lunes, 27 de febrero de 2012

Capítulo 49


XLIX

Alguna vez escuché a alguien decir que las personas recuerdan con más facilidad los momentos de dolor que aquellos en los que han sido felices.  

Yo, personalmente, no apoyaba esa teoría. Sin embargo, los recuerdos dolorosos, efectivamente, tenían el poder de aparecer con una nitidez casi enloquecedora.

En un abrir y cerrar de ojos, me encontraba ante mi padre de nuevo. Él me miraba, con aquellos ojos empañados de una indescriptible tristeza y litros de whisky barato. Me miraba acusadoramente, condenándome por el hecho de poseer el rostro de mi madre. Solía apuntarme con el dedo, al tiempo que ambos reprimíamos las lágrimas, uno por orgullo y la otra por miedo. Y, si tenía suficiente suerte, me encerraba en mi habitación, gritándome una y mil veces cómo jamás llegaría a ser nada mejor que aquel feo, diminuto y asustadizo ratón. Si, por el contrario, la suerte no me favorecía, me veía obligada a soportar un par de bofetadas y su enorme mano haciendo trizas mis brazos… haciéndome trizas a mí.

Ahí estaba, suspendido frente a mí, con fuego inyectado en sus ojos marrones, intimidantes, letales, increíblemente aterradores.

Segundos después, recordé que mi padre, después de todo, no era el monstruo que yo creía. Después de todo, –aunque quizá sólo había murmurado aquello a mi oído con la esperanza de sentirse una mejor persona–, al final supe que me quería. Y yo, estúpidamente, decidí creer que me lo había hecho saber demasiado tarde.

Abrí los ojos, y fijé la vista en aquella pequeña caja que yacía abandonada en una esquina de mi habitación. Sabía perfectamente lo que contenía: una serie de amarillentas fotos de mi madre, un fajo de billetes que debí haber entregado a Alexander tiempo atrás, un raído osito de felpa, y un sobre con cartas de mi padre.

Recordé de pronto que jamás las había leído. Hice a un lado las sábanas y me aventuré a abrir aquella cajita. Me detuve a un paso de ella, indecisa, recordando por un momento a Pandora. Me mordí el labio inferior, en un ridículo intento de obtener valor de donde no había más que dudas. Al final, suspiré largamente, la abrí con un rápido movimiento y asomé la nariz dentro.

Eran tres. La primera llevaba fecha del 14 de septiembre de 1959: el día en que nací. El día en que mi madre murió. El día en que todo se vino abajo.

Estaba escrita con ese odio que sólo aquellos a los que se escapa la vida del ser amado de entre las manos pueden sentir. Mi padre prometía odiarme el resto de su vida. Prometía hacer trizas a aquel pequeño monstruo que se había arrastrado a aquel ángel hasta la muerte. Parecía justo, pensé. Una vida por otra… De cualquier modo, casi lo había logrado.

La segunda estaba fechada exactamente 10 años después. Estaba escrita con letras irregulares, y el amarillento papel lucía plagado de manchas que parecían ser lagrimones.

Se me heló la sangre, y apenas tuve fuerzas para leer:

Elena. Mi querida Elena:

Dicen que el dolor puede matar. Dicen que el fin de un amor puede arrastrar a un alma a la muerte. Hoy, he comprobado que no hay mentira más grande. No estoy muerto, Elena. Pero ojalá así fuera…

Diez años de silencio. Diez años de ver tu rostro reflejado en su cara. Diez años de rezar por que la muerte sea menos dolorosa que esto. Pero, quizá, ya esté muerto en realidad. Entre litros de alcohol, ya he dejado de saberlo. Entre toda esta culpa, ya ha dejado de importarme.

¿Sabes? Cada día se parece más a ti. Pero tiene mis ojos, y una incomprensible mezcla del carácter de ambos. Es delicada, e infinitamente tierna, como pensé que sólo tú podías serlo. A veces, sólo a veces, da señales de no ser tan frágil como parece. Sólo a veces, se parece a mí. Y me aterra.

Debo confesarte que más de mil veces he querido destruir tu recuerdo, y, en mi estupidez, sólo he encontrado un modo: haciéndole daño. También debes saber que, probablemente, lo intentaré mil veces más. Sin embargo, he dejado de culparla. Estas cosas suceden, supongo. Al final, no hay nada que ninguno de nosotros haya podido hacer.

Sólo espero que sepas perdonarme. Y que ella sepa hacerlo también.

Perdóname, Elena… por todo.        


Me enjugué las ardientes lágrimas que, muy a mi pesar, resbalaban ya por mis mejillas.

Quizá él no adivinaba, o no quería creer que ya lo había perdonado…  Después de tanto tiempo, y después de todo aquel miedo que parecía ser mutuo, yo tampoco lo haría.

Permanecí ahí, sentada en aquella inmensa cama de sábanas blancas que parecía extenderse hasta abarcar la habitación completa. Miré durante un instante infinito aquellas amarillentas hojas de papel que yacían inertes en mis manos. Repasé cada palabra de aquella carta una y otra vez, hasta asegurarme de recordar cada palabra escrita en ella. Y luego, descubrí que, inexplicablemente, me sentía en paz.

En paz con él, y conmigo. En paz con todo. En aquel momento, justo antes de mirar por la ventana, descubrí que, a pesar de sentir cómo la vida se me escapaba con cada suspiro, ya no sentía miedo.

Más de una vez me había preguntado si rendirme de ese modo era un error, si era cobarde de mi parte. De pronto, descubrí que no. Alguna vez escuché decir, de labios de mi padre, que todo en la vida tiene solución… menos la muerte. Y era cierto.

Y ella estaba aquí. Podía sentir cómo se apoderaba de mí a cada momento. Podía sentir cómo su frío empañaba poco a poco mis palabras, mis silencios. Ella estaba aquí, y yo comenzaba a acostumbrarme a ella… 

Desperté de mis ensoñaciones, arrastrada a la realidad por el sonido de unos nudillos golpeando suavemente contra la puerta. Levanté la vista, esperanzada, ansiando encontrarme con un par de profundos ojos marrones que me hicieran olvidarme de todo. En su lugar, desde una pequeña rendija, me miraban unos ojos claros.

Fruncí el ceño un momento, intentando asignarle un nombre a aquel extraño rostro de facciones afiladas, recortado a contraluz. Intenté desesperadamente recordar el nombre de aquel muchacho que me miraba con dulzura desde el marco de la puerta; a pesar de la oscuridad, en su rostro se adivinaba una sonrisa. Sin embargo, aquella incertidumbre no duró mucho. Mi corazón dio un vuelco cuando reconocí a aquel rostro que me miraba con dulzura: Alexander.

Cruzó la habitación lentamente, caminando con un garbo que parecía haber tomado prestado de alguna película de los años cincuenta. Lancé un suspiro; casi había olvidado lo apuesto que era. Casi.

Su cabello lacio caía graciosamente sobre su frente, su nariz recta le confería un aspecto aristocrático, sus labios, fruncidos en una radiante sonrisa parecían brotar de su rostro como un par de pétalos rosas sobre su piel de porcelana. Y sus ojos color avellana parecían querer mirarlo todo, querer encontrarlo todo con una sola mirada.  

Se detuvo a un par de centímetros de la cama que me tenía prisionera, sin borrar de su rostro aquella sonrisa. Parecía querer pasar por alto el muestrario de analgésicos que plagaban la mesita de noche. Sólo sonreía. Detrás de él, más allá de la puerta, se encontraba Michael, suspendido a medio pasillo, sonriendo ampliamente al tiempo que asentía. Janet también estaba ahí. Me miraba con lástima, adivinando en su exquisita inocencia lo que ocurriría conmigo. Mirando en sus ojitos marrones descubrí que ella lo sabía todo.

Cerraron la puerta, dejándome sola con aquel hombre inglés, irreconocible después de haberse desprendido de la pálida luz de Nueva York.

-          ¿Qué haces aquí? –pregunté, aún incrédula. Alexander frunció el ceño, sin dejar nunca de sonreír.
-          También me alegro de verte –lanzó unas risitas, mientras negaba con la cabeza, siempre renuente a contagiarse de mi pesimismo. Se cruzó de brazos, negándose a responderme. Al final, lanzó un suspiro y añadió: –Michael me ha pedido que viniera.

Asentí, segundos antes de bajar la mirada para ocultar la confusión en mi rostro.  Esta vez, fui yo quien frunció el ceño. Había pensado que cualquier contacto entre Michael y Alexander era totalmente imposible. Me equivocaba.

Alexander se sentó junto a mí y me tomó de la mano.

-          ¿Es que estoy destinado a verte siempre de este modo? –preguntó. Ahora, parecía a punto de echarse a llorar. Sin embargo, se empeñaba en seguir sonriendo, lo cual resultaba un tanto irritante, pues, aunque lo intentase desesperadamente, yo no podía hacerlo.
-          Quizá –respondí, encogiéndome de hombros, al tiempo que le dedicaba un pobre intento de sonrisa tranquilizadora, aún sin atreverme a mirarlo a los ojos, pues sabía que él buscaba en los míos un poco de aquella luz que antes tenían. Pero no iba a encontrarla. Se había esfumado mucho tiempo antes.  

Un pesado silencio cayó sobre nosotros. Miré por la ventana, el atardecer comenzaba a bañar el cielo de tonalidades ambarinas. Siempre me había gustado esta parte del día. Las nubes parecían sangrar, salpicando el cielo de rojo. Las paredes destilaban aquella luz rojiza, que nos envolvía lentamente.

Sentí la mirada de Alexander clavada en mí. Tuve miedo de mirarlo, de revelarle todo aquello que ni yo misma sabía. Tuve miedo de que descubriese mi red de mentiras con sólo una mirada.

Parecía que cada uno esperaba que el otro se atreviese a decir algo. Al final, Alexander se aventuró.

-        ¿Tienes miedo? –dejó caer. Su voz pareció estrellarse contra el silencio, quebrándose al pronunciar aquellas palabras.
-          No –contesté, negando con la cabeza. Giré la vista y le miré fijamente, deseando con desesperación convencerlo de aquello que nadie creía. Ni yo misma. –¿Por qué habría de tenerlo? –esta vez fueron sus ojos quienes huyeron de mi escrutinio –¿Quién sabe? Quizá no sea tan malo como parece.

De nuevo, silencio. Alexander dirigió su vista hacia la ventana, y pareció perderse en el infinito. Escrutaba desesperadamente el cielo, en busca de palabras. Sus labios temblaban casi imperceptiblemente, susurrando cosas que parecía no poder decir… o que yo no debía escuchar.  

-          ¿Cómo crees que sea? –preguntó, por fin. Fruncí el ceño, e inmediatamente comprendí que se refería a la muerte.

Giró la vista y clavó sus ojos avellana en mí. Me miraba esperanzado, como un niño que desea que el final del cuento sea feliz. Yo lo miré, intentando reprimir el torrente de lágrimas que amenazaba con escapar de mis ojos, luchando desesperadamente por encerrar bajo llave los mil sollozos que me moría por soltar.

-          No lo sé –admití. Me encogí de hombros, deseando parecer indiferente, fuerte –Pero no puede ser peor que esto, ¿no es así?

Y, en realidad, descubrí que no me importaba. No me importaba si después de mi último aliento no había absolutamente nada. No me importaba si lo que me esperaba después era una eternidad en las llamas. Quizá esto rallaba en lo incorrecto, pero ya no me importaba si aquella paz eterna era real. Tampoco me importaba si alguien me guardaba un lugar más allá de las nubes, y mucho menos si había reservado un espacio en el Infierno para mí. Sólo sabía que yo me iba, y Michael se quedaba.

Las cosas no podrían ser de otro modo. En más de una ocasión la certeza de que entre Michael y yo no existían finales felices me golpeó de lleno. Y en más de una ocasión decidí ignorar cualquier señal que indicara que mi cielo estaba destinado a romperse en mil pedazos.

Desde el principio de los tiempos supe que todo iba a terminar de este modo, pues ya no quedaban más caminos o posibilidades más que la muerte misma, pues es precisamente la muerte la única forma de asegurar la eternidad de las personas.  Así, el amor entre ellas también es eterno.

Sin embargo, el problema latiendo aquí, entre Michael y yo siempre había sido el Destino. Pues quizá nosotros nunca estuvimos destinados a aquel ansiado “Felices para siempre” que incluía un futuro juntos, y el millón de cosas que la felicidad trae consigo. No…

-    Por favor… -murmuró Alexander, y me tomó la mano. Me miró a los ojos, y reprimir las lágrimas fue casi imposible –Las cosas no tienen por qué ser así, tú lo sabes. Esto tiene solución. Hay otras alternativas.
-          Alexander. –repliqué, y el quebradizo tono de mi voz me sorprendió –No. ¿Para qué prorrogar lo que un día, tarde o temprano, llegará?

Se puso en pie, negando efusivamente con la cabeza y con los ojos anegados en lágrimas de impotencia.

-          ¡Claro! –exclamó, mostrando una sonrisa envenenada de furia -¿Y por qué no me doy un tiro ahora mismo? ¡Moriré, de cualquier forma! –bajó la vista, buscando calma en donde sólo había confusión –Esa es la excusa más estúpida que he escuchado jamás.

La frialdad de sus palabras me heló la sangre. Suspiré largamente, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a arderme en los ojos, cómo me volvía incapaz de contenerlas.

-          Puede que no lo entiendas ahora; puede incluso que nadie lo entienda jamás, pero he decidido esto, y nada me hará cambiar de opinión. Ya he decidido.  
-          ¿Morir? ¿Sin oponer siquiera resistencia?
-        Quiero que él me recuerde como soy ahora, no como el cascarón vacío y gris de Julia Gonnet…

Callé, obligada a detenerme por el repentino frío que brillaba en sus ojos. <<Me odia>>, pensé. Su mirada parecía gritar un brusco: “Y tú, ¿qué sabes?”

Alexander avanzó dando largas zancadas, y me dirigió un último vistazo  lleno de frustración antes de abrir la puerta. Ahí estaba Michael, escuchando, y con los ojos apenas capaces de contener las lágrimas. Intercambiaron una mirada de derrota, y acto seguido Alexander desapareció por la puerta, avanzando hacia una La Toya que me miraba desde el otro lado del pasillo. Sus ojos felinos reflejaban una expresión terriblemente parecida al odio.

Michael cruzó la puerta, con aquella mirada cansada que tantas veces había visto reflejada en sus ojos últimamente. Se detuvo a un palmo de la cama, actuando como si su sola presencia ahí fuese un error

-     ¿Has escuchado todo? –pregunté estúpidamente, aterrada. Supe de inmediato que sí.  
-      Por favor… – se limitó a responder. Murmuró aquello en un susurro casi inaudible. Unió ambas manos en ademán de súplica. Mi corazón se hizo trizas –Por favor, Julia –repitió.

Bajé la mirada, avergonzada. Lentamente, las lágrimas comenzaron a empañar mi vista. Apreté los puños, incapaz de hacer cualquier otra cosa. Hubiera querido haber podido decirle tanto. Hubiera deseado que entendiese.

-          Michael… –lo intenté, pero las palabras se me rompieron, dispuestas a salir sólo en forma de lágrimas.

Le miré entonces, sintiendo todo el dolor guardado en sus profundos ojos marrones. Le miré, deseando desesperadamente borrar todo aquel dolor, deseando llevármelo conmigo. Justo entonces, una lágrima cortó su rostro, describiendo un único hilillo por su mejilla. Quise borrarla para siempre, igual que a todas las que vendrían después. ¡Quise decirle tanto! Quise que entendiera.

-          Lo siento –murmuré finalmente, sabiendo que no era suficiente, ni lo sería nunca –Lo siento tanto –repetí, dispuesta a decirlo las veces que fuera necesario.

Extendí una mano, y entrelacé mis dedos con los suyos. Michael miró un momento nuestras manos unidas, y, acto seguido, se separó de mí, abriendo a conciencia una indestructible distancia entre ambos. Esa distancia era más real de lo que parecía, y, a partir de entonces, ya nada podría acortarla.

No dijo nada, sólo se esfumó, dejándome sola, con la muerte, el miedo y la tristeza acechando cada movimiento, cada latido, cada entrecortado respirar. Escuché el chirriar de la puerta, y comprendí que estaba totalmente sola. Hundí la nariz entre las sábanas, y lloré como nunca antes. En mi mente, gritaba su nombre, y, sin darme cuenta, también lo hice muchas veces en realidad. Pero Michael no me escuchó.

Entonces lo comprendí. Michael no me perdonaría jamás.

La luna lentamente se había apoderado del cielo, y la ventana sangraba hilillos de luz azulada. Me hundí en las sombras, deseando fundirme en ellas para siempre. Arañé mil y un veces la oscuridad, en un ridículo intento de desvanecerme ahí, donde podría ver a Michael siempre.

Un millón de años después, arranqué la vista del suelo; mis ojos ya no derramaban lágrimas, quizá porque ya no tenían. Instintivamente, clavé la mirada en aquella polvorienta cajita. De improviso, sentí el irrefrenable impulso de tocarla, de hacer mío todo aquello de lo que antes había huido.

Sin darme cuenta, tomé el diario que Alexander me había obsequiado tiempo atrás. Lo leí. Balbuceaba algunas palabras inconexas, del tiempo que pasé en el Infierno, separada de Michael.

Inconscientemente, tomé un lápiz y comencé a escribir. Sería mi historia.

Sería nuestra historia…

Y todo comenzaba en Madrid, un 9 de Junio de 1975.


“Desperté hecha un cúmulo de emociones. No sabía qué emoción era la más adecuada según mi caso…
Ese día, después de  un mes fuera de casa, volvería. Volvería a casa…


Y, sin intentarlo siquiera, descubrí que, en realidad, eso precisamente es lo que estaba haciendo. Volver. 








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Antes que nada, debo ofrecerles una disculpa. Un fuerte problema de salud me ha obligado a retrasarme en la publicación de los capítulos. Afortunadamente, se ha resuelto, y aquí estoy, dispuesta a dejarles un pedacito de mí en cada publicación.

Espero de todo corazón que lo hayan disfrutado. 

Agradecería contar con sus comentarios. Ustedes siempre saben cómo alegrarme. 

Gracias a todas ustedes, por estar aquí siempre. No me alcanzará el tiempo para agradecerles su apoyo. 

¡Un beso enorme a todas!

domingo, 12 de febrero de 2012

Capítulo 48


XLVIII

Narra Julia

Agosto de 1976.

Unas suaves notas flotaban en el ambiente, rompiendo el silencio de la tarde de forma magistral.

Pero no era yo quien tocaba.

Michael estaba sentado al piano, mirando al frente, con el ceño fruncido en un exquisito gesto de concentración. Estaba absorto, totalmente ausente, transportado mil metros más allá del cielo por el bello sonido de la música que él mismo creaba. Y yo, de pie a tres centímetros del piano, luchaba por no salir disparada a la estratósfera.

Le miré entonces, sintiéndome libre de escrutar cada centímetro de su rostro, sabiendo que nunca más vería un rostro más bello o un par de ojos más melancólicos. Le miré, aprovechando cada segundo, llenándome las pupilas con el tono canela de su piel.

Unos rayos de luz ambarina incidían sobre sus rizos negros, confiriéndoles un brillo casi celestial. Observé cómo sus facciones se acoplaban magníficamente una a la otra, creando así un rostro ridículamente cercano a la perfección. Era totalmente injusto. Miré cómo Michael entornaba los ojos ocasionalmente, como si resguardara un secreto, y cómo  mordía su labio inferior a intervalos. Conté cada una de sus infinitas pestañas, y me perdí en el brillo dorado de sus ojos a la luz del atardecer. Miré su piel, el resplandor y la calidez que parecía desprender, y, súbitamente, quise tocarla, quise perderme ahí.

Quise sentir el abrazo de Michael a mí alrededor, quise recorrer aquel insondable camino que había visitado sólo en mi imaginación, quise develar cada uno de sus misterios, pues sabía que debajo de su melancólica expresión había secretos que jamás llegaría a conocer. Sin embargo, por un momento, deseé hacerlo…

Repentinamente, Michael me miró. Me tomó un minuto el darme cuenta de que había dejado de tocar.

-          ¿Qué te parece? –preguntó, dedicándome un amago de aquella sonrisa tímida que tanto me gustaba.
-          Magnífico –contesté, sin saber muy bien a qué me refería.

Michael sonrió aún más, y después plantó un dulce beso sobre mi cabello castaño.

-          ¿En qué piensas? –inquirió, tornándose serio, momentáneamente preocupado. Sonreí.
-          En nada. Sólo te miraba –bajé la vista, intentando ocultar el rubor que súbitamente se había alojado en mis mejillas.

Michael sonrió de nuevo, iluminando la habitación con aquel simple gesto.

Me miró fijamente, como pocas veces hacía, desvaneciéndolo todo a mí alrededor, deteniendo el tiempo con el simple poder de su mirada. Caí en la cuenta de que jamás vería de nuevo unos ojos más enigmáticos, más melancólicos, o simplemente, más transparentes.

Ahí radicaba el poder de su mirada, en develar todo cuanto él quería. Su mirada reflejaba toda la inocencia de un niño, y la fuerza de cualquier adulto. Ambas cosas, descubiertas en los ojos de Michael, resultaban ser una combinación letal, capaz de dejar a cualquier persona sin armas… O sin voluntad para contrariarlo, en mi caso.

Michael continuó escrutando mi rostro, como si ocultara algún secreto. Y yo lo miré también, siguiendo los lentos movimientos de sus pupilas al recorrer mi cara. Miré el brillo dorado de sus ojos marrones al atardecer, a la espera de que, en un descuido, revelaran el magnífico secreto que ocultaban.

Me pareció esperar siglos anclada a la luz de sus ojos, y justo cuando me disponía a dejar de buscar lo que seguramente jamás encontraría, sucedió algo. Apareció aquel brillo que, a mis ojos, revelaba el secreto mejor guardado del mundo.

En los ojos de Michael se encendió una nueva luz, totalmente distinta a cualquier otro brillo que yo hubiese visto escapar de sus ojos. <<Fuego…>>, pensé, incapaz de apartar mi vista de él.

Y como por arte de magia, y como hacía tanto tiempo no sucedía: Michael se puso en pie y, súbitamente, me besó.

Sus labios apenas rozaban los míos, pero eso ya bastaba para que mis rodillas perdiesen toda su fuerza. Se desencadenó una tormenta en mi interior, y me arrojé de lleno al frenesí que se iniciaba con su sola cercanía, pero que se veía acrecentado con aquel beso. Sentí sus pestañas acariciar suavemente mi rostro, y casi podía oír el repiquetear de mi corazón en mi pecho. Como si tuviesen vida propia, mis manos rodearon su cuello, acercándolo aún más a mí…

En aquel torbellino, sentí sus manos estrechar mi cintura y sus labios buscar con más urgencia los míos, como si temiese que aquel momento fuera a desvanecerse de un momento a otro (y, quizá, así era). De repente, sentí miedo. Sentí miedo de morir ahí, consumida por las llamas en sus ojos. Sin embargo, supe de inmediato que no habría lugar más hermoso para perder la vida que entre sus brazos.

-          Te amo… -susurró a un centímetro de mis labios.

<<Te amo…>>.  Aquellas palabras quedaron grabadas con fuego en mi mente y supe que hubiera atravesado el techo si Michael no me hubiese estrechado contra él.

Aquello amenazaba con convertirse en una verdadera lucha. En aquel baile, cada uno competía por el control, por no perder nuestra voluntad en brazos del otro, y ese torbellino en que flotábamos se tornaba, a segundos, increíblemente grandioso o totalmente aterrador, suave o intenso. El tiempo jugaba con nosotros a su antojo, haciendo que aquel momento pareciese efímero o eterno.

Después de lo que me parecieron tres segundos, Michael se separó de mí. Su agitada respiración me daba de lleno en el rostro, amenazando con desatar de nuevo aquella locura. Suspiré, totalmente confundida.

Michael se mordió el labio inferior, como si estuviese decidiendo si aquello había sido un error, y me miraba como si esperase que lo decidiera yo. Yo, por mi parte, era un manojo de nervios. Pasé una mano por mi cabello, intentando calmar los rápidos latidos de mi corazón.

Continué escrutando la expresión de Michael, y él me miraba a su vez como si no quisiera hacerlo en realidad. Retrocedió dos pasos, y metió ambas manos en los bolsillos de sus pantalones. Después, simplemente, depositó un insulso beso sobre mi frente, dio la vuelta y desapareció por la puerta del gran salón.

Lo observé alejarse, confundida, mientras las últimas luces del atardecer se colaban por la ventana. Miré su esbelta figura recortada contra el marco de la puerta, segundos antes de desaparecer, y la larga sombra que dejó tras él.

Intenté discernir el torrente de sensaciones que me embargaron entonces, y descubrí que no sabía qué me dolía más: el que Michael se hubiese ido de ese modo, o la reaparición de aquel punzante dolor en mi cabeza, que parecía llevar alojado ahí toda una vida.

Me llevé una mano a la cabeza, intentando desesperadamente que aquel dolor desapareciera, al tiempo que un torrente de recuerdos me atacaba...

Algún tiempo atrás (a mí me parecía un año, pero probablemente no eran más que unas semanas, quizá un mes), después de mis constantes insistencias, Rebbie decidió que los analgésicos del doctor familiar no eran suficientes…

-          Michael no puede saber de esto –había amenazado en el auto de Rebbie, frotándome nerviosamente las manos, víctima de un frío letal. –Si pregunta algo, sólo te acompañé de compras, ¿de acuerdo?

En realidad, era algo más complicado que eso. Y mucho menos soportable…

Recordé el miedo que sentía, aquellas profundas ganas de no creer en nada más que en el presente. Recordé cómo una punzada de dolor me recorrió al pensar en lo que podía pasar y cómo la sangre escapó de mi rostro al caer en la cuenta de que yo ya lo sabía. 

Rebbie aparcó el auto en aquel pequeño estacionamiento vacío. Cuando alejó las manos del volante, pude ver que temblaba. Estaba tan nerviosa como yo.

-          No tienes que hacer esto –dijo, frotándose las manos –Quizá estaba sólo exagerando y esto no es necesario después de todo.

Sin embargo, y aunque no quisiéramos creerlo, ambas sabíamos que sí, era necesario.

Bajé del auto, y, extrañamente, un viento helado me azotó el rostro, a pesar de encontrarnos en pleno mes de junio. Intenté desesperadamente convencerme de un ridículo y absolutamente inexistente cambio de temperatura. Intenté dirigir fuerza a mis rodillas, pero estas simplemente parecían decididas a no moverse. Intenté encarar aquello, pero sólo conseguí un nudo en la garganta.

Ausente, casi muerta tras mi calmada expresión, entré a aquel pequeño edificio de la mano de Rebbie, e inmediatamente, un fuerte olor a alcohol me llenó los pulmones. Rebbie intercambió unas palabras con la recepcionista, una mujer menudita y de lindas facciones latinas. 

Crucé un largo pasillo, con Rebbie a un lado. Me detuve frente aquella puerta marcada con un conjunto de difusas letras doradas que anunciaban:


Doctor James Webber
Neurólogo

Aquella puerta me pareció entonces una muralla impenetrable, me pareció que marcaba el final del presente y el inicio del futuro, sin saber que, en cierto modo, así era. Permanecí suspendida ahí, esperando a que algún improbable milagro sucediera. Rebbie percibió mi miedo (quizá por que ella estaba tan asustada como yo), y abrió la puerta ella misma.

A pesar de su inicial sorpresa, pues normalmente atendía a pacientes de mayor edad, el Dr. Webber resultó ser una persona amable. Su cabello canoso y sus lentes con armazón de oro le conferían un aura tranquilizante, algo bastante necesario en su profesión, pensé. Me hizo una serie de preguntas: ¿Cuándo aparecieron los síntomas? ¿Te sometes a un stress constante? ¿Podrías describir el dolor? El dolor, ¿viene y se va?... A esas siguieron un millón más.

Sin embargo, el Dr. Webber no parecía ser como el regordete doctor que Rebbie había llevado a Hayvenhurst una semana atrás, y no lo era. El Dr. Webber iba más allá. Mucho más allá, en mi opinión…

-          ¿Sabes de alguien en tu familia que tenga o haya tenido… cáncer?

Ahí terminaba mi conexión mental con la realidad. Intenté desesperadamente detener aquellas lágrimas que ardían en mis ojos, pero fue inútil. Intenté enfocar la imagen del doctor frente a mí, pero todo parecía repentinamente difuso, empañado por la fría imagen de un futuro cada vez más corto, de un final sorpresivamente cada vez más cercano.

Cáncer…

-          Mi madre –me escuché responder, sin sorprenderme siquiera por aquel débil y roto susurro que pretendía ser mi voz.

Sí, mi madre, quien había muerto. Ella, quien había sido condenada, años atrás, obligada a renunciar a todo cuanto había alcanzado. Ella, un ángel inocente, lanzado al fuego, atada a un enemigo invisible que habitaba en ella misma. Ella, una princesa enamorada, obligada a abandonar en la Tierra al amor de su vida, mientras ella emprendía un doloroso camino hacia el Cielo. Ella, dispuesta a dar su vida por el diminuto ser al que nunca vio, que vivía de ella misma, fruto de su amor y sus más grandes esperanzas…

Alguna vez escuché a alguien decir que las más memorables historias están destinadas a repetirse. Quizá yo era la prueba viviente (no por mucho) de aquello. Quizá todo esto no era más que el viejo juego del destino, que nunca se cansa de jugar con nosotros, de intrincar caminos, de terminar historias para empezar otras.

Dicen que todo, real o imaginario, tiene su final. Pero, ¿y si esto no era nada más que el principio? ¿Cómo podían terminar las cosas así? Me negué a creer que los finales fueran reales. No, los finales, felices o dramáticos, no existían. Como el interminable ir y venir de las olas, cada historia se entretejía con otras, en una inmensa red llamada Destino, que se extendía hasta el infinito, intrincándose, mezclándose, hasta asegurar su eterna existencia.

Eso ocurriría con nosotros. Quizá yo no había sido más que un preámbulo en la historia de amor de Michael. Quizá aquellos infinitos meses de felicidad y pesadillas habían sido sólo el prólogo de su historia. Pero, sin importar lo que sucediera, “nosotros” seríamos eternos. Nuestras almas vivirían por siempre, entrelazadas por el irrompible lazo del amor, pues no había unión más pura, eterna y mágica que el amor mismo. Sí, probablemente yo dejaría de existir, y, con el tiempo, quizá incluso desaparecería de la mente de Michael, empañada por la aparición de un nuevo amor, pero el simple hecho de haberme cruzado en su camino aquel 9 de Junio de 1975, me hacía eterna.

Sería eterna, pues Michael estaba destinado a serlo, estaba segura. Yo me iría, y quizá mi partida no tuviese más consecuencias que un par de lágrimas derramadas, pero Michael sería eterno. Sí, quizá después de mucho tiempo, él me recordaría sólo como “Julia, una buena chica… Tuvo un final trágico… Las cosas no tenían que ser así”.

Y quizá yo sufriría antes de alcanzar la eternidad. Quizá el dolor sería más del que yo pudiese imaginar, pero poco me importaba. Después de todo, dentro de mí, yo sabía que justamente así serían las cosas.

    
Ese día, después de haber rechazado las quimioterapias y demás procesos que prometían regalarme unos meses más a cambio de convertirme en un saco de huesos, gris, inútil y desprovisto de cabello, el regreso a Hayvenhurst me pareció más largo y frío que el mismo camino al infierno. Como era habitual, Michael llenaba mis pensamientos, pero de una forma muy distinta ahora…

Su mirada invadía mis pensamientos una vez más, pero esta vez se veía empañada por mis lágrimas, pues con cada día que pasara, tendría menos oportunidades para sumergirme en el marrón de sus pupilas. El aire parecía escapar de mis pulmones al pensar en él, y no por las razones de antes. Mirarlo a la cara de nuevo iba a ser una de las cosas más difíciles que haría en mi vida.

-          Hola, pequeña –murmuró Michael cuando llegué a casa, antes de posar un dulce beso sobre mi frente -¿Qué pasa? –preguntó al ver mi sombría expresión y las lágrimas en el rostro de su hermana.

Pero no fue necesario añadir nada. <<Lo sabe. Lo sabe todo…>>, pensé. Y era cierto. Me estrechó en sus brazos con fuerza, como nunca antes había hecho. Me apretó contra su pecho, con el propósito de no dejarme ir, como si ya no temiese romperme. Yo me aferré a él, mientras dejaba salir todas aquellas lágrimas que inútilmente había intentado contener.

Lloré por mí, por todo cuanto no vería nunca, por todo cuanto alguna vez quise ver. Lloré por todas aquellas veces en que, sin saber que el final estaba cerca, murmuré un simple “Te quiero”, cuando debí haber demostrado todo mi amor por él.

¿Lo había decepcionado acaso? ¿Alguna vez le había fallado? Estaba segura de que sí, pero lloré por no poder recordar cuántas veces. Le pedí perdón en silencio, aferrada a él como estaba, deseando no tener que soltarlo jamás. ¿Recordaría acaso todas las veces que le había dicho “Te amo”? ¿Habría llegado a entender que no me alcanzaría el tiempo para terminar de decírselo?

Sentí sus lágrimas mojarme, como puñales clavándoseme en el corazón. Justo entonces, comenzó a apagarse el sol, comenzó a terminarse el aire. Miré a Michael, y en aquel momento, supe que ya había comenzado a morir.  


Él me miró con un dejo de esperanza tras el velo triste de sus ojos, como si gritara <<Podemos superarlo. Puedo arreglarlo>>. Pero no podía. Nadie podía hacer nada. Sin palabras yo sólo respondí <<No, no puedes…

Ha pasado un mes desde todo aquello.

Desperté de mis ensoñaciones, y descubrí que aún continuaba suspendida en medio del salón, quizá esperando a que el tiempo diera vuelta atrás para que así pudiese besar a Michael en cada oportunidad que tuve y no aproveché.

Subí cansada las infinitas escaleras, y me refugié en mi habitación. El espectáculo era deprimente.

Lloré como no había tenido la oportunidad de hacerlo, mientras aquel millón de pastillas analgésicas eran testigo de cómo me derrumbaba. Caí de rodillas al suelo, sintiendo cómo mi fuerza de voluntad se hacía añicos, y viendo cómo mi estúpido optimismo se derretía frente a mis ojos.

Estaba furiosa. Una pregunta rondaba mi mente, y no tenía respuesta. “¿Por qué?”, gritaba mi mente, y, sin ser verdaderamente consciente, también mi garganta, como el único remedio que quedaba para calmar mi impotencia.

De repente, aquellas pastillas me parecieron demonios, espectrales figuras que se burlaban de mí, una estúpida que no podía hacer nada contra ellos. Las tomé con ambas manos, y las arrojé por toda la habitación, con la vista empañada de lágrimas, mientras continuaba maldiciendo a mi desgracia.

Presa de aquella locura que sólo la más profunda tristeza puede crear, me encerré en el cuarto de baño, dispuesta a no saber nada más del mundo. Me miré al espejo. Frente a mí se encontraba una niñita increíblemente delgada, con unos profundos surcos violetas debajo de los ojos y la piel pintada de un tono mortecino. Esa no era yo. Me eché a llorar de nuevo, incapaz de hacer cualquier otra cosa.

Aquella no era yo. Aquello no tenía que estar sucediendo. Era totalmente injusto. Lancé mi puño al frente, en un desesperado intento por destruir aquel fantasma de lo que antes fui. El espejo se rompió en mil pedazos frente a mis ojos, y un millón de alfileres se me clavaron en la piel.

Miré ausente la docena de hilos de sangre que brotaban de mi mano, y que llegaban describiendo un irregular camino hasta mi antebrazo. Al igual que aquella sangre, mis lágrimas parecían decididas a no dejar de brotar.

Agotada, y totalmente indiferente, me dirigí a aquella cama en la que estaba dispuesta a morir. Sin embargo, suspendido en la puerta de la habitación, estaba Michael.

Como si de un sueño se tratase, a medida que todo se tornaba borroso, noté cómo Michael corría hacia mí y me tomaba entre sus brazos segundos antes de caer de bruces al suelo.

-          ¿Qué has hecho? –preguntó, en un susurro aterrado.
-          ¿Por qué? ¿Por qué, Michael? –fue lo único que respondí. Sólo eso, una y otra vez, mientras todo desaparecía.

Me perdí en sus ojos, en sus pupilas dilatadas por el pánico. Lentamente, todo se tornó negro, y antes de desmayarme, escuché cómo Michael murmuraba:

-          No lo sé, pequeña. Quizá porque amores como estos son posibles sólo más allá de la muerte.  

jueves, 9 de febrero de 2012

Emprendiendo el camino...

Hay quienes dicen que todo final tiene su principio. Yo no lo creo así.


Yo creo que los finales, tal como los concebimos, no existen. Todo forma parte de una infinita red de historias intrincadas, de sucesos probablemente inconexos que, finalmente, siempre se unen, y se extienden hasta alcanzar el infinito. Así pues, creo que todo es eterno. 


Sí, cualquier proyecto es eterno, aún cuando nosotros veamos su fin. Cualquier sueño es eterno, incluso aquellos jamás formulados, incluso aquellos que no pudieron cumplirse. 


Este era mi sueño. Y ahora, gracias a ustedes, será eterno. 


Esta entrada no es como ninguna otra. Hoy no vengo a pedir comentarios, ni a colgar un nuevo capítulo. Hoy vengo, simplemente, a abrir el telón para los últimos capítulos de esta historia. 


Quizá ustedes ya lo habían adivinado, pero More Than Love: Destiny está llegando a su desenlace. Hoy, esta historia emprende el camino hacia la eternidad. 


Sin embargo, aún nos falta mucho por ver, aún hay muchos secretos que descubrir y lágrimas por derramar -eso ténganlo por seguro-. En estos últimos capítulos, que serán un poco más largos de lo acostumbrado, probablemente conoceremos más acerca de Julia que a lo largo de toda la historia. 


Es extraño, hay tanto de mí misma en ella que será difícil decir adiós. 


Estos últimos capítulos han sido los más difíciles de escribir, y quizá le suceda lo mismo a cualquier escritor. Esperen mucho de estos capítulos, espero alcanzar sus expectativas. 


A partir de el sábado 4 de febrero comienza la cuenta regresiva. 


Publicaré el último capítulo a finales de febrero. 


Nos encontraremos ese día... al final del camino.