miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 26

XXVI

A partir de entonces, todo ocurrió en cámara lenta. El tiempo se regocijaba deteniendo el curso del reloj ante mis ojos, alargando infinitamente aquella tormentosa escena. Permanecí inmóvil, anclada a la mano de Michael. El contacto con su piel me recordaba que –desgraciadamente– aquello no era una pesadilla, los amenazadores ojos que tenía frente a mí eran reales.

Joseph se adelantó dos pasos, golpeándonos con el fuego que emanaba de sus ojos, esparciendo invisiblemente su furia en el aire, hasta tornarlo turbio, caliente. Michael, desplegando todo su instinto protector, rodeó mi cintura con un brazo, al tiempo que su rostro se crispaba nuevamente. La mandíbula apretada, los ojos semi-cerrados, la respiración forzada; en ese momento, Michael se escudó tras un serio semblante y una expresión de piedra. Se limitaba a mirar a Joseph, sin molestarse en dirigirle una expresión concreta. Era como mirar la más bella escultura tallada en mármol. Sus deliciosas facciones tensas, inmóviles, sus ojos fijos e inexpresivos y su boca cerrada con firmeza eran propias de una estatua.  

La ira se abría paso con rapidez en el rostro de Joseph, quien nos miraba con los puños apretados, suspendido a tan sólo un metro de nosotros. Su ceño permanentemente fruncido, su rostro tenso, su respiración agitada y aquella posición amenazadora consiguieron estremecerme. Por un instante, no era Joseph quien me miraba con gesto iracundo… era mi padre.

-          Ya conseguiste lo que querías, ¿no es así? –escupió Joseph, dirigiéndome todo el veneno de sus mordaces palabras –Ya lo tienes en tus manos. ¿Qué sigue, niña?
-          Basta, Joseph –sentenció Michael. Su voz sonó entonces tan fría como un témpano de hielo. Duro, seco, tajante.
-          No. Me vas a escuchar. Los dos me van a escuchar.

Joseph nos señalaba furiosamente con su dedo índice, intentando destruirnos con aquel gesto. La ira era cada vez más visible en su rostro. El aire cargaba con su furia de un modo casi palpable, tornándose aún más denso e insoportablemente caliente.

Joseph no dejaba de mirarnos, con fuego ardiendo intensamente en sus ojos. Me estremecí ante el vívido recuerdo de mi padre. Ahí estaba de nuevo, hecha un ovillo interiormente, temblando temerosa ante el gigante que con sólo un soplo podía derribarme.

Poco a poco, se encendió una chispa en mi interior. Furia. El miedo se vio desplazado repentinamente por una creciente furia. Respiré profundamente un par de veces, intentando no perder la minúscula pizca de respeto que me veía obligada a sentir por Joseph. Me mordí el labio y apreté un puño, conteniendo las implacables ganas de estrellarlo contra su rostro. Al parecer, Michael notó la tensión en mí, ya que deshizo mi apretado puño, entrelazó sus dedos con los míos y colocó una reconfortante mano sobre mi hombro. 

-          ¿Acaso eres tan ingenuo? ¿Acaso crees que esta niña en verdad te quiere? ¡Eres un idiota! –Michael se mantenía impasible, estático ante el veneno y las mentiras que aquellas palabras llevaban consigo –Lo único que quiere de ti es dinero. ¡Dinero y nada más! Si crees que ella te traerá algo más que problemas, te equivocas.
-          No. Tú te equivocas, Joseph –dijo Michael con aquella voz fría y seca que tan nueva era para mí –Ella me ha traído felicidad. En un mes, me ha hecho feliz. Tú no lo has logrado en 17 años, y… dudo que lo logres algún día.
-          ¿Feliz?... ¡Maldita sea! –soltó Joseph con repulsión -¿De qué te servirá ser feliz ahora cuando todo lo que has logrado se vaya por el retrete? ¿Crees que cuando eso pase ella seguirá aquí? ¿Crees que cuando fracases te apoyará de la misma forma que ahora, cuando triunfas?

Apreté con fuerza la mano de Michael, intentando probarle la verdad que se escondía tras ese simple gesto. Aquellas palabras me herían al hacer flaquear la confianza de Michael, al plantar la duda en su mente.

Mi corazón empezó a latir con fuerza, mi frágil ilusión se había roto. Había despertado de un profundo sueño, sólo para darme cuenta de que los obstáculos a enfrentar en realidad eran más grandes y abundantes de lo que pensé. Abrí los ojos, y descubrí que quizá esos obstáculos eran imposibles de superar…

-          Conozco muy bien a las personas como tú –Joseph me miró y se acercó a mí, atemorizándome aún más –Se esconden tras una máscara de inocencia y timidez, pero detrás de esa falsa fragilidad se esconde un hambre voraz de poder, de fama, de dinero.
-          Cree que el dinero es lo único que me importa, ¿no es así? –comencé a decir, deshaciéndome de aquella mordaza que me impedía hablar. Al llegar a ese punto, creí imposible poder contenerme. Comenzaría a gritar de un momento a otro –Considera imposible que Michael en realidad me importe. ¿A usted en verdad le importa? Piensa que lo único que tengo en mente es el dinero. ¡Hay que ver quién lo dice!... Usted no cree que en verdad ame a Michael. ¿Tiene idea de lo que es el amor?
-          ¡No me vengas con tus estúpidos cuentos de hadas! No quieras engañarme, que no eres la Bella Durmiente, ni él es el Príncipe Azul.  

Joseph calló y miró a Michael, con los ojos en llamas, y él permaneció estático ante la iracunda mirada de su padre. Un denso silencio cayó sobre nosotros. Sólo el sonido del agua cayendo y algunas voces ausentes dentro de la casa rompían aquella estática ilusión. Por un momento, deseé que aquel silencio no se rompiera jamás, pero, al parecer, Joseph quería todo lo contrario…

-          Eres frágil, Michael. Eres débil y sensible, blando. Ella no. Detrás de esa timidez y esa perfecta ilusión de fragilidad se esconde una fortaleza de la que nadie la cree capaz, quizá ni ella misma –miré sorprendida a Joseph, quien mantenía la vista fija en el tenso e impasible rostro de Michael –Te lastimará. Es capaz de darse la vuelta e irse, sin más. Ambos lo saben. Aléjate de ella, antes de que termine matándote.

Michael bajó la vista hacia mí. Su rostro se mantenía firme, tenso, pero sus ojos demostraban la catástrofe que se desarrollaba poco a poco en su interior. Sus ojos reflejaban las nuevas grietas en su alma, los nuevos huecos en su corazón.

-          Y tú… –me dijo Joseph casi con asco, señalándome con un dedo al tiempo que se acercaba a mí, dándole la espalda a Michael, separándome de él.

Joseph me tomó del brazo con fuerza, haciéndome daño al clavar sus dedos en mi piel, sin que Michael lo viera. Fui incapaz de emitir sonido alguno, quedé muda ante el fuego que llameaba en los ojos de Joseph.

-          Deberías considerar alejarte de él –susurró Joseph a mi oído –Michael es un tanto… voluble. Quizá seas tú la que terminará herida –de un jalón, me liberé de Joseph y le miré, tratando de contener mi propia ira.

Ignoré el cada vez más grande dolor en el brazo; ignoré el creciente nudo en mi garganta; ignoré los torrentes de lágrimas que amenazaban con llenar mis ojos y el certero sentimiento de que, dicho por Joseph, ese “quizá” sonaba más doloroso y verdadero de lo que era. Hice a un lado todo aquello, pasé junto a Joseph sin mirarlo y, una vez más, tomé firmemente la mano de Michael, quien mantenía la vista fija en su padre, con el ceño fruncido.

Dimos la vuelta, sin responder ni mirar a Joseph. Entramos a la casa aún tomados de la mano, mientras escuchábamos los pasos de Joseph alejarse de nosotros. Michael lanzó un suspiro y yo no pude hacer más que bajar la vista y clavarla en sus mocasines nuevos.

-          Yo… -comencé, pero me detuve en seco, reparando en el hecho de que no sabía qué decir.
-          Le creíste –Aquello ni siquiera era una pregunta. Michael tomó mis manos, apretándolas con fuerza, mientras el creciente nudo en mi garganta me impedía respirar.
-          No –respondí. En mi mente, me aborrecía por dudar de la verdad de mis palabras.
-          Quiero que me prometas que, diga lo que diga Joseph, no creerás ni una palabra suya. ¿Lo harás?
-          Sólo si prometes que nunca dejarás de pensar en mí tal como lo haces ahora –las palabras de Joseph llenaban mi mente, contra mi voluntad. Las dudas que Michael pudiera tener acerca de mí me golpeaban con una fuerza demoledora –Debes prometer que siempre confiarás en mí.
-          Siempre –en ese momento “siempre” se transformó en la más hermosa palabra jamás dicha.

Michael aumentó la fuerza con la que sostenía mi mano, obligándome con ello a mirarle. En sus ojos, una inmensa ternura se abría paso rápidamente, y pronto comenzó a inundarme, desvaneciendo con ella dudas y miedos. Su hipnotizante mirada me transportó, y, por un momento, Michael y yo estábamos en aquella isla que se había encargado de juntarnos. Volvíamos estar frente a frente, escrutando los ojos del otro, haciéndonos miles de promesas.

La fuerza de aquellos pensamientos era tan grande, que me lanzó directo a los brazos de Michael. Hundí la cabeza en su pecho, llenándome los oídos con los latidos de su corazón. Mientras Michael me abrazaba, me sentí bajo los efectos de un poderoso anestésico, me liberé de cualquier sensación de dolor.

Subí las infinitas escaleras con dirección a mí habitación seguida por Michael. Al llegar a la puerta, su firme apretón me detuvo antes de tomar el picaporte. Levanté la vista hacia él. Ahí estaba. Aquel seductor brillo hacía su aparición estelar. Michael tomó con suavidad mi barbilla y se inclinó para besarme en los labios brevemente.

-          Buenas noches, pequeña –murmuró.
-          Buenas noches –apenas fui capaz de decir.

Al entrar a mi habitación, tuve la necesidad de abrir y cerrar con fuerza los ojos varias veces. Me sorprendí intentando despertar de un sueño que, al parecer, era bastante real. No desperté. Una radiante sonrisa dirigida a la nada se abrió paso en mi rostro.

Sin prestar atención, me vestí con aquel pijama que me quedaba, al menos, tres tallas más grande. Pensando en Michael, parecía una completa idiota. No tenía sueño. Me limité a sentarme frente a la ventana, comparando el etéreo brillo de la luna con el de los ojos de Michael. Ahí estaba él, mirase donde mirase, sólo le veía a él.

“Buenas noches, pequeña” la seductora voz aterciopelada de Michael repitió aquellas palabras en mi mente. Buenas noches. Si, después de aquello, lograba dormir,  seguro que lo serían.

Pasada una media hora, un taladrante dolor me obligó a levantar la manga de mi pijama y mirar mi brazo. Unos grandes cardenales comenzaban a aparecer alrededor de él, marcando el lugar donde los dedos de Joseph se habían clavado en mi piel. Un motivo más para odiarle.

Las palabras de Joseph aún rondaban mi mente, pero se vieron desterradas súbitamente por el sonido de unos nudillos golpeando contra la puerta. No tuve que pensarlo, ya sabía quién era. Me cubrí el brazo con rapidez y giré mi vista hacia la puerta.

-          No puedo dormir –Michael, enfundado tiernamente en su pijama, abrió la puerta, y dos segundos después, se encontraba frente a mí. Sonreía de aquella manera que lograba entorpecerme y tartamudear.
-          ¿Lo intentaste, al menos?
-          No. Sabía que tú también estabas despierta.

Michael tomó asiento en mi cama, y palmeó a su lado, invitándome a hacer lo mismo. Como un títere, le seguí embelesada, y me senté junto a él.

-          Apuesto a que eres la primera en dormirse –dijo Michael, con aquella juguetona mirada que sólo él tenía. No respondí a aquello, era más que obvio que Michael ganaría. Sus trampas se encargarían de ello.

Al poco rato, Michael comenzó a cantarme al oído, jugando sus cartas, haciendo trampa una vez más. Era más que irresistible. Me dormí. Arrullada por su angelical canto y por los latidos de su corazón, me dormí, convencida de que el siguiente despertar sería el mejor de mi vida. Michael estaría ahí. Y eso bastaba para hacerlo el mejor de todos.

-          Te quiero –escuché que Michael murmuraba a la distancia.

Aquellas dos palabras fueron lo último que escuché aquella noche. Esa pequeña frase bastó para sumirme en el más profundo de los sueños, donde Michael era siempre el protagonista.

Así, Michael dejó de ser lo primero que veía al cerrar los ojos, y lo último que veía antes de abrirlos. Así, el perlado brillo de su flamante sonrisa fue lo último que ví antes de dormir, y lo primero que ví al despertar.

miércoles, 20 de abril de 2011

Capítulo 25

XXV

Y me besó…

Sus manos aprisionaron dulcemente mi rostro, mientras el tiempo y el espacio perdían su forma, mientras todo a nuestro alrededor se desvanecía, mientras desaparecía tras las delicadas y mortíferas caricias que Michael dejaba correr por mi tembloroso y helado rostro.

El aroma de Michael me llenaba los pulmones, me embriagaba con su enloquecedora dulzura, me golpeaba y me descolocaba con su enervante poder. Ahí, bajo aquel cielo estrellado, encontré la única razón de mi existencia, la única razón por la que dejaría mis miedos, mis ideas y mis mil ataduras a un lado y me lanzaría de lleno al abismo.

Los labios de Michael rozaban los míos con la delicadeza e infinita suavidad de las alas de una mariposa, y la poderosa intensidad de las violentas olas golpeando contra la playa. La contradicción de las sensaciones que Michael lograba despertar en mí me aturdió por un instante infinito. ¡Qué suave y delicado podía ser! ¡Qué violencia y qué mortífera intensidad se escondían tras sus sutiles caricias!

Un juego demente se desarrollaba con cada contacto, con cada mirada, haciéndonos presas, volviéndonos enemigos que sucumbían, sin quererlo, ante el otro…

Michael develó cada uno de mis secretos al contacto con mis labios, reduciendo mis miedos a polvo, convirtiendo mis barreras en trizas. Lentamente, caí en un abismo del que no quería salir nunca.  Me perdí en el frenesí del primer beso…

Mis miedos se desvanecieron lentamente tras el contacto de Michael… Él, él me había atrapado, él, quien era justo la clase de persona que lograba hacerme huir... No huiría esta vez, porque sabía que, aunque así lo quisiera, no llegaría lejos. No podría evitar volver a la fuente de aquella adicción, de aquella enfermiza dependencia.

¿Eran mis manos las que tomaron su delicado rostro entre ellas? ¿Eran sus brazos los que me rodeaban, acercándome a él, volviéndome su presa? Me perdí en una deliciosa confusión, me dejé llevar por el aturdimiento de mis sentidos.
Llevé ambas manos a su cuello, cediendo, sucumbiendo infantilmente ante el dulce veneno de sus labios, que comenzaba a obrar sobre mí. Michael comenzó a acariciar delicadamente mis mejillas, dejando su calor ahí donde habían estado sus manos.

Michael recorría suavemente mis labios, borrando con su delicado contacto mis miedos, mi dolor. Deseé entonces que aquel beso fuera eterno. Deseé que el fuego que quemaba mis labios no se apagara jamás. Deseé por décima vez en los últimos 30 segundos que aquel dulce y adictivo sabor jamás dejara mis labios.

Por un instante, toqué el cielo, escuché el coro de los ángeles. Cada una de mis necesidades se vio colmada entonces, cada uno de mis sueños se vio cumplido y cada objetivo en mi vida se vio desplazado. Me topé de frente con el destino, quien me enseñó que mi combustible, mi nuevo oxígeno se encontraba suspendido en los delicados labios de Michael.

Michael depositó una serie de dulces besos en mi frente y mejillas, para luego separarse de mí y mirarme intensamente. En aquellos ojos se veían reflejadas la inocencia y bondad de un niño, pero también un seductor brillo que en esos momentos me quitó el aliento. La distancia que latía entre nosotros dolía, pero fui incapaz de acortarla, paralizada por la mirada hipnotizante de Michael.

-          ¿No dirás nada? –preguntó después de un rato, frotándose nerviosamente las manos, bajando la mirada, sonrojándose delicadamente frente a mi escrutinio.

¿Qué podría decir? Dijese lo que dijese, nunca sería suficiente. Las palabras serían, simplemente, insuficientes. Serían sencillos adjetivos dados a un sentimiento innombrable, indescriptible, inmenso.

-          Al final, me lleno de valor y me desenmascaro frente a mi más grande enemiga, y… tú decides torturarme con tu silencio –se cruzó de brazos, apartando la mirada, condenándome al martirio de la privación del brillo de sus ojos.
-          ¿Qué quieres que te diga? –espeté, mordiéndome los labios, dejando escapar mi impotencia y desesperación en aquel gesto casi infantil.

Michael calló. Se mantuvo impasible, separado de mí por unos escasos pero infinitos centímetros. El silencio me gritó descaradamente lo que Michael quería escuchar, y lo que yo temía ser incapaz de decir, amordazada de nuevo por el monstruo del pasado, por mi fiel acompañante: el miedo. Aquel enemigo mortal que me había enseñado a mantener mis opiniones encerradas bajo llave. Aquella sombra en mi pasado, aquella mancha en mi presente que me había enseñado a no expresarme ni por error.

Alcé la vista al cielo, derrotada, desesperada, esperando poder encontrar aquellas palabras que tanto ansiaba poder decir. ¡Como si fuera posible! ¡Como si hubiera palabras suficientes para atrapar en ellas la magnitud de mis sentimientos!

-           Te amo, Michael –aventuré a decir, temiendo sonar como la niñita estúpida que era –Súbitamente, te convertiste en el dueño de mis pensamientos. Tus miradas se convirtieron en mi combustible; y tu amor, en mi más grande anhelo.

Al decir aquello, una ardiente lágrima comenzó a rodar por mi mejilla, dejando su peculiar surco sobre mi piel. Me había desenmascarado. Había hecho a un lado aquella mordaza, había dejado caer mis barreras. Sólo esperaba que mi poderoso enemigo tuviera compasión de mí.

 Michael rozó mi rostro con el borde de su dedo esbelto índice, borrando suavemente aquella lágrima, obligándome a mirarle.

-          ¿A qué le temes? –preguntó entonces, mirándome intensamente, escrutando mi expresión con vehemencia.
-          A no ser lo que quieres en realidad –admití, bajando la vista nuevamente, torturándome con la verdad de esa frase –A no ser suficiente… a ser demasiados problemas.

Michael me abrazó con fuerza. Hundí mi cabeza en su cuello, aspirando su embriagante e indescriptible aroma, fundiéndome con él en un abrazo que deseaba hacer interminable.

-          Un problema sería no tenerte más a mi lado. Ése sería un grave problema…

Cuando susurró aquello a mi oído, supe que era verdad. Al oír esas palabras, mis miedos se desvanecieron, expulsados por la melodiosa voz de Michael, que continuaba estrechándome entre sus brazos, haciéndome una peculiar cautiva, una cautiva que no quería escapar. Entre sus brazos, perdí la noción del tiempo y del espacio. Sólo importaba tenerle ahí, latiendo junto a mí, vibrando conmigo.

Aquellos miedos me parecieron entonces infundados, y se ocultaron tras la paralizante euforia que Michael había despertado en mí. Ahora, mi mayor miedo era separarme de él, dejar de verle. Al pensar en ello, un espasmo de dolor me recorrió.

Por un momento, me imaginé separada de él. Sola. Vacía e incompleta. Pensé entonces que era mejor no vivir, a vivir condenada a su olvido, a no poder perderme en el abismo de sus ojos nunca más. En ellos radicaba el sentido de mi vida, en ellos se sumergía todo cuanto ansiaba ver.

“Idiota” pensé “Terminarás quemándote en su fuego”

Michael me tomó de la barbilla y de detuvo a mirarme, interrumpiendo mis ensoñaciones, regresándome bruscamente a mi entonces bella realidad. Ahí, perdida en el brillante infinito de sus ojos marrones, floté hasta desvanecerme, atrapada por la belleza de aquella mirada. Esa era mi prisión, y no quería salir jamás.

Cuando Michael destruyó los mínimos centímetros que nos separaban y juntó sus labios con los míos nuevamente, el aire a mi alrededor se tornó insuficiente, y aquella sensación me desconcertó. Sus labios, suaves y delicados, eran los proveedores del más letal y adictivo veneno, un veneno que bien podía convertirse en mi obsesión.

Michael se puso de pie y se alejó dos pasos de mí, dándome la espalda. Aquella distancia me parecía infinita, y el vacío entre ambos dolía. Me privó de la belleza de su mirada, demostrándome, una vez más, cuánto dependía del brillo de sus ojos, de la belleza de su sonrisa.

Me puse de pie, impulsada por la necesidad de conectar su mirada con la mía nuevamente. El brillo y la infinidad de aquellos ojos marrones me atraparon una vez más. El mágico resplandor que sus pupilas desprendían me inundó. Perdí mi identidad, fundiéndome en el cristalino brillo de sus inmensos ojos. Me sorprendí a mi misma necesitando desesperadamente una mirada más, esperando un movimiento, acechando a mi presa.

Ahí residía el sentido de aquel juego. Michael se movía, yo me movía. Michael me negaba una mirada, yo me desesperaba. Michael me tocaba, y yo moría. Me dí cuenta entonces de que yo no era más que un títere, nada más que una muñequita moldeable entre sus manos. Conmigo podría hacer lo que quisiera, y yo no iba a negarme. Reparé con sorpresa en el hecho de que no importaba si Michael me amaba, me odiaba o tenía miedo de mí… con el simple hecho de no condenarme a la indiferencia me bastaba, con saberme alguien en su vida era más que suficiente.

Encontré aquellos pensamientos enfermizos, dementes. La obra en progreso de una completa lunática. Aquella loca dependencia amenazaba con destruirme, pero poco me importaba.

Le miré una vez más, dejando de ser yo, haciendo a un lado mi coraza, fundiéndome, desvaneciéndome en su infinito. El brillo de sus ojos y el sonido de su risa se convirtieron entonces, oficialmente, en mi obsesión.

-          ¿No más miedos? –preguntó Michael, tendiéndome una mano, ofreciéndome sellar un pacto que esperaba poder cumplir.
-          ¿De qué me servirían? –concluí. Estreché su mano, y él depositó un beso en su dorso.
-          Es oficial. De ahora en adelante dejaremos de ser “tú” y “yo”. Ahora seremos “nosotros” –dijo con una nota de infantil orgullo en la voz.
-     Pero qué cursi eres -bromeé, al tiempo que la brillante sonrisa de Michael me dejaba sin aire de nuevo. 

Michael rodeó mi cintura con ambos brazos, y yo apoyé mi cabeza en su pecho, arrullándome con los latidos de su corazón. De los latidos de ese corazón –estaba segura– dependían los latidos del mío.

-          Te amo, pequeña –dijo antes de depositar un suave beso sobre mi cabello.

Permanecí callada, saboreando el significado de aquella frase, enloqueciéndome con el golpe que aquella oración obró en mí. Dos palabras, cinco letras, una frase pequeña, pero que en esos instantes contenía el sentido de mi vida.

-          ¿Estás lista? –preguntó Michael separándose de mí, mostrándome una de aquellas sonrisas que lograban que mi corazón latiera a mil por hora, una de aquellas sonrisas que me gritaban descaradamente que la perfección sí existía.
-          ¿Para qué? –respondí. Michael entrelazó sus largos y estilizados dedos con los míos, aferrándome a él como si su vida dependiera de ello.
-          Para enfrentar al mundo –susurró a mi oído suavemente, acariciándome con la dulzura de su aroma.

Dí media vuelta, aún sosteniendo la mano de Michael entre la mía, saliendo del Paraíso y regresando lentamente a Tierra.

Dirigí un fugaz y distraído vistazo a la puerta, y lo que ví ocasionó que mi corazón diera un vuelco. Sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro velozmente, y mis piernas comenzaron a flaquear. Un sabor amargo me llenó la boca, y la sensación de miedo, de inferioridad se hizo presente de nuevo, rompiendo mi frágil ilusión en un millón de pedazos. Michael apretó mi mano con más fuerza, y, al levantar la vista hacia su rostro, ví cómo éste se tensaba, cómo se endurecía, anunciándome lo que se avecinaba.

 Ahí, desde el umbral de la puerta, nos miraba con ojos llameantes el primer y –quizá– más temible representante de aquel “mundo” que latía a nuestro alrededor, oponiéndose, amenazando con separarnos.

El primer representante de nuestros opositores se presentó bajo el nombre de…

Joseph Walter Jackson.

martes, 12 de abril de 2011

Capítulo 24

XXIV
Narra Julia.

Una fiesta. Una de mis peores y más ocultas pesadillas representada en vivo y a todo color, desarrollándose descaradamente ante mis ojos. Incapaz de despertar de aquel fatídico sueño, me limité a observar la serie de luminarias que recorrían el patio de Hayvenhurst despreocupadamente. La soltura de aquellas mujeres, que caminaban con gracia sobre sus altos tacones y se recogían con elegancia el vestido al andar capturó totalmente mi atención.

Haciendo mi mayor esfuerzo por imitarlas, caminé hacia Rebbie, que me hacía señas para que me acercara. Cuando llegué hacia ella, comenzó a recorrer rápidamente mi cabello con la delicadeza de sus dedos, arreglando mi sencillo peinado. Junto a ella se encontraba una bella mujer que me miraba con una inmensa sonrisa en el rostro.

-          ¡Oh! Casi lo he olvidado. Julia, te presento a Diana Ross, nuestra más querida amiga. Estaba ansiosa por conocerte.
-          Es todo un placer conocerte, querida –dijo mientras me estrechaba con suavidad la mano –Michael me ha hablado mucho sobre ti -añadió, logrando sonrojarme.
-           El placer es todo mío, Diana. Soy una gran admiradora.

Diana se mostró en extremo amable conmigo, y comenzamos una amena charla. El tema principal era, por supuesto, Michael. Continuamos hablando un rato, pero Diana era una mujer muy solicitada, así que pronto se disculpó y se separó de nosotras.

Sintiéndome completamente fuera de lugar y odiando más que nunca ser el centro de atención, huí. Tomé asiento en una solitaria mesa alejada de la pista, observando desde mi sitio a Rebbie bailar con Nathaniel, su esposo. El amor que inspiraban era casi palpable en el aire y no pude hacer más que suspirar anhelante.

Michael mantenía una amena plática con sus hermanos, quienes se encontraban apartados de la multitud. Lo miré con detenimiento, maravillándome con el brillo de su cabello y la elegancia que desprendía cada uno de sus movimientos…

-          Disculpe, pero creo que una jovencita tan bella como usted no debería estar sola esta noche –escuché que una suave voz con acento inglés me decía, interrumpiendo mi ensueño.

Al girarme, ví frente a mí a un joven alto y delgado, con piel de porcelana, facciones suaves y cabello liso, negro como la noche, que me miraba con sus profundos ojos color avellana.

-          Cenicienta, él es Alexander Keynes, tu Príncipe Azul de esta noche. Le he hablado de tí, y estaba más que ansioso por conocerte –apuntó La Toya, quien mostraba una flamante sonrisa.
-          Mucho gusto, soy Julia. Julia Gonnet –le tendí mi mano, y, en vez de estrecharla, como creí que haría, se la llevó a los labios, depositando un beso en su dorso, consiguiendo ruborizarme.
-          Es todo un placer –me miró, y, por un momento, me encontré anclada a sus ojos, sin poder apartar mi mirada de él, hecho que me aterrorizó.

Sus ojos. Los más inquisitivos ojos que hubiera visto en mi vida. Brillaba en ellos un fuego desconcertante, atrayente y poderoso. Su mirada consiguió encender una alarma en mí, e inmediatamente subí la guardia.

-          ¿La importunaría si le hiciera compañía? –preguntó con una educación casi irritante.
-          No. Y por favor no me hables más de usted. Sólo dime Julia –le sonreí a medias, aún desconfiando de él.
-          De acuerdo, Julia –pronunció mi nombre lentamente, ocasionando que un desconcertante escalofrío me recorriera de pies a cabeza.

Así, Alexander y yo comenzamos una larga y amena plática. Había nacido en Londres, y sido criado ahí hasta hacía 2 años, cuando su familia y él se mudaron a Los Ángeles debido al trabajo de su padre. Su padre era editor de un importante periódico. Su madre había sido bailarina de ballet en su juventud,  y él tenía sueños de convertirse en actor. “Simpático” concluí sobre él.

-          ¿Eres española? –preguntó Alexander, con aquella mirada magnética grabada en los ojos.
-          No, soy mexicana –respondí sonriendo.
-          Pienso que no debo ser la primera persona en preguntarlo. Y bien, ¿a qué se dedican tus padres? -preguntó, dándole a la conversación un giro que quería evitar a toda costa.
-          Mi padre es Profesor de Literatura en una prestigiosa universidad, en México –dije, sintiéndome, por primera vez en mi vida, mínimamente orgullosa de mi padre.
-          Impresionante. ¿Y tu madre?

Aquella pregunta se clavó en mi pecho, hiriéndome profundamente. Cerré los ojos un momento, reprimiendo las lágrimas. El gélido silencio que se creó entre nosotros debió hacerle notar a Alexander su error, ya que rozó mi mano suavemente.

-          Lo siento mucho.

Descubrí con sorpresa que aquel chico londinense lograba que me sintiera cómoda, y la innata galantería que desprendía con cada palabra, era más que atractiva.

-          ¿Me disculpas, Cenicienta? Regreso en un momento –Alexander se levantó y cruzó a paso rápido el patio, atendiendo al llamado de su madre.

La música cambió, y adquirió un ritmo mucho más lento, la pista volvió a llenarse con parejas que se movían graciosamente al compás de la música.

-          Creo que tu “príncipe azul” te ha dejado sola, un grave error. ¿Me concederías esta pieza?  –dijo aquella inconfundible voz aterciopelada de  mis espaldas. Cuando me giré, Michael me tendió la mano con galantería.
-           Encantada, apuesto y valiente caballero. Sería todo un placer –respondí entre risillas ahogadas.

Tomó con delicada firmeza mi mano, y me guió hacia la pista de baile. Con su encanto y su irresistible cortesía, colocó su mano alrededor de mí cintura y me tomó la mano. Yo dejé caer mi mano en su hombro tímidamente, y le miré a los ojos, sintiendo que me perdía una vez más en la laberíntica infinidad de su mirada, y esta vez, no deseaba encontrar la salida. Comenzamos a recorrer lentamente la pista, al compás de la música. Perfecto. ¿No podía quedarse así por siempre? Michael me acercó con suavidad hacia él y recogió delicadamente un rebelde mechón de cabello que había caído sobre mi rostro. Bailábamos libremente, y, por un momento, todo lo ocurrido entre nosotros se desvaneció en el aire. Michael y yo éramos, simplemente, dos desconocidos que compartían una canción.

-          ¿Sabes? Desearía que te quedaras siempre –susurró a mi oído Michael –Pero he aprendido que lo bueno nunca dura lo suficiente.
-          Sólo dura lo necesario.
-          ¿Qué pasa cuando “lo necesario” resulta ser siempre? –preguntó, deteniendo con aquella pregunta el curso del reloj.
-          Te das cuenta de que quizá cometes un error –respondí, sintiendo cómo Michael aumentaba la fuerza con la que sostenía mi mano.
-          El error sería negar tus deseos, tus necesidades –aseguró.
-          A veces, negar nuestros deseos, arriesgando la propia felicidad, garantiza la felicidad y seguridad del ser amado –en cuanto dije aquello, caí en la cuenta de que no creía ni una palabra de aquello. Y quizá era más evidente de lo que me hubiera gustado...
-          He conseguido descifrarte, Julia. Has dejado de ser un misterio para mí –sentenció Michael, desconcertándome.

La verdad de aquellas palabras me golpeó como un bloque de hielo directo al pecho. Los ojos de Michael ardían con un fuego diferente… destructivamente seductor.

-          ¿Me permites? –la voz de Alexander sonó detrás de nosotros, interrumpiendo, y destrozando el momento, reduciéndolo a trizas bajo nuestros pies.

Michael se limitó a dirigirle una mirada asesina, antes de asentir con brusquedad y echar a andar rápidamente, alejándose de nosotros.

-          Me voy un instante y las hienas aparecen –Alexander volvió a tomar mi mano, pero lo único que yo sentía ahora era una furia burbujeante bajo mi piel y unas inmensas ganas de estampar mi puño contra su rostro. Aquello era más de lo que estaba dispuesta a soportar.
-          Disculpa, Alexander. Tengo que irme ya –dí un paso atrás, con la intención de irme. El nudo que se formaba en mi garganta era cada vez más grande, y la furia que sentía amenazaba con salir de un momento a otro... y eso no era bueno.
-          Pasa ya de la media noche, Cenicienta. No rompas el hechizo ahora –me dedicó una media sonrisa que en cualquier otra situación hubiera resultado irresistible, pero que en ese momento sólo aumentaba mi ira.
-          Perdona. Confío en que nos veremos de nuevo.
-          Así  será. Si te invitara a cenar, ¿aceptarías? –preguntó, enarcando suavemente una ceja. Antes de poder responder, Alexander me interrumpió –Perfecto. El viernes, paso por ti a las 9 –me abstuve de decir que quizá para entonces ya no estaría en Los Ángeles.

Lancé un suspiro de frustración y dí la media vuelta, furiosa. ¿Quién se había creído? ¿Quién le había dado la libertad de interrumpir de aquella manera? ¿Acaso aquellos infinitos centímetros nos separarían a Michael y a mí por siempre?

Genial. La única pizca de esperanza a la que me aferraba desesperadamente había muerto tan pronto como apareció. Al poco tiempo, pude ver cómo los invitados comenzaban a abandonar Hayvenhurst poco a poco, entre ellos, afortunadamente, Alexander.

Cansada y confundida, fui a sentarme alrededor de la pequeña fuente en el patio. Cerré los ojos, dejándome llevar por el sonido del agua, que caía a mis espaldas, disipando mis tensiones. Alcé los ojos al cielo, perdiéndome en la infinidad de aquel cielo estrellado.

Miré aquel cielo, sabiéndome una mota de polvo suspendida en aquella infinidad. Insignificante y pequeña… “¿Qué podrías ofrecerle tú?”. Las mordaces palabras de Tatum me golpearon de nuevo, haciéndome notar la verdad que en ellas radicaba. Era cierto: no podría ofrecerle nada. Nada excepto amor. Un amor condenado  a la reprobación, a la mentira, al miedo… Yo me reducía una mota de polvo suspendida en el vasto universo de Michael, en el cual él era el sol. Una pluma volando en medio del poderoso huracán que Michael dejaba a su paso…

-          ¿Sabes? –dijo Michael, al tiempo que se sentaba junto a mí, tomándome por sorpresa y destruyendo mis ensoñaciones bruscamente –Creo que ya ha sido suficiente.
-          ¿Qué… -comencé a decir, pero Michael no me dejó ir muy lejos.
-          No hables –colocó suavemente su dedo índice sobre mis labios –Por favor, déjame hablar. Déjame hablar antes de que me arrepienta –añadió luciendo una de aquellas sonrisas que lograban que mis mejillas se colorearan.

Le miré sorprendida, sintiendo la sangre golpear fuertemente mis sienes. Mi corazón comenzó aquellos rápidos y arrítmicos latidos que sólo respondían ante la presencia de Michael. Comencé a temblar, y bajé la mirada, cediendo ante el certero escrutinio de Michael.

-          He buscado un millón de veces las palabras, he repasado mil veces este momento, cien veces me repetí que sería fácil… pero llegado el momento, todo se vino abajo… Estoy cansado de negar lo que siento, de fingir que podría olvidarte. Me cansé de hacer mis sentimientos a un lado… Ya no puedo hacerlo más.

Michael se detuvo, y mordió su labio inferior en un impotente gesto, buscando desesperadamente las palabras exactas. Lo miré expectante, sintiendo que el sonido de mis veloces latidos podía oírse a millas de distancia. Caí en la cuenta de que, dijese lo que dijese, habría dos posibles desenlaces: o los arrítmicos latidos de mi corazón aumentarían su velocidad a niveles imposibles… o dejaría de latir por siempre.

-          Hace un mes, un ángel oculto tras los ojos tristes de una niña se cruzó súbitamente en mi camino. El destino se empeñó en que la conociera, sólo para hacerme saber que, hiciera lo que hiciera, me vería condenado a depender de sus miradas. Te conocí, y supe entonces que me vería atado a tu recuerdo de por vida. Te diste el lujo de cambiar la estructura de mi mundo, de destruirlo desde los cimientos, y volverlo a construir a tu gusto, siempre a la orden de una mirada, de un gesto… y fui incapaz de detenerte. En cambio, caí rendido ante tu poder, cediendo infantilmente ante el magnetismo de tus ojos… Cuando me dí cuenta de que había comenzado a amarte, en realidad, ya iba a medio camino.   

Y calló, dejando el ambiente lleno de su doloroso y latente silencio. Me miró, y al instante siguiente me tomó suavemente las heladas y temblorosas manos. Luego, como si se tratase de una bomba, soltó:

-          Te amo, Julia. Te amo profunda, apasionada e irrevocablemente.

Esa frase flotó en el ambiente por unos instantes. Aquella frase, que contenía el sentido de mi vida, me golpeó con fuerza, gritándome lo que tanto esperaba escuchar. Michael me miró intensamente, desvaneciendo mis miedos, pero plantando nuevas dudas en mi mente.

-          Creía que –comencé a protestar, sintiendo confusión… y miedo, aquel paralizante miedo que deseaba poder hacer a un lado. En vano, intenté alargar la mínima distancia que nos separaba.
-          Calla, ¿quieres? –dijo, al tiempo que tomaba mi barbilla y se acercaba a mí lentamente. Calló mis protestas de la manera más exquisita jamás creada, acercándose a mí, destruyendo aquellos interminables centímetros que ardían entre nuestros rostros…

Y entonces, mientras las estrellas fungían de testigos, mientras su enervante aliento me golpeaba dulcemente el rostro, y mientras mi roto corazón encontraba el remedio para su mal… Michael me besó.















Chicas:

Me he pasado días enteros escribiendo este capítulo, que, sin duda, ha sido todo un reto.

Publicar este capítulo me pone verdaderamente nerviosa. Tengo miedo de no poder superar sus expectativas... Espero -fervientemente- que este capítulo haya despertado en ustedes las emociones que despertó en mí.

Hoy, más que nunca, les pido una cosa: comenten. Ayúdenme a saber si lo he hecho bien... o si lo hice mal. Sus comentarios son el combustible de esta historia.

Espero haya sido tal como se lo imaginaron...

Mil gracias a mis queridas lectoras. Un beso enorme a todas y cada una.