jueves, 12 de abril de 2012

Capítulo 51 (segunda parte)


Parte II

<<El final>> 

Dicen que ningún atardecer es igual a otro, que jamás se verán dos puestas de sol iguales. En ese preciso instante, al final, decido que es cierto. Desde mi ventana, el frío atardecer del 3 de octubre de 1976, manchado de dolor y llanto, me parece el más hermoso que vi jamás.

-          ¿Lo has leído alguna vez? –le pregunto con apenas un débil susurro. Michael, suspendido a un paso del enorme librero, examina el tomo de María, como si aquel simple gesto le permitiera volver el tiempo atrás.
-          No –responde, volviendo la vista hacia mí, para separarla medio segundo después, dolido, esbozando una exquisita mueca de tristeza.
-          Es nuestra historia –añado, esbozando una sonrisa que sólo yo puedo ver.

La imagen de mi propia letra llenando una carta me asalta, y recuerdo entonces aquella despedida que yace entre las páginas de un libro. Repito esas palabras en mi mente, queriendo comprobar que no las he olvidado, y que aún podría susurrarlas a Michael segundos antes de partir. Sé que no lo haré, pues las lágrimas me robarían las palabras. Sé, de igual forma, que lo único que alcanzaría a murmurar sería aquel perdón que nos duele a ambos, aquella disculpa que quedará colgando del silencio, y que le deberé siempre.

Fijo la vista en las nubes pintadas de naranja, deseando deshacerme de mil y un recuerdos. Clavo mi vista en el lejano horizonte, esperando encontrarme con un milagro colgando ahí. No encuentro nada, así que cubro mi rostro resignado con las sábanas, para que Michael no me vea llorar más.
Cierro los ojos, capturando en mis pestañas un par de lágrimas que he decidido no derramar, temiendo que Michael pueda llegar a presentirlas cayendo por mi rostro. Me muerdo un labio, atrapando un millón de murmullos que arden en mi garganta, y siento los latidos desbocados de mi cansado corazón martillear mis sienes. Temo que Michael los escuche, pues, en medio de aquel silencio, son sus respiraciones lo único capaz de romper la barrera del sonido entre nosotros.

A lo lejos, como si me encontrarla al otro lado de un túnel, escucho cómo Michael tararea una canción; sus suaves notas rompen el silencio como diminutos granos de arena al estrellarse contra el suelo de mármol. La reconozco de inmediato. Fue una de tantas que cantaba en aquella isla. Sus palabras llegan de nuevo hasta mí, y descubro el llanto escondido tras la voz firme de Michael.

Me llevo las manos a los oídos, dispuesta a enterrar aquella canción de nuevo entre mis polvorientos recuerdos. Al poco rato, cansado de luchar contra el llanto, Michael calla.

Pasa el tiempo, y, a través de las sábanas, soy testigo de cómo el sol desciende por el cielo; siento cómo mis propias lágrimas, aún a mi pesar, descienden por mi rostro, dejando marcas que arderán ahí eternamente.

A pesar del ruido de mis sollozos ahogando mis pensamientos, escucho cómo Michael se acurruca en aquel sofá que ya ha memorizado la forma de su cuerpo. Se gira una y otra vez, intentando, al igual que yo, ahuyentar a aquella bandada de recuerdos que amenazan con destruirnos; sin embargo, ya somos prisioneros de nuestros propios fantasmas, que nos acechan eternamente.

Siento cómo, lentamente, el letargo comienza a hacer estragos en mí, cómo las huellas del cansancio se abren paso desde mi pecho. Me obligo a no dormir, temerosa de mis propios sueños, pero al sentir unas enormes ganas de cerrar los ojos sé que algo anda mal. Lo comprendo de inmediato y un miedo enloquecedor se cierne sobre mí…

Recuerdo que alguna vez escuché a alguien decir que uno sabe cuando llega el momento. Y ya ha llegado. Ella está aquí. Puedo sentirla…

Un paralizante frío se extiende por mi cuerpo, apoderándose a cada segundo de los últimos jirones de mi voluntad, como la innegable certeza de que mis latidos están contados, de que ya no tengo tiempo. Sin embargo, no siento miedo. En realidad, ya no siento nada. Sólo esta paz de saber que yo me voy, pero él se queda, y que no será él quien romperá aquella promesa de la que ambos vivíamos.  

Miro a un lado; después de todo, Michael sigue aquí. Dormita acurrucado en el sofá junto a mi cama. Miro su calmada expresión, y de inmediato comprendo que no lo necesito, pues cada centímetro de su rostro está grabado para siempre en mi memoria.

-          ¿Michael? –murmullo, con la garganta destrozada. Al final, ya me he resignado a no poder obtener más que este susurro febril, derrotado. No responde. Por un momento, temo que no me escuche.

Me detengo un segundo en su rostro. Bajo sus ojos se han pintado unas profundas marcas violeta, luce más cansado que nunca. Me parece incluso que aquellas marcas, producto del paso del tiempo, se han materializado sólo ahora. Al final, suspiro, frustrada, sintiendo cómo la vida se me va con cada respirar. Entiendo que estos son mis últimos momentos.

-          ¿Sí? –responde al fin, abriendo los ojos y hablando con apenas un hilillo de voz. Se acerca, con el rostro crispado en una mueca de dolor, y me toma suavemente de la mano.

Lo miro y dejo caer una lágrima, muy a mi pesar. Recuerdo lo que parece cada instante vivido a su lado, lo que, al final, no es más que mi vida entera. Recuerdo su sonrisa, y mi corazón se detiene al entender que no la veré más. Justo en este momento, comprendo cuánto lo amo, y que nunca habría podido decirle lo mucho que lo necesito, lo mucho que me hará falta. Se me corta la respiración y no consigo ahogar un sollozo al desear tener el tiempo para gritarle que lo único que me queda es este miedo de que llegue a olvidarme.

-          ¿Recuerdas el día en que nos conocimos? –pregunto, con un nudo en la garganta, al tiempo que uso mis últimas fuerzas para no llorar, pues Michael adivinaría el miedo en aquellas lágrimas.
-          Por supuesto –responde, esbozando una falsa sonrisa tintada de tristeza. Con suavidad, acomoda un mechón de cabello que ha caído sobre mi frente helada –Tenías sólo 15 años y me mirabas como si quisieras saberlo todo de mí. La primera vez que te vi, llorabas mientras leías el final de “María”.

Sonrío a duras penas. Busco desesperadamente un refugio, un lugar para huir de su mirada, pues presiento que, bajo su escrutinio, terminaré por confesárselo todo en silencio. Miro al estante, el libro sigue ahí, empolvado y amarillento. Entre sus páginas permanece oculta aquella nota, aquella despedida que yo no puedo pronunciar.

-          ¿Leerías un poco para mí? –suplico, al tiempo que miro al techo, pidiendo su perdón en silencio. Espero que me perdone por no haber podido susurrarle un simple “Adiós; te amo”.

Michael camina hacia el estante. A pesar de llevar sobre sus hombros una eternidad en vela, no ha perdido aquella forma de caminar que siempre envidié.

Ahora, puedo sentir cómo, lentamente, desaparezco. Mi corazón late muy lento ahora, aun negándose a dejar de hacerlo.

Cierro los ojos, suspirando de nuevo, sintiendo cómo este momento se me escapa de las manos a cada instante, a cada segundo. Este es el final. Aquí termina todo, y este es el momento que me llevaré conmigo, grabado con fuego en mi inconsciente, por toda la eternidad.

Me parece imposible recordar cada sonrisa, cada instante en que fui feliz. Lo fui siempre, supongo. Siempre a su lado. Recuerdo cómo siempre deseé tener más tiempo a su lado. Ahora, ya no quiero más, ya no quiero seguir colgando de cara a este abismo. Quiero caer ahora.

Comprendo ahora cuánto duele amar a alguien, cuanto dolerá el no verlo nunca más.

Cierro los ojos, sabiendo que no volveré a abrirlos, y resignándome ante tan fatídica idea. En mi mente, retrocedo en el tiempo. Evoco aquellos días en los que sólo éramos él y yo. Recuerdo las olas chocando contra la costa de aquella isla, y casi puedo sentir la salada brisa revolotear entre mis cabellos.

Escucho los pasos de Michael dirigirse hacia mí, y detenerse a un par de centímetros de la cama. Y luego, no oigo nada más…

Abro los ojos y veo el inmenso mar expandirse infinitamente frente a mí. Siento la arena bajo mis pies descalzos, el viento juguetear a mí alrededor y el sol chocar de lleno contra mi rostro. Me siento en paz, me siento a salvo. A salvo de todo, de todos. 

Sin embargo, falta algo. A pesar de todo, no estoy completa. Intento desesperadamente recordar. Un rostro asoma a mis pensamientos, pero, a pesar de mis intentos, no consigo recordar su nombre, aunque la belleza de sus ojos marrones me abruma.  

De pronto, una intensa luz suplanta al sol en el cielo, una luz que parece salir de la nada y, al mismo tiempo, abarcarlo todo. Es blanca, y, a pesar de ello, cálida. Justo en ese momento, lo comprendo. Esto es todo. El nombre de aquel muchacho me golpea como la única cosa que vale la pena recordar.

<<Michael>>, le llamo, sabiendo que no responderá.

Repito su nombre, una y otra vez en mi mente. Evoco su recuerdo por un instante que me parece infinito. Me desgarro la garganta al pedirle perdón un millón de veces. Antes siquiera de comprenderlo, descubro lágrimas en mi rostro. Ya no hay tiempo.

Mientras aquella luz se apodera de mí y de todo, lo entiendo: ya no hay tiempo.

Ya no hay tiempo de huir, ni de mirar atrás.

Ya no hay tiempo ni de murmurar un: “Te amo con mi vida. Te amaré por siempre”, aunque él ya lo sepa.

Desaparezco, con su rostro en la mente y su nombre entre los labios.

Michael… te amo.




















***

Un millón de años después, durante una tarde de lluvia otoñal, me sorprendí perdido justo en medio del cementerio, mirando al nublado horizonte entre un laberinto interminable de cruces, tumbas y mausoleos imposibles, un bosque plagado de lápidas que me mostraban rostros vacíos y personas sin vida en las que Julia acababa de convertirse. En el aire se respiraba un inconfundible olor a muerte y dolor que amenazaba con acabar con mi cordura. Metros más allá, bajo la lluvia, las siluetas de una docena de alargados y difusos fantasmas vestidos de negro me herían con sus murmullos y lamentos lanzados a un cielo que no respondía más que con un relámpago ocasional, como si también él llorara por Julia.

La mano de una muchacha sin rostro ni voz sostenía la mía con demasiada fuerza, como si supiera que yo no era capaz de acallar mis propias lágrimas. Murmuraba algo que yo no alcanzaba a escuchar, a pesar de la corta distancia. Las despedidas suaves, aunque huecas por el dolor, de una mujer mayor caían como la lluvia misma sobre aquella infinita fosa de mármol en la que tres enterradores empujaban un pequeño ataúd manchado de lluvia, soledad y llanto.

El aguacero resbalaba por mi rostro, ocultando mis lágrimas de furia y miedo, y, en medio del silencio yo creía escuchar la débil voz de aquel ángel llamarme, suplicarme que la liberase de su eterna condena de soledad y olvido. Yo sólo atinaba a temblar, mientras intentaba inútilmente pronunciar su nombre a pesar de todas aquellas lágrimas que me apresaban la garganta.

Hundí una mano en mi bolsillo, y encontré aquella arrugada nota que Julia me había dejado. Pasé un par de dedos sobre ella, sabiendo que había memorizado cada “Perdón” y que me había tatuado cada “te amo” en la mente…

De aquella tarde sólo recuerdo las sombras de los árboles y aquel olor a tierra fresca bañada de lluvia que lo impregnaba todo de muerte y vacío, ese olor que llevaría en mi mente hasta el final de los días.

Decidí que no quería  volver. No quería tener que enfrentarme a su fantasma merodeando sin permiso por mi habitación, ni a su aroma flotando en el aire, ni a su voz resonando en cada rincón de la casa; no quería volver, pues sabía que al mirarme en el espejo, la visión de su rostro reflejado en mis pupilas acabaría conmigo.      

Di media vuelta, y Tatum no soltó mi mano. Caminamos en silencio bajo la lluvia, entre tumbas y cruces condenadas al olvido. Un relámpago cruzó el cielo de la tarde, y justo en ese momento, por azar, volví la vista y la encontré a ella.

Estaba allí, suspendida junto a una lápida sin nombre. Me miraba como antes, como siempre. Sonreía ligeramente, como si deseara que yo lo hiciera también. Vestía el vestido marfil que llevaba el día que la conocí. Repentinamente, sin aviso, dio la vuelta y echó a andar hasta perderse entre la muchedumbre congregada alrededor de su propia tumba.

Bajé la vista, y descubrí que Tatum me miraba y que lo único que veía en mis ojos era el reflejo de Julia. La llevé de la mano, deseando llegar hasta el horizonte. El sol se ocultaba ya, y lo único que quería encontrar al llegar al atardecer era a ella.

Me giré de nuevo, pero Julia ya no estaba ahí. La encontraría ahí, donde Dios extiende los dedos para pintar el atardecer. 

martes, 3 de abril de 2012

Capítulo 51 (primera parte)


LI
(Parte I)


Narra Julia…

Dicen que la vida no es más que una enorme sucesión de accidentes. Dicen que la muerte no es sino el accidente más grande de todos…

Recostada en aquella fría cama que parecía extenderse hasta el infinito como un mar congelado, miraba al techo, intentando desesperadamente deshacer el nudo en mi garganta. Un puñado de lágrimas me nublaba la vista, y el dolor se abría paso por mi pecho, desgarrando y destruyendo los últimos restos de fuerza que me quedaban.

Michael me miraba desde la puerta. Así, cruzado de brazos y apenas capaz de sostener la mirada, me parecía más vulnerable que nunca.

Cuánto deseé entonces salir corriendo y perderme en sus brazos, sintiendo sus manos recorrer suavemente mi rostro y su voz murmurar palabras de aliento en las que ninguno creía ya. Cuánto deseé poder decirle todo aquello que no podría pronunciar jamás, todo aquello que siempre supe, pero que él jamás adivinó.

Muy a mi pesar, dejé escapar un par de sollozos. Sin haberme deshecho de aquel nudo en mi garganta, alcancé a murmurar su nombre.

-   Aquí estoy –murmuró Michael. En su rostro se esbozaba la más pura preocupación –Aquí estoy –se arrodilló junto a la cama, y tomó una de mis manos entre las suyas.

A través del millón de lágrimas que derramaban mis ojos, pude vislumbrar su rostro. Su ceño fruncido en un exquisito gesto de temor, sus pupilas dilatadas y sus labios tensos me resultaron perfectos una vez más.

Recordé entonces el momento en que le miré a los ojos por primera vez, cuando, temeroso, Michael me miraba desde la sombra de una palmera. Lentamente, sus labios se tensaron en una inmensa sonrisa, y supe, desde ese preciso instante, que terminaría cayendo en ese abismo que se abría a través de sus ojos. “Amor”

Ahora, Michael me miraba a mí, esperando anhelante a que le dedicara aquella sonrisa que ya había olvidado cómo esbozar.

Me encontré reflejada en sus ojos, y no pude reprimir un gemido de terror. Hasta entonces, había sido inconsciente del paso del tiempo. Me parecía llevar una eternidad atada a aquella cama, aunque no lograba recordar por qué. Negué efusivamente con la cabeza, negándome a creer que el roto reflejo que encontré en ojos de Michael  no era más que yo misma.

Me puse en pie, y más rápidamente de lo que ambos pudiésemos haber pensado, llegué hasta el espejo, en un arranque de imperiosa necesidad por confirmar los hechos. La sombra en el espejo me devolvió el gesto incrédulo que le dediqué, y, lentamente, las lágrimas comenzaron a aflorar de sus ojos oscuros.

Desde el espejo me miraba una Julia de 15 años, con la esperanza rota brillando en los ojos. Mis ojos marrones, que se movían de un lado a otro, nerviosos, me recordaron a un cervatillo. Un cervatillo asustado, resignado.

-          ¿Qué me ha pasado? –susurré, aterrada, mientras pasaba un dedo por el frío espejo, esperando así que mi reflejo se borrara.

Michael me dirigió un gesto incrédulo a través del espejo. Frunció el ceño delicadamente, y me miró con una mezcla de lástima y el más puro dolor en los ojos.  Sin embargo, no respondió. Sus respiraciones llenaban el aire, que me parecía denso, irreal. Incapaz de sostenerme la mirada, Michael intentaba sonreír, a sabiendas de que lo único que lograba conseguir era esbozar una mueca vacía.

Justo en el momento en que, a pesar del letargo que me embargaba, comenzaba a acercarme a él para perderme una vez más en su abrazo, la puerta se abrió con un rechinido. Michael no separó sus ojos de mí, y, por tanto, no fue testigo de cómo Alexander entraba en la habitación, cargando el peso del mundo sobre los hombros.

-          Hola –murmuró a Michael, quien se limitó a ladear la cabeza –Hola –repitió, esta vez a Janet. Con una punzada de culpa descubrí que me había olvidado totalmente de ella.

Se detuvo a tres pasos de nosotros, llevándose una mano al mentón, pensativo. Sopesaba seriamente la opción de permanecer eternamente en silencio.

-      ¿Cómo está? –preguntó a Michael, casi ignorando el hecho de que yo también estaba allí… o sabiendo de antemano que le daría una respuesta incorrecta.

De cualquier forma, no recibió respuesta alguna. Nadie ahí parecía dispuesto a dejar escapar un suspiro.

-          Estoy bien –murmuré al fin, pero el tono de mi voz no dejaba lugar a dudas. Aquel susurro roto no convencía a nadie.

Y, naturalmente, no lo estaba. Levanté el mentón, arrogante, y aquel mínimo gesto me destruyó. Bajo mis pies, el suelo comenzó a abrirse, y antes incluso de ser consciente de que caía, los brazos de Alexander ya me sostenían, justo a tiempo para evitar que cayese de bruces contra la fría moqueta. Michael sólo miraba, inmóvil. Janet dejó escapar un gritito ahogado, y segundos después, comenzaba a llorar, aterrada. En su afán de escapar, arrojó mi viejo diario al piso, rompiendo en mil pedazos el denso silencio que amenazaba con caer sobre nosotros. Un instante después, demasiado rápido como para seguirla con la mirada, se escurría por la puerta.

Tanto Alexander como Michael mantenían la vista clavada en aquel cuadernillo amarillento, como si ambos creyesen que ocupaba un lugar que no le correspondía.

-          Janet escribe por mí. Yo ya no puedo –expliqué, ganándome así una mirada confundida de aquel par de hombres derrotados. Intenté parecer indiferente ante el hecho de no tener fuerzas para sostener un lápiz, pero mi voz se quebró al terminar la oración –Le dicto, y ella lo plasma todo ahí –y, entonces, por primera vez en un millón de años, sonreí –A veces me mira, confundida, y yo me doy cuenta de que he estado hablando en español.

Michael se adelantó dos pasos, y recogió el diario del suelo, donde ha quedado abierto, invitando al mundo a asomarse entre sus páginas. Intenté detenerlo, pero el temblor en mis rodillas me impedía dar un paso. Me rendí entonces, y me desplomé en el sofá junto a mi cama. Michael comenzó a hojearlo, y, pareciendo haber encontrado algo interesante, se detuvo a leer. A juzgar por su gesto de dolor, más que interesante, aquello era realmente doloroso. Lo cerró de golpe y lo abandonó en la mesita de noche.

-         Necesitaba dejártelo todo ahí –susurré, mirando las diminutas motitas de polvo sobre la superficie de la mesa –Necesitaba saber que no lo olvidarás nunca.

Michael levantó la vista del mar de sábanas que cubrían la cama y me miró. En su mirada descubrí que, al igual que yo, luchaba por deshacer el nudo que aprisionaba su garganta. Comencé a buscar desesperadamente algún refugio, pues sabía que, de continuar mirándole a los ojos, Michael descubriría el miedo escapándoseme en forma de lágrimas. Miré a Alexander, a quien parecía aquejar un terrible dolor con el simple hecho de estar parado ahí. Con una precisión cronométrica, me dirigía una mirada derrotada cada cinco segundos.

-      Casi lo olvido –murmuró, para después tenderme una pequeña bolsita de papel –Te traje esto.

Con manos trémulas, tome la bolsita, y en su interior encontré un par de rosquillas, como las que, un año atrás, me ofrecía por mi cumpleaños. Dios, tuve que morderme un labio para no llorar.

-         Gracias –alcancé a decir, esbozando la sonrisa más convincente que pude conseguir.

Alexander me dedicó una sombra de sonrisa, y, después de murmurar algo acerca de La Toya, abandonó la habitación.

Michael me miraba, interrogante, y después de enormes esfuerzo, alcancé a negar con la cabeza, dándole a entender que el significado de aquel par de donas glaseadas estaba oculto para él. En realidad, yo misma casi lo había olvidado.

Cerré los ojos un instante, apoyando la cabeza sobre una mano. En aquel silencio se hubiera podido escuchar la caída de un alfiler. Temí entonces que Michael pudiera escuchar mis pensamientos.

Suspiré, sabiendo que estaba dejando escapar una buena cantidad de oxígeno, y cayendo de pronto en la cuenta de que suspiros como aquel estaban destinados a terminarse.

-        ¿Lo escribiste todo, entonces? –preguntó Michael, con la vista puesta en aquel cuadernillo –¿Por qué?
-   No lo sé –admití– Quizá quería asegurarme de que no me olvides tan fácilmente. Quería que recordaras. Quería recordar…

No pude continuar. La voz se me quebró como cristal. Entonces, como la más estúpida de las niñas, me eché a llorar.

No sentí los brazos de Michael rodearme hasta mucho después, quizá porque también él lloraba. Supe, desde el momento en que rodeó mi trémulo cuerpo, que aquel abrazo era diferente a cualquier otro…

Comprendí entonces que aquel era el último. No sé si fue el temblor en las manos de Michael, o las lágrimas resbalando por las mejillas de ambos; no sé si fue la fuerza con la que me sostenía entre sus brazos, o la velocidad de sus respiraciones, pero lo cierto es que, en el preciso instante en que Michael me miró a los ojos, supe que aquel abrazo no se repetiría jamás.

Michael lo sabía también, él veía, aterrado, cómo la vida se escapaba por mis pupilas, cómo la esperanza me había dejado abandonada. Él lo sabía, y la certeza reflejada en sus ojos se dejó caer con toda su demoledora fuerza sobre mí.

Me separé de él, creyendo estúpidamente que la distancia aliviaría mi dolor. Me recosté en la cama, y me perdí en aquel mar de sábanas blancas que constituían mi mundo ahora. Me propuse no dormir, esperar a la muerte despierta, para así poder mirarla cara a cara y pedirle un poco más de tiempo. Sin embargo, al poco tiempo mis párpados ya se cerraban, evitando así que mis últimas lágrimas escaparan de mis ojos.



***

Esa tarde me senté a velar su sueño, a escuchar cómo sus respiraciones se debilitaban, a rogarle al tiempo que nos concediera un par de días más.

Cuando estuve seguro de que Julia dormía profundamente, tomé su pequeño diario y lo examiné. Su caligrafía redondeada había llenado poco más de la mitad de aquellas páginas, haciéndose cada vez más irregular, hasta que, de pronto, en el preciso instante en que sostener un lápiz se convirtió en un imposible, su letra cambió por la de Janet.

La primera página llevaba fecha del 09 de Junio de 1975. No pude evitar volver el reloj atrás e imaginármela ahí, ajena a la realidad que la rodeaba, brillando como un ángel de luz. La última página narraba lo ocurrido la tarde anterior. Lo había escrito todo ahí. A diferencia de mí, ella probablemente recordaba cada segundo, cada instante en que ambos fuimos felices. Para mí, tenerla a mi lado era tan natural como respirar. Ahora, tendría que averiguar cómo seguir viviendo sin ella.  

Me obligué a seguir leyendo hasta que las lágrimas nublaron mi vista, y letras frente a mí se volvieron sombras ininteligibles. Entonces, incapaz de hacer cualquier otra cosa, levanté la vista al cielo y comencé a murmurar súplicas que, quizá, nunca llegarían a oídos de nadie. Me deshacía en ruegos, y me destrocé la garganta intentando contener todos aquellos lamentos que, me propuse, no soltaría jamás.

Horas después, cuando la luz de la luna comenzaba a filtrarse por la ventana, sucumbí al cansancio. Cerré los ojos, apretando fuertemente aquel diario entre mis manos. Lo último que vi aquella noche fue a Julia, más pequeña y vulnerable que nunca. Supe que, a pesar de todo, yo me veía igual.

<<Adiós>>, murmuré entre sueños, y tuve que preguntarme si aquello era cierto…

jueves, 15 de marzo de 2012

Capítulo 50


L

Narra Michael.

Ya había luz en el gran salón cuando crucé el pasillo, que cada día me parecía más largo, más gris. Pensé que quizá Katherine, fiel a su costumbre diaria, echaba un vistazo a las fotografías familiares que colgaban de la pared, como si fuesen espejismos de otra vida. Me detuve en seco cuando encontré la diminuta silueta de Julia de pie junto al ventanal, recortada contra la ambarina luz del de la mañana.

Miraba el amanecer, las plumas de una aurora que, lentamente, comenzaba a marcar sus huellas en el cielo. Mantenía la mirada perdida en los haces de luz violeta que destilaban las nubes, y de sus labios brotaba un suave murmullo, que pretendía ser una canción.

Interrumpió de pronto su canto, y me miró. Esbozó una sonrisa cansada, apenas un amago de lo que solía ser antes.

-          Deberías estar dormido –me reprendió suavemente.
-          Sí. Y también –repliqué.

Sonrió de nuevo, con timidez y miedo, aunque más ampliamente esta vez; se acercó titubeante a mí, acortando con tres pasos la dolorosa distancia entre nosotros. Se detuvo a un par de centímetros de mí, como si temiese acercarse más. La expresión es su rostro anunciaba a gritos que no planeaba hacerlo.

La miré a los ojos, y de inmediato retiré la vista, aterrado: descubrí que la vida se le escapaba a chorros por las pupilas.

-    ¿Me odias? –preguntó, mordiéndose el labio. Me limité a observarla, sin atreverme a hacer cualquier otra cosa. Esperaba mi respuesta. Comprendí sin sorpresa que no planeaba culparme si contestaba que sí.

Lo cierto es que jamás podría. Aquella, simplemente, era la idea más ridícula que jamás hubiera concebido. De hecho, aquello hubiera hecho las cosas más fáciles. De un modo asquerosamente egoísta, pensé que aquello hubiera sido lo mejor.

Sin embargo, me limité a fruncir el ceño, y, tan suavemente como si no quisiera hacerlo en realidad, acuné su rostro entre mis manos. El marrón de sus ojos me absorbió, llevándome a ese lugar donde me olvidaba de todo, donde perdía mi identidad una y otra vez.

-      Ojalá pudiera. Eso implicaría tener opciones… –susurré, aspirando al mismo tiempo su perfume. Me aferré a ella, dispuesto a fundirme en la calidez de su cuerpo. La rodeé con ambos brazos, seguro de que quería perderme entre los suyos, y no salir jamás. –Puedo odiar la decisión que has tomado, puedo maldecir un millón de veces a tu carácter obstinado, podría encontrar, sin esfuerzo alguno, una docena de motivos para culparte por acabar conmigo de esta forma… Y, sin embargo, no puedo hacer más que quererte de este modo.  

Y fue como volver a respirar. Suavemente, Julia plantó un dulce beso sobre mi mejilla. Cubrió mi rostro de besos, y al final, después de asegurarse de haber borrado cada pizca de mi fuerza de voluntad, me besó en los labios.

Un único beso, tierno y rápido, pero que bastó para que, en mi interior, comenzara a gritar en silencio un millón de súplicas al tiempo, para que se fuera, para que regresara un par de vidas después.

-          Prometo que… -comencé a decir, pero casi inmediatamente, Julia posó un dedo sobre mis labios, sellándolos. Me miró, terminante.
-          No. –dijo, más como una amenaza que como una simple sugerencia –Ya lo has prometido antes, y para mí es suficiente saber que no serás tú quien rompa esa promesa.

Bajé la mirada y asentí. Me separé mínimamente de ella, y Julia volvió a dirigir la vista hacia el amanecer. Lentamente, el gran salón comenzaba a llenarse de aquella luz rojiza que parecía contener un millón de sueños en ella. Pareció perderse allí, pues sus ojos permanecían clavados en el jardín, escrutando la luz y el rocío como si guardasen un enorme secreto.

-          ¿Michael? ¿Recuerdas cómo era el amanecer allá, en nuestra isla? –preguntó. Sus palabras rompieron el silencio tan suavemente que apenas pude escucharlas.

Asentí. Lo recordaba perfectamente.

-        Por supuesto –respondí, sin poder evitar esbozar una sonrisa –Era como ver el amanecer en el Paraíso.

Julia sonrió y me miró, en sus ojos brillaba esa chispa alegre que no veía desde mucho tiempo atrás.

-          ¿Te soy sincera? –dijo, acto seguido, se puso en puntillas y me susurró al oído –A veces, sólo a veces, quisiera regresar.
-        Puedes hacerlo siempre que quieras –dije, apretando suavemente su mano –Lo único que necesitas es desearlo realmente. Con un poco de imaginación puedes llegar a donde quieras. La imaginación es una de las fuerzas más poderosas que existen... Casi tanto como el amor.

Julia hizo un divertido mohín, como si desechara desde el principio la posibilidad. Me encogí de hombros, dedicando una total indiferencia a su gesto incrédulo, y añadí:

-          Puedo probarlo.

Entonces, la llevé de la mano al jardín, que ya lucía completamente iluminado. Caminamos entre rayos de luz y gotas de rocío, y llegamos hasta la sombra de aquel enorme jacarandá que había guardado nuestros secretos, que había presenciado mil promesas y visto más de cien besos.

-      Cierra los ojos –ordené –No los abras hasta que yo te lo diga –Y así lo hizo –Ahora escucha con atención… ¿Qué oyes?
-        A los pájaros cantar, el agua cayendo en la fuente, el ruido de algunos autos más allá y un poco de ajetreo en la cocina.
-          Imagina más. Pon atención.

Julia, sentada frente a mí con las piernas cruzadas me pareció entonces la persona más frágil y vulnerable en el planeta. La miré, sin temor esta vez. Escruté su rostro con obsesión médica, en una desesperada búsqueda de un avance, de una esperanza que parecía haber desaparecido.

-     ¿Lo escuchas ya? ¿Escuchas eso? –pregunté, en un intento por ganar tiempo. Julia asintió, fascinada. Sonreí. Ya estaba ahí. Ya había llegado a Nunca Jamás. –Ahora, ¿qué sientes?

Frunció delicadamente el ceño, sopesando las posibilidades y descartando opciones.

Miré aquellas sombras bajo sus largas pestañas, miré sus párpados enrojecidos por la falta de sueño. Me detuve un momento analizando su expresión que, a pesar de sus intentos, develaba que sufría. Sus pómulos resaltaban en su rostro más que nunca y parecía que bajo su piel sólo había huesos. Sus labios eran los únicos que parecían conservar aún la vida. Sobresalían en su rostro como dos gotitas de sangre sobre nieve.

Julia entreabrió los labios, y comprendí entonces que estaba por responder a mi pregunta.

-          Siento la arena tibia bajo mis pies, el sol cayendo a plomo sobre mí, y un fresco viento con sabor a sal…
-          Abre los ojos –susurré.

Así lo hizo, y, por un momento, se vio cegada por la brillante luz de la mañana. Dos segundos después, la sonrisa en su rostro comenzaba a ampliarse, al igual que la mía.

Sólo había un instante, pero estaba seguro de haberla llevado a Nunca Jamás. Sonreía como solía hacerlo un millón de días atrás.

Poco a poco, sus alegres ojos color caramelo comenzaron a abarcarlo todo, y fue realmente difícil encontrar una excusa para romper aquel silencio que, por mí, hubiese podido durar eternamente.

-       ¿Lo has visto? –pregunté. Ella exhibía una radiante sonrisa capaz de iluminar Los Ángeles en su totalidad –Julia, ¿pudiste verlo? –pregunté de nuevo, como si yo mismo acabase de regresar de aquel sueño.
-      Sí –murmuró, si dejar de sonreír –Era Nunca Jamás.

Y siguió sonriendo, regalándole un par de sonrisas a la nada, sin reparar en que también yo sonreía, y en que mi corazón latía rápidamente, impulsado por una alegría que, al parecer, antes me había abandonado y que no creía recuperar.

Incapaz de refrenarme y apenas consciente de lo que hacía, alargué el cuello y  la besé en los labios.

Puede que aquel beso durase sólo unos segundos, sólo un mínimo instante, pero, sin lugar a dudas, eran los segundos más preciosos de mi existencia. La besé, a sabiendas de que, momentos como aquellos estaban destinados a terminarse.

Y ella me besó, tan suavemente como siempre solía hacerlo, como si temiese que, bajo el roce de sus manos, yo fuera a romperme, como si temiese desvanecerse ella misma en aquel momento.

Pronto, se hizo difícil saber dónde estaba. Pronto había olvidado incluso quién era yo. Me vi arrastrado a aquel torbellino que Julia había desatado meses atrás, cuando descubrí el millón de secretos que se ocultaban tras un solo beso.

Me separé de ella, y la miré a los ojos, queriendo confesarle todo aquello que no había tenido tiempo de decirle, pero me detuve, sabiendo que, probablemente, nunca tendría el valor y que, quizá, ella nunca llegaría a entenderlo.

Justo en aquel momento, la sonrisa se borró de su rostro, como si algo se hubiese roto en su interior. Se llevó una mano a la cabeza y frunció el ceño, paralizándome. Sólo fui capaz de ver cómo su rostro se transformaba en una mueca de dolor, cómo sus labios luchaban por mantenerse en silencio. Sus ojos se llenaron de ardientes lágrimas que, a pesar de sus vanos intentos, no pudo reprimir.

La rodeé con ambos brazos, completamente incapaz de hacer cualquier otra cosa. Julia murmuraba palabras ininteligibles, al tiempo que se aferraba a mi camisa, como una niña pequeña que busca apoyo después de un día difícil. Algunas escurridizas lágrimas resbalaron de sus mejillas, para caer sobre mis manos, que acunaban su rostro, en un desesperado intento de borrar aquellas lágrimas, de hacer mío aquel dolor.

-     Es como si un millón de personas me gritasen al oído, como si mil agujas se enterraran en mi frente… –dijo, en un roto susurro casi inaudible.

Levantó la vista, y me miró, con los ojos aún empañados de lágrimas, y la mirada viajando cada vez más rápidamente hacia la inconsciencia.

-     Me estoy muriendo, Michael –susurró. Y bajó la vista de nuevo, como si, de repente, mirarme a los ojos le causara un dolor insoportable. Sin atreverse a mirarme, se recostó contra mí.

Así, acurrucado junto a ella como estaba, escuchando su respiración, cada vez más lenta, vi la palidez en su rostro y cómo sus ojos se cerraban lentamente. Julia se quedó dormida ahí, junto a mí.

Y la miré de nuevo, parecía ser una borrosa imagen que emergía de entre un millón de recuerdos que nadie quería conjurar y cosas que ambos habíamos decidido pasar por alto durante aquel tiempo.

Cerré los ojos un par de segundos, sabiendo que todo aquello no era más que una innecesaria tortura, mientras lanzaba una silenciosa súplica al tiempo, creyendo que, si le rogaba lo suficiente, lo convencería de que pasara de largo, de que volviera otro día...

Me incliné para besarla en la frente, deseando desesperadamente protegerle así de aquellos hilos invisibles que se rompían poco a poco,  alejándola de mí y de mis  propios recuerdos. La miré a la cara, sin mirarla sólo a ella, sino buscándome a mí mismo en su rostro, intentando averiguar cómo seguir respirando sin ella. Sin embargo, sobre el brillo pálido de su piel mortecina sólo estaban aquellas marcas que había decidido ignorar hasta aquel momento.

¿Qué había pasado con nosotros? ¿A dónde se había ido aquella niña que solía sonreír, mientras yo me quedaba prendado de su risa y del brillo de sus ojos?

Ya no había sonrisas, ni brillo alguno. Sólo quedaban recuerdos de aquella jovencita que se reía, tímida, cada vez que descubría mis ojos escrutando indiscretamente su rostro. Sólo me quedaban aquellos recuerdos, y la certeza de que todo aquello se quedaría sólo en recuerdos y nada más.

-          Me estoy muriendo, Michael…

Sólo entonces descubrí cuán cierto era aquello. Se estaba muriendo. La vida se le fugaba a chorros por la mirada, y la felicidad la había abandonado tiempo atrás.

Había adelgazado, tanto que sus delgados brazos caían inertes a sus costados, como dos frágiles barras de cristal, su fino cuello apenas parecía capaz de resistir el roce del viento, sus huesos sobresalían como si fuesen lo único que se encontraba bajo aquella piel pálida y cubierta de hematomas.

Sus pómulos resaltaban en su rostro, como reflejos de la debilidad y el desinterés que se habían apoderado de Julia. Sus párpados parecían permanentemente enrojecidos, su cuerpo había terminado por consumirse a sí mismo entre la medicación y la certeza de que aquel daño era irreparable, de que ambos caíamos de cara al abismo.

Julia parecía aferrarse a la vida con todas las fuerzas que le quedaban. <<Esto es un milagro>>, pensé, pues no podía conferirle otro motivo al hecho de que aquel diminuto saco de huesos que no pesaba más que la ropa que traía encima continuara respirando, intentando moverse y sonreír.

Comprendí entonces, al tiempo que me embargaban unas apremiantes ganas de hundirme en ese Infierno con ella, que, si aún estaba aquí era por mí, con el único fin de no causarme daño.

Alargué una mano, y con la punta de mi dedo índice recorrí uno de sus brazos, hundiéndome entre valles abandonados, desiertos, y mares plagados de dolorosos hematomas.

No fui consciente del tiempo que me quedé ahí, con la vista clavada en el rostro de aquella niña que se moría lentamente entre mis brazos.

-        Michael… -escuché que una voz emergiendo metros más allá, rompiendo el silencio con dulzura. Aquellas palabras se estrellaron contra la muralla que me había construido para ella y para mí, haciéndose trizas antes de llegar a tocarme. –Michael… -la voz repitió mi nombre dos, tres veces. Fruncí el ceño, desesperado. Al final, aún renuente a despegarme del rostro de Julia, por temor a que desapareciera si dejaba de observarla, giré la vista, para encontrar a Katherine suspendida a tres metros de nosotros.

Me miraba como si fuera yo a quien se le escurría la vida entre las manos.

-          He llamado al doctor Webber…
-     ¿Por qué? –la interrumpí bruscamente, aterrado. Bajé la vista, volviendo a clavarla en su rostro mortecino.
-          Porque me parece que ella merece algo mejor que esto, ¿no lo crees?

Volví la vista a su rostro, apenas consciente de las palabras que Katherine murmuraba. Con el dorso de la mano, recorrí su mejilla helada, al tiempo que me embargaba aquella insoportable desesperación que, estaba seguro, llevaría conmigo hasta el final de los tiempos.

Y, sin atreverme a romper aquel silencio que sólo nos pertenecía a los dos, la tomé en brazos. Crucé el patio, dejando a Katherine con lágrimas en los ojos y un murmullo inconcluso en los labios.

Más tarde, la mirada desolada del doctor Webber confirmó mis más grandes miedos, y me lanzó de lleno al abismo. Ya no había tiempo. Y, aunque cerrara los ojos, decidido a ignorar las señales que dejaba tras su paso, más tarde yo mismo me encargaba de derrumbar las estúpidas teorías antes me había visto obligado a construir para sobrevivir.

-          ¿Sabes lo que viene, verdad? –había dicho el doctor, sin apartar la mirada del cuerpo inerte de Julia, atado para siempre a aquella cama. Pensé que, quizá, él se sintiese tan desesperado como yo.

Como respuesta, sólo asentí.

Sabía mejor que nadie que aquel era el fin, que después de eso mis días se verían plagados de recuerdos, y de desesperados intentos por aprender a respirar sin ella.  

Lo sabía, y nada dolía más que aquella certeza, que lo devoraba todo. Aquella tarde, sentado en un sofá junto a su cama, esperando a que abriese los ojos, pensé en todas aquellas veces que me había visto reflejado en su mirada huidiza, casi temerosa, vacía. Pensé en la soledad que iba a apoderarse de mí cuando me despidiese de ella aquella noche, sin más excusas con que engañar al tiempo. Pensé en lo poco que siempre pude ofrecerle, y en lo mucho que siempre quise recibir de ella.

Aquella tarde, la primera del otoño de 1976, y todas las tardes como aquella del resto de mi vida, no pude borrar de mi pensamiento la imagen de su rostro inmóvil, de sus párpados cerrados y de los últimos rayos del sol incidiendo contra la pálida piel de su cara.

En mi mundo, la muerte siempre había sido una mano anónima, un enemigo invisible, un visitante extraño que, sin avisar, se llevaba a madres, a hijos, a mendigos, a empresarios, a jóvenes o ancianos como si de una especie de macabro juego de lotería se tratase. La idea de que la muerte pudiera encontrarse a mí lado, vigilando el sueño de aquella niña, no me cabía en la cabeza.

Al final descubrí que aquel mundo de papel y sueños rotos en el que vivía, quizá, no era más que una burda idea de aquello que añoraba, pero nunca llegaría a ver.

Y, cuando el tiempo se agotase, mi mundo se rompería.

Aquella noche soñé con el día, ya lejano, en que el destino decidió cruzarse en mi camino.

<<Estaba ahí, disfrazada de un ángel de luz enfundado de seda que parecía levitar sobre el suelo. Se sumergía grácil entre las páginas de un libro, ajena a la gris realidad que resbalaba a su alrededor. De sus ojos, brotaban un par de lágrimas que me parecieron entonces una cascada de diamantes.

Temí que si parpadeaba, aquella visión se esfumaría. Permanecí ahí, paralizado, ocultándome cobarde tras unas gafas de sol, presenciando aquel espejismo al tiempo que contenía el aliento. Poco después, como si ella hubiese presentido mi presencia y mi mirada furtiva clavada sin discreción en su rostro, alzó la vista hacia mí.

La belleza de su rostro me pareció insostenible, casi dolorosa. No tenía más de 16 años, llevaba la vida en los labios y la esperanza brillando en los ojos.  Antes de retirar la mirada, creí haber visto en su rostro un amago de sonrisa. También bajé la vista, queriendo hundirme aún más en el armazón que aquellas gafas creaban para mí, temiendo que si la miraba a los ojos ella se encontraría reflejada en ellos, y sabría lo que había estado pensando, lo cual, al fin y al cabo, no era nada...>>


Y, a pesar de mis vanos esfuerzos por cerrar los ojos y volver el tiempo atrás, aquel sueño siempre terminaba. Siempre, no importaba lo que hiciera.

Despertaba, y tenía que enfrentarme a aquella realidad que más parecía un infierno en la tierra. Mi infierno personal, al fin y al cabo.

Sin embargo, los días pasaban de largo, escurriéndose como arena entre mis dedos. Me parecía que los días se transformaban en minutos, y que las horas pasaban en cuestión de un suspiro.

Con la desesperación de aquellos a quienes la vida se les escurre entre las manos, Julia deseaba verlo todo, como si intuyera que ya no tendría oportunidad al otro día. A sabiendas de que aquello ya no tenía sentido, se detenía a mirar el color de las flores y a sentir la textura del aire jugueteando entre sus cabellos, como si lo que más deseara fuese llevarse esos recuerdos a otra vida.

Muy a menudo, Julia me descubría mirándola desde un rincón, y entonces intentaba dedicarme esa sonrisa que, tiempo atrás, era lo único que yo quería ver. Me sonreía, como si mi mera presencia fuese su mayor tesoro. Sólo conseguía obtener aquella sonrisa manchada de tristeza y lágrimas que, sabía, era lo único que podía ofrecerme.

Cada día dormía más, y yo intuía que lo hacía intencionalmente, como si quisiera sorprender dormida a la muerte. En ocasiones, sólo despertaba para pedirme que le leyera, pues ya sólo le quedaban fuerzas para escuchar. A veces, al entrar en su habitación, encontraba a Janet acurrucada junto a su cama, atrapando en el aire las débiles palabras que brotaban de labios de Julia. Las escribía en un cuadernito que nunca me dejaron ver.

Todas las tardes, Julia me pedía que la llevara a la sombra de aquel jacarandá. El atardecer siempre había sido su parte favorita del día. Yo la veía intentar caminar, frágil, y fingiendo una fortaleza que se le perdía en las sombras y se le escapaba por la sonrisa.

-          Ahí –había dicho un día en el que, inusualmente, se sentía con fuerzas para caminar por Hayvenhurst. Sentada sobre el césped, justo en medio del patio, había apuntado con su diminuto índice al último millón de rayos violáceos que destilaba el sol de la tarde –Si miras con suficiente atención, podrás ver cómo Dios pinta el atardecer.

Y yo miré, esperando poder encontrarlo. Sin embargo, sólo la encontré a ella y a sus ojos reflejados en aquella luz.

-    Mira el atardecer, Michael –había murmurado, regalándole una perfecta sonrisa a la nada –Ahí, donde el sol se funde con el horizonte. Es ahí a donde iré –dijo después, dirigiendo su sonrisa tranquilizadora hacia mí –Ahí estaré esperando.

Echó a andar pesadamente con dirección a la casa. Y yo la miré caminar, encorvada, tosiendo. Avanzó dos metros, y, al no escuchar mis pasos tras de ella, se giró. Su sola imagen, apenas capaz de soportar su propio peso, resultaba insostenible. El dolor a duras penas oculto tras su sonrisa fingida resultaba simplemente demasiado. Extendió un delgadísimo brazo hacia mí, llamándome.  Me tragué toda aquella desesperación y tomé suavemente su mano, el único gancho que tenía para no caer directo al infierno.


Dicen que cuando uno se encuentra de rodillas, cargando la vida sobre los hombros, ya no se puede caer más. Ojalá así fuera…

Durante los días siguientes (que bien pudieron haber sido segundos), el infierno pareció abrirse bajo mis pies, devorándolo todo en las llamas… Pero luego abría los ojos, y me veía sometido a la condena de mirar a Julia a los ojos, tristes y permanentemente adormecidos por la medicación. Ese era mi verdadero infierno. El único en que realmente quería vivir.

Sin embargo, no deseaba escapar nunca. Deseaba hundirme de lleno en aquella desesperación, para así, quizá, sentir lo que sentía ella.

Pero sólo podía conformarme con mirar a sus ojos y verme reflejado ahí, sabiendo que perdería, en un minuto, el mundo que había ganado en una hora el día en que Julia pronunció aquel primer “Te amo”.

Ella no lo sabía, y, probablemente, no lo llegaría a saber nunca, pero yo estaba total e irrevocablemente seguro de que pensaría en ella cada día por el resto de mi vida.

Recordaría sus palabras suaves, apenas capaces de romper el silencio. Recordaría el baile de su cabello al viento y su manera infantil de ver el mundo. Recordaría para siempre su mirada siempre tímida, y aquella inocente sonrisa manchada de timidez. Sí, lo recordaría todo hasta el instante de mi último suspiro. Quizá, incluso después.

Recordaría por siempre aquellos secretos que jamás supe descubrir, y que ella jamás quiso revelarme. Recordaría eternamente aquella forma de susurrar un “Te quiero” antes de cerrar los ojos por las noches.

Y, cada atardecer, cuando levantara la vista al Cielo, sólo la buscaría a ella. Y la encontraría justo ahí, donde Dios extiende los dedos para pintar el atardecer…





<<Tengo tanto miedo que, si me dijeras “adiós” hoy, tendría que preguntarme si es cierto… >>