regodearme en mi desgracia. Sentí cómo, muy dentro de mí, una más de las débiles fibras de mi corazón se rompía, limpiamente.

Comencé a deambular, inconsciente, pasé frente a La Toya y Alexander, quienes me miraron extrañados –aunque tampoco me importaba–; y mis pasos, poco a poco, me guiaron directo a mi habitación.

Cuando clavé la vista en la ventana a través de la cual tantas veces había imaginado el brillo de sus ojos… simplemente me derrumbé. Me derrumbé, y mis razones para seguir respirando se vieron reducidas a polvo.

Descubrí que no podía hacer nada más entonces, ni siquiera proponerme no llorar, pues aquellas amargas lágrimas que ya corrían por mis mejillas eran una prueba más de que mi dolor era real. Y aquel dolor era lo único a lo que podía aferrarme para permanecer en aquel mundo. Era la única certeza de que aún seguía con vida. Si es que aquello era estar viva.

Tiempo atrás, Michael había destruido, en cuestión de minutos y con una sola mirada, la impenetrable coraza que me había empeñado en construir alrededor de mi corazón. Yo lo había dejado entrar. Le había dado la llave y el pleno permiso para entrar a mi vida. Y lo hizo, lastimándome cientos de veces en el proceso. Pero ahora la herida era de muerte... Y hubiera deseado estar muerta entonces, para no sentir más.

Sentí la necesidad de caer de rodillas y recoger los restos de aquella muralla  y de mi propio corazón del suelo, pero mi maldito orgullo no me lo permitió. Al final, mi orgullo era lo único que me quedaba. Pero permanecí en pie, maldiciéndome una y otra vez por haber sido tan estúpida, maldiciendo las palabras que Michael había dejado escapar, y maldiciendo aquella inmunda casa y cada rincón de ella.

Entre las mil y una lágrimas que llenaban mis ojos y nublaban mi vista, logré vislumbrar la puerta de mi armario, entrecerrada. Y, de nuevo, muy a mi pesar, recordé.

En el fondo del armario, yacía olvidada aquella maleta llena de recuerdos. La tomé, dedicándole al mismo tiempo una maldición, y comencé a llenarla con mis escasas pertenencias. Sin apenas darle un vistazo a lo que mis temblorosas manos iban tomando, lo arrojé todo a la maleta. Tomé la pequeña y polvorienta cajita que me había dejado mi padre, y, sin abrirla, la llevé conmigo.

Aquella habitación se convirtió entonces en un contenedor de recuerdos, en una esfera de cristal donde mi felicidad pasada giraba a mi alrededor, burlándose descaradamente de mi actual miseria. A cada paso, recordaba que el mismo Michael había andado por ahí mil veces. Con cada respirar, recordaba su embriagante aroma a maderas, vainilla y lluvia. ¡Maldita sea! Aquellos recuerdos no cedían, y probablemente no lo harían nunca. Y en el fondo, aquello era lo que más deseaba. Recordar. Recordar siempre. Recordar, para intentar convencerme de que algún día había sido feliz.

Creo que incluso sonreí entonces, mientras me detenía a un paso de la puerta, mientras enjugaba mis amargas lágrimas y maldecía por milésima vez el aire que respiraba. Sí, sonreí. Pues recordé que en verdad había sido feliz… Pero nada dura eternamente.

Un detalle insignificante me detuvo y un recuerdo me golpeó fuertemente cuando me disponía a salir de aquella habitación vacía. Me llevé ambas manos a la nuca, buscando –sin quererlo en realidad–, un pequeño brochecito. Me quité el peso del mundo concentrado en aquel pequeño collar de plata y le dirigí una última y melancólica mirada, al tiempo que miles de recuerdos me golpeaban, me herían y se estancaban de nuevo en mi memoria. Lo sostuve en mi mano un momento, como si con ese gesto pudiera alargar eternamente el momento, mientras una nueva lluvia de lágrimas caía por mi helado rostro. Campanita me miraba, melancólica, y a través del brillo de sus diminutos ojitos, recordé el momento en que, estúpidamente, creí ser feliz. Cansada, derrotada y herida de muerte, abrí mi mano, y, bruscamente, arrojé aquel collar al suelo. Con aquel collar, dejaba un pedacito más de mi alma. Un alma vacía y rota. Nada importante, en realidad.

Sin detenerme a quitar el velo de lágrimas que cubrían mis ojos, bajé las escaleras de Hayvenhurst, que nunca antes me había parecido tan lúgubre y violenta, cargando mi vieja maleta a medio llenar. Le dirigí una patética sonrisa a La Toya, quien asintió levemente, en un gesto de total comprensión, y me abrazó largamente, murmurando inútiles y vacías palabras de aliento. Dediqué un par de insignificantes despedidas a Katherine y a los pequeños Janet y Randy… y salí, sin apenas ser consciente de cómo.

Aquello no podía estar pasando. Crucé los portones de Hayvenhurst, que antes me parecían infranqueables, y me ví sola. Arrojada de improviso al mismo Infierno. O a algo peor, de ser posible.

Y sólo entonces, mientras miraba las primeras estrellas asomarse en el cielo, caí en la cuenta.

Desde siempre, Michael y yo habíamos caminado sobre una cuerda floja. Y, desde siempre, yo había cerrado los ojos, deseando desesperadamente que no se rompiera jamás.  Aunque siempre supe que el final llegaría, lo negué un millón de veces, queriendo creer en imposibles. Al final, aquella cuerda se había roto, al igual que mi corazón, mi voluntad, mi valor y mi esperanza.

Paseé la vista de un lado al otro de aquella tranquila calle. Silencio. Sólo silencio y muerte.


-        ¿A dónde piensas ir? –escuché una voz a mis espaldas. Por una milésima de segundo, me encontré en la ridícula esperanza de que aquella voz fuera la de Michael, la única que en verdad quería escuchar, pero la deseché de inmediato. Imposible. Cuando me giré, vislumbré a Alexander, iluminado por la  irreal luz de un farol. Durante unos instantes permanecimos en silencio, mirándonos con semblante inexpresivo.  

Le miré, encontrando en su rostro verdadera preocupación, la misma que no había encontrado en el rostro de Michael. Y el dolor, lejos de disminuir, aumentó a niveles titánicos, casi inaguantables. Aquellas malditas ganas de llorar me embargaron de nuevo, y apenas fui capaz de responder:

-        Lejos –murmuré– A donde sea…

Y, por primera vez, reparé en el hecho de que, verdaderamente, no tenía un lugar a dónde ir. Aunque quizá regresar a México no fuera tan mala idea, después de todo.

-        Vamos, sabes que no te dejaré ir a “donde sea” –extendió una mano, y esbozó una sonrisa destinada a hacerme sentir mejor– Vendrás conmigo. Tengo un apartamento, y sé que no es lo mismo que una opulenta mansión en Encino, pero también sé que es mucho mejor que dormir recostada en el tronco de un árbol.
-        Estoy bien, gracias– respondí, con una voz más áspera y mortecina de la que jamás me creí capaz.
-        ¿Estás segura?

No.

Y, antes de darme cuenta de lo que hacía, dejé caer mis cosas al suelo, y me rendí. Las lágrimas hicieron su aparición una vez más, y me lancé a los brazos abiertos de Alexander.

Lloré desconsoladamente sobre su hombro, mientras él acariciaba cuidadosamente mi enmarañado cabello y murmuraba inútiles “Estarás bien”. Lloré, y él se limitó a guardar silencio, quizá, comprendiendo al fin que nada de lo que dijera me ayudaría a sentirme mejor.

-        Yo… Perdón… No quería… Lo siento…- murmuré entre sollozos.

Y, en lugar de responder, se limitó a mirarme con compasión.

-        Ya. No es nada –respondió, y me miró como si esperara que le dijera algo más, cosa que no planeaba hacer– Y ya lo dije. Vendrás conmigo.
-        No… No puedo…
-        Y yo no puedo permitir que deambules por todo Los Ángeles hasta encontrar un lugar donde dormir. Vendrás conmigo. Y no quiero escuchar ni una palabra más.  

Y aquello sí que podía cumplirlo al pie de la letra. De hecho, en aquel momento me convertí en mejor amiga de los monosílabos y las frases cortas.

Subí al flamante Cadillac rojo de Alexander, quien tuvo la suficiente prudencia para conducir en silencio. Así, podía dar rienda suelta a mis grises pensamientos, y disfrutar de mi miseria. Al fin y al cabo, poco podía hacer para cambiar las cosas. Cerré los ojos, regodeándome en mi propia tristeza, haciendo gala de mi masoquista personalidad.

Lo que más dolía era aquella horrorosa certeza de que Michael tenía razón. Probablemente no usó las palabras exactas, pero el resultado era el mismo: yo suponía un problema. Manejar su creciente fama no sería tarea fácil, y añadir un estorbo de mi tamaño lo hacía aún más complicado. Michael, Joseph, mi padre y el mundo entero tenían razón. Mezclar agua y aceite es imposible.

Y aquella maldita certeza se encargaba de destrozarme lentamente, de sacar lágrimas de donde ya no había, de arrancar sollozos de donde ya no quedaba voz, de congelarme, de mantenerme muerta en vida.

Michael se había ido. Aquellas palabras sonaban tan temibles tanto si las pronunciaba como si las dejaba vagar por mi mente. Quizá sonaban aún más dolorosas si alguien más las pronunciaba. Quizá el dolor en realidad nunca se iba y siempre era el mismo, y era yo quien me encargaba de inventarle niveles, sólo para sentirme mejor.

Pero Michael se había ido. Y era hora de comenzar a afrontarlo. Pero, ¿cómo? ¿Cómo mirar a otros ojos sin verle a él reflejado en aquellas pupilas? ¿Cómo caminar, sabiendo que el único lugar a donde quería ir era a su lado? ¿Cómo ver el sol, cómo respirar sin motivo alguno? ¿Cómo disfrutar si todo era dolor? ¿Cómo seguir viviendo sin motivo, sin alegría y sin la mitad de mi propia alma? ¿Cómo, maldita sea?

Sin Michael a mi lado, todo parecía borroso, lúgubre, vacío y monótono. Quizá así eran en realidad las cosas y era él quien le ponía color a mi mundo. Quizá era él quien ponía el sol, la luna y las estrellas en el cielo y las olas en el mar. Sin él, ahora no había nada.

Sin saber, en realidad, cómo, cuando abrí los ojos, me encontraba recostada en una cama de blancas sábanas. Me incorporé tan rápidamente que mi vista se nubló, y entre puntitos de colores, vislumbré a Alexander durmiendo en un diminuto sofá. Sentí una punzada de culpa, seguida de una de vergüenza, de una más de miedo, y de una terriblemente más grande, de soledad.

Me recosté en aquella cama llena de suaves almohadones, me cubrí con la sábana hasta los hombros, y me dediqué a describir círculos imaginarios en el techo de la habitación, tal como le gustaba hacer a Michael. Michael…

Ardientes lagrimones comenzaron a empañar mi vista y resbalar por mis mejillas. De repente, sentí un frío terrible, y caí en la cuenta de que era la misma soledad tomando posesión de mi cuerpo.

<<Soledad, vieja amiga. Cuánto tiempo…>>.  Cerré los ojos, deseando no abrirlos jamás. Reprimí un sollozo, decidida a no dejar que nadie me viera llorar. Me mordí un labio con fuerza, hasta notar el característico sabor de la sangre llenar mi boca. Sé que debí sentir dolor… pero no sentí nada. Nada… excepto una magistral mezcla de cien dolores diferentes. El dolor de la pérdida, del abandono, de la soledad, de la certeza, de la tristeza. En realidad, todo aquello era parte de un mismo dolor. Un dolor que no se iría nunca, estaba segura.

Y quizá hasta agradecía aquello. En medio de aquella locura, de aquel remolino de confusión, abandono y miedo, mi dolor me recordaba que todo había sido real. Pero, ¿en realidad lo fue? ¿Es real el decreciente brillo de la luna en pleno eclipse? ¿Es real el fugaz abrazo de las olas en playa? ¿Es real, o sólo lo es nuestro deseo de que aquel efímero momento así lo sea? En todo caso, ¿es real la felicidad, o sólo es una ilusión construida magistralmente, creada por la momentánea falta de tristeza?

Podía no saber absolutamente nada acerca de la felicidad, pero estaba completamente e irrevocablemente segura de tres cosas…

Uno… La tristeza era real. Uno más de los hechos de la vida. Era tan real como el aire o la luz, o la misma vida. Era real, y, en aquel momento, era incluso más real que mi propia vida.

Dos... Aún a mi pesar, amaría a Michael hasta el último latido de mi cansado y roto corazón. Hasta que la última estrella se extinguiera en el firmamento, y hasta que la última gota de agua en la Tierra se secara. Probablemente, incluso después. Le amaría con mi vida entera, con cada respirar, con cada latido… aunque aquel fuera el peor error de todos y la apuesta más ridícula de la historia. Le amaría, porque no podía hacer otra cosa. Le amaría, pues había nacido precisamente para ello.

Tres… La muerte es el único remedio para el verdadero amor. Si se ama verdaderamente, se pierde. En realidad. Sólo se ama verdaderamente hasta que se pierde. Y yo había perdido. Perder la vida después de haber perdido el corazón no era la gran cosa.

Y estaba absolutamente dispuesta a morir entonces, pues estaba segura de que era infinitamente mejor morir… a vivir un millón de vidas sin él.

















“<<Soy un monstruo. Un completo monstruo. No. Mejor aún: soy un completo idiota. Un idiota masoquista>>, pensé entonces.

La lista de mis defectos tenía un tamaño bastante considerable, debo admitirlo. Pero jamás creí llegar a un nivel de cobardía tan alto. Cobarde. Cobarde. Cobarde una y mil veces.

La amaba. La amaba con mi vida entera, la amaba a niveles que ni yo era capaz de imaginar, mucho menos de comprender. Sólo importaba eso. La amaba… y ya la había perdido.

En un arranque de miedo, de desesperación, en un fracasado y estúpido intento de protegerla, le había hecho el daño más grande. <<Cobarde>>

Pero Julia era fuerte, aunque se empeñara en esconderlo, bajo su disfraz de un hermoso y delicado pajarillo indefenso, se hallaba una niña de casi dieciséis años mucho más fuerte que yo. Saldría adelante. Me olvidaría. Alexander se encargaría de ello.

Me olvidaría, tarde o temprano, mi recuerdo se borraría permanentemente de su mente, y ella continuaría viviendo, sin recordar que algún día un idiota llamado Michael Jackson le rompió el corazón.

En aquel momento, mientras una ardiente lágrima resbalaba por mi rostro y miraba a Julia cruzar los portones de Hayvenhurst, caí en la cuenta de que aquello era lo más difícil que había hecho en mi vida. Quizá, lo más difícil que haría jamás.

Pero lo había hecho por protegerla de un monstruo aún más grande que yo. La fama, y su aliado, la prensa. O quizá lo hacía sólo por egoísmo, por no sufrir más de lo estrictamente necesario. Y dolía de igual manera.

La idea de verme separado de ella resultaba aterradora. El saber que no la vería recorriendo los pasillos de Hayvenhurst, o posar los deditos en aquel piano de cola, o caminar alegremente por el patio… era paralizante. El más grande error posible.

Probablemente, le había ahorrado un sufrimiento mayor, pero, ¿a qué precio? Había perdido mi alma, cada uno de mis motivos, mi cordura, mi fuerza y mi vida cuando ella se fue.

Había perdido todo… excepto la insoportable certeza de que ella nunca regresaría”











Chicas:
Sé que hoy no es martes, pero ya las había dejado sin capítulo toda una semana, y no quería hacerlas esperar. Así que hoy jueves, haré una excepción, y aquí tienen el capítulo 37.
Hoy quisiera compartirles algo. Esto va contra mis más arraigadas ideas, pero es una preocupación constante.
He notado que, últimamente, la novela recibe menos comentarios que antes. Sé que casi siempre insisto con lo mismo, pero también sé que sus comentarios son el combustible que necesito para continuar escribiendo. Son mi motor.
Sé que muchas veces dejar un comentario es tedioso, pero les pido por favor que se tomen dos minutos, no más, en dejar un simple “Me gustó” o un “Podrías mejorarlo si…”. A veces los lectores no pensamos en lo importante que nuestra opinión es para un escritor. Pero para mí, son más que importantes. Vivo de ellas.  
Y si escribir todo un comentario es pedir demasiado, he instalado un chat en la página. Me gustaría que hicieran uso de él. Más que una petición, es una súplica.
Y mis agradecimientos de siempre a ustedes, lectoras. Ustedes mueven esta novela.

Mil gracias.
Un beso a todas!