martes, 26 de julio de 2011

Capítulo 36

XXXVI
Narra Julia

Fingir que nada malo pasaba cuando en realidad nada iba bien cada vez era un reto más difícil. Michael llevaba fuera más de dos horas –y sabía perfectamente que no lo vería hasta el día siguiente–, y La Toya adoptaba un tono de voz y una manera de mirarme cada vez más irritantes.

Aunque intentaba con desesperación permanecer atenta a lo que Alexander y La Toya decían, sólo me llegaban trozos de conversación sin sentido ni importancia alguna para mí. Sin poder evitarlo, cada diez segundos miraba a la puerta, esperando a que por obra de algún milagro, Michael la cruzara, exhibiendo aquella flamante sonrisa que siempre lograba hacerme enmudecer. Después de lo que parecía una eternidad mirando aquella puerta siempre inmóvil, me resignaba e intentaba descifrar los ininteligibles murmullos de Alexander, y, al no conseguirlo, miraba de nuevo hacia la puerta.

<<Vamos, sabes que no lo verás hasta mañana>>  decía aquella irritante vocecilla en mi cabeza, pero bastaba imaginar el siempre cálido brillo en sus ojos para acallar los reclamos de mi conciencia y soñar con que Michael llegaría e iluminaría mi mundo con su sonrisa. Justo entonces, al intentar por milésima vez resignarme a que aquella puerta no se abriría, caí en la cuenta de que le necesitaba aún más de lo que siempre había creído.

Necesitaba desesperadamente llenarme los oídos con su risa. Necesitaba cubrir mis heladas manos con las suyas. Necesitaba que su presencia congelara el tiempo. Necesitaba escapar del mundo sumergiéndome en el marrón de sus ojos… Necesitaba verle. Ya.

Lo peor de todo aquello era que, por más que le necesitara, Michael no daría un paso dentro de aquella opulenta mansión en Encino al menos hasta después de 12 horas. Normalmente, las “grabaciones que no tomarían más que dos horas” se extendían tanto que amenazaban con enloquecerme. Y aquella –obvia y lamentablemente– no sería la excepción...

-          … Entonces, ¿te parece? –preguntó Alexander de improviso, sacándome bruscamente de mis millones de simultáneas cavilaciones. Me dio un ligero golpecito en el hombro para obligarme a verle a él en lugar de a la puerta.

 <<Maldición…>>, pensé.

-          Pues… yo… –comencé a balbucear como una auténtica idiota, frotándome las manos, mientras buscaba en el fondo de mi mente alguna excusa lo suficientemente coherente, sin éxito –La verdad es que…
-          No has escuchado nada de lo que he dicho –dijo, con ¿diversión? Suspiró ruidosamente y se cruzó de brazos, mirándome con una escandalosa sonrisa grabada en aquel rostro blanco como la nieve –No planeo repetirlo todo. Iré al punto…

Alexander tomó aire, y me miró como un profesor miraría a una alumna que aún no ha aprendido la lección, aunque la mirada en sus ojos me hizo saber que lo que planeaba decir sería aún más sorprendente

-          ¿Quieres salir conmigo, mañana?

Y aquello me cayó como una bomba nuclear. En realidad, bajo cualquier otra circunstancia, habría salido con él gustosa… quizá demasiado gustosa para mi propio bien. Pero se cruzaba la divina casualidad de que el día siguiente era sábado. Sábado 9 de agosto, uno de los tres días libres de Michael al año. Y desaprovechar aquello hubiera sido un pecado capital. Un verdadero pecado.

Joseph y el equipo entero de Motown se habían dado a la tarea de exprimir el tiempo y las vidas de The Jackson 5. Eso daba como resultado alrededor de una hora al día de tiempo libre. Si bien, Michael y sus hermanos estaban más que hartos de la misma rutina exhaustiva, poco podían hacer al respecto. Entonces, desperdiciar 24 valiosas horas libres traería consecuencias similares a desencadenar la furia de los dioses.

Pero ahora, el principal reto era evadir aquella invitación sin destruir la magia en aquellos bonitos y esperanzados ojos color avellana.

-          Sé que probablemente es pedir demasiado, pero es una cena completamente libre de segundas intenciones. Es sólo una cena entre dos amigos. ¿Te parece? –la mirada que me dirigió entonces fue casi imposible de evitar… suplicante, tierna, inocente, y suplicante de nuevo.

La idea, para ser franca, me resultaba tentadora… pero la idea de todo un sábado viendo películas de Charlie Chaplin en pijama, acurrucada entre mil almohadas, comiendo galletas y palomitas de maíz junto a Michael, era irresistiblemente tentadora.

Además, aunque odiara admitirlo, me aterraba lo que Michael pudiera decir. A los gritos, Alexander y Michael estaban a años luz de ser amigos. Y “una cena completamente libre de segundas intenciones” podía llegar a sonar terriblemente amenazadora en sus oídos.

-          No lo sé… –balbuceé –Quizá… No creo que...

Y parecía que las palabras se negaran a acudir a mí. Balbuceaba incontrolablemente, mientras Alexander me miraba queriendo reprimir una carcajada. Miré a La Toya, quien se limitó a alzar sus delicadas cejas por encima del libro que fingía leer de una forma petulante. Me aclaré la garganta, y tomé valor de donde no había.

-          Mañana estoy ocupada. Joseph ha prometido que Michael tendrá el día libre, y…
-          No digas más –me cortó Alexander, extendió una mano y la colocó frente a mi rostro, deteniendo el torrente de palabras que amenazaba con salir –Si salir mañana es un problema, salgamos hoy.

Entonces, La Toya sí que dio señales de vida. Se removió en su asiento y nos miró de reojo, expectante. Después, optó por dejar su libro a un lado y mirarnos deliberadamente.

Aquella conducta anormal en La Toya comenzaba a darme en qué pensar. Normalmente, el rostro de La Toya mostraba tanta expresión como la misma pared. Pero ahora, mostraba unos ojos muy abiertos, clavados expectantes en mí, como si esperara con ansias mi respuesta. No… como si esperara que mi respuesta lograra calmarle los nervios.

Y, retrocediendo en el tiempo, reparé en el hecho de que la hermana mayor de Michael últimamente mostraba una tendencia por caminar detrás de aquel chico londinense, y sonreír más de la cuenta en su presencia. Cuando hube vuelto del pasado, comprendí que para La Toya, Alexander era más que un “simple chico londinense”. Necesité esforzarme para reprimir una sonrisa.  

-           Julia… -dijo, haciendo uso de la más controladora de las voces en su arsenal. Más evidencias hubieran sido innecesarias.

No necesitaba que La Toya dijera nada más. Tampoco necesitaba que detallara el número de problemas que vendrían después si aceptaba aquello, lo sabía perfectamente. La miré, sintiendo la mirada del mismo Alexander clavada en mí.

<<Maldición>>, pensé por milésima vez en aquellos últimos cinco minutos.

-          No creo que sea una buena idea –comencé, dirigiéndome a Alexander, con la voz mil veces más trémula de lo que me hubiese gustado, y una molesta sensación de haber recibido un golpe en la boca del estómago –Preferiría pasar el resto del día aquí. ¿Te parece?
-          Me parece perfecto –dijo Alexander, sin una pizca de decepción en la voz. Respiré profundamente, y lancé una mirada cómplice a La Toya, quien se limitó a mirarme inexpresivamente, como siempre.

Debo admitir que aquella decisión no se basó exclusivamente en el bienestar del pequeño corazón de La Toya, sino también en las ganas de evitar una discusión que podría sobrepasar mis expectativas acerca del significado de la frase: “La ira de Michael”.

Michael era una de aquellas personas que saben exactamente qué botones oprimir para controlar sus emociones. La vida le había enseñado cómo guardar sus sentimientos bajo llave. Pero cuando uno de aquellos sentimientos violaba el candado y escapaba de su cárcel, se desataba una serie de acontecimientos imposibles de controlar: desde un corazón roto hasta dolor de cabeza después de haber reído una hora sin parar. Michael, sin quererlo ni notarlo siquiera, hacía que el mundo entero sintiera lo que él, y con la misma intensidad.

Una de las emociones mejor controladas por Michael era, precisamente, la ira. Sólo había perdido los estribos frente a mí en un par de ocasiones –gracias a Joseph, claro–, y el fuego que sus ojos reflejaban era terriblemente parecido al que emanaban los ojos de su padre. Y cuando aquella escurridiza emoción hacía ademán de querer escapar, Michael tomaba un profundo suspiro y, en cuestión de segundos, sabía exactamente qué decir. Admiraba su antinatural capacidad de autocontrol. Y odiaba su antinatural capacidad de volverme diminuta con su mirada cuando yo era la causa de aquel fuego que emanaba de sus ojos.

Me pareció que cerraba los ojos un instante, y cuando los abrí, una bella escena crepuscular se dibujaba más allá de los ventanales de la sala de estar. El cielo angelino se veía coloreado de diferentes matices de púrpura, rosa, anaranjado y rojo, y el sol me dedicaba sonriente una alegre despedida, justo antes de esconder su enrojecido rostro en el horizonte.

Las siguientes tres horas transcurrieron justo cómo me las imaginaba. La mirada de La Toya dulcemente clavada en Alexander. La mirada de Alexander, irritantemente clavada en mí. Y mi mirada, anhelante, clavada en la puerta. En la mesa de café frente a mí se habían materializado de repente una baraja de póker y un tablero de ajedrez, y Alexander y La Toya se encontraban enfrascados en una discusión de la cual sólo rescaté las palabras “aburrido” y “apasionante”, lo cual no me ayudó en mi intento de encontrarle el sentido a todo aquello.

Y ahí estaba. Totalmente perdida, absolutamente fuera de lugar. Desesperadamente, buscaba algo a qué engancharme para no perderme de nuevo en el mar de mis pensamientos. Y al parecer lo había logrado… o casi. Alexander me había retado a una partida de ajedrez, y me ayudaba a mantenerme distraída en mi intento de no verme derrotada humillantemente.

Al final, todo se veía reducido a vanos intentos.

Justo cuando sostenía un marfileño alfil con miras de poner en jaque al rey de ébano de  Alexander, la puerta se abrió con un gracioso chirrido, y un Michael inusualmente insatisfecho la cruzó veloz. Me detuve un instante a preguntarme si no había comenzado a alucinar. Aquello era una perfecta visión en pleno desarrollo.   

-          Hola de nuevo –murmuró, mirando a Alexander, con tanto ánimo como si le estuviera ofreciendo sus condolencias.

Y, en realidad parecía que había estado en un funeral. Aquel melancólico brillo en sus ojos no era normal, no últimamente. Aquella forma de caminar, como si llevara el peso del mundo sobre los hombros, definitivamente, no era normal.

Inmediatamente, me puse en pie, y pedí a Alexander y a La Toya que me disculparan. Sin saludarle, tomé a Michael del brazo y lo llevé de nuevo al patio. Me crucé de brazos, parada frente a él, esperando a que me dijera qué pasaba. O que dijera algo. Lo que fuera. Después de un eterno minuto en silencio, supe que no diría nada por iniciativa propia.  

-          Michael –dije, tomándole suavemente la mano, sabiendo que sólo así me miraría -¿Qué ha pasado?
-          Nada –se limitó a decir. Me dedicó un patético intento de sonrisa que no engañaba a nadie.
-          No me engañas –respondí– ¿Qué ha pasado? –pregunté, imprimiendo en mis palabras toda la fuerza que aquel irritante nudo en mi garganta me permitió.

Y guardó silencio. Pero sus ojos gritaban. Y yo tuve ganas de hacerlo también. Pero nada de esto pasó, y me limité a esperar, y esperar.

-          He hablado con Berry esta tarde –dijo, con una voz tan apagada que inspiraba ganas de llorar.
-          ¿Berry? –fruncí el ceño una décima de segundo -¿Berry Gordy? ¿Dijo acaso que moriría pronto? Porque parece que…
-          No bromees con eso, Julia. No. –sentenció, cortante. Aquello dolió– Le hablé de ti.

Y volvió a guardar silencio. Y volví a esperar. Me froté las manos un momento que me pareció eterno. El tiempo parecía estar jugando con mi cordura, ya que pasaba con una lentitud enloquecedora.

-          Le hablé de ti. Y me ayudó a ver las cosas con más claridad. ¿Sabes de qué hablo? –preguntó entonces.
-          Me gustaría saberlo.

Para ser franca, me hacía una clara idea. <<Aquí vamos de nuevo>> pensé.

-          Hay personas que tienen que aprender a amar lo que es bueno para ellos, lo que los protege del sufrimiento. Aunque eso signifique un poco de sacrificio. Tienen que renunciar a aquello que los daña, aunque les dé la ilusión de ser felices. Con el tiempo, cuando hayan aprendido a olvidar aquello a lo que renunciaron, se darán cuenta de que son realmente felices y que en realidad no renunciaron a nada. Todo lo contrario, –se detuvo y me miró como si con el simple poder de su mirada fuera a romperme– ¿Sabes por qué te digo todo esto?

Hipnotizada por su mirada, negué con la cabeza. Repentinamente, se había formado un nudo aún más grande en mi garganta, y me veía incapaz de hablar.

-          Porque es tu caso. Es nuestro caso. –soltó, y me tomó la mano como si no quisiera hacerlo– Sabes que no puedo darte lo que necesitas. Sabes que el verdadero sentido de tu vida va más allá de lo que yo pueda llegar a entender. Sabes que el centro de tu gravedad está lejos de mi alcance. Sabes que tu felicidad está corriendo más allá de las puertas de Hayvenhurst. Sabes que sufrirás si te quedas. Lo sabes todo, y aún así sigues aquí.

Y callé. Su flecha había dado en el blanco. Michael, con unas palabras, hacía que mi pared de piedra se tambaleara, amenazando con caerse a pedazos.

-          Sabes que mereces algo mejor que esto. Lo sabes y al parecer poco te importa. ¿Por qué? Sabes que si miras alrededor encontrarás algo mejor que esto. Y sigues aquí. ¿Por qué? –aquello comenzaba a doler más de lo estrictamente necesario– ¿Qué puedo ofrecerte yo? Si prestas atención, repararás en el hecho de que no puedo darte nada que no tengas ya. Problemas y sufrimiento. ¿Por qué empeñarte en encontrar aquí lo que sólo puedes encontrar fuera? ¿Por qué engañarte a ti misma pensando que encontrarás en mí lo que sólo puedes encontrar en otra persona?

Me mordí el labio con fuerza, hasta sentir el metálico y característico sabor de mi propia sangre.

-          Porque… te amo –fue lo único que atiné a decir. Y sólo Dios sabía cuánto– Y puedes ofrecerme más de lo que crees.

Soltó un bufido bastante audible, como si yo hubiera dicho algo realmente absurdo. Además de ofenderme ligeramente, aquello me golpeó con fuerza.

-          No es cierto. Sólo piénsalo. Y piénsalo bien –dijo, tomándome de las manos con fuerza, clavando en mí sus desesperados ojos– Aquí, escondida en Hayvenhurst, puedo garantizar tu seguridad, pero no puedes permanecer aquí siempre. Y si sales, te toparás de frente con mi mundo. Mi verdadero mundo, ese en el que no te quiero –se detuvo, y bajó la vista un instante, como si soltar aquellas palabras resultara exhaustivo– ¡Si tan sólo entendieras!

Y aquello dolió. Dolió más porque sí entendía.

-          Entiendo –comencé, haciendo mi mayor esfuerzo por controlar los temblores en mi voz– Más de lo que crees. No sólo lo entiendo, lo he visto, Michael, más de una vez. Los portones de Hayvenhurst no siempre logran detener a los periodistas. Sé que si salgo de aquí una legión de periodistas caerá sobre mí. Sé que la gente hablará… ¡Y no me importa!
-          ¡Debería importarte! –exclamó entonces, soltando bruscamente mi mano– No soporto la sola idea de que alguien te haga daño.
-          No lo hagas entonces –le corté– No lo hagas, y déjame caminar directo al fuego. Eso es lo que quiero hacer –yo misma me sorprendí de no temblar internamente al soltar una verdad de ese tamaño– Comienzo a pensar que Berry Gordy no tiene nada que ver en esto. Me hiciste prometer que lucharía hasta el final por esto. Y lo estoy haciendo. Tú prometiste lo mismo.

Aquel dolor comenzaba a expandirse. Era un dolor lacerante, que rozaba cada parte de mi cuerpo, y se deleitaba deteniéndose en mi corazón. En aquel momento, sentí que el fin estaba cerca. Más cerca que nunca.  

-          Lo sé, y no pasa un día sin que me lo recuerde. Te prometí estar contigo siempre, te prometí cuidarte… pero está costando más de lo que imaginé, más de lo que ambos imaginamos jamás.

Se rendía. Así, ante mis ojos, Michael Joseph Jackson se rendía.

Pero yo no. O… quizá no.

-          ¿Y qué significa eso? ¿Que sólo porque sea difícil debemos renunciar a ello? ¿Significa que tengo que sacrificar la mitad de mi corazón para hacer las cosas más fáciles? ¡Sabes que no será así! –había llegado al límite, y comenzaba a gritar como una auténtica demente justo entonces, Michael me miró, resignado, cansado, y mis lágrimas cayeron entonces –Y si eso es lo que piensas… quizá así sea. Pero sólo para ti.

Comencé a caminar al interior de la casa, enjugándome aquellas malditas lágrimas con furia, dispuesta a volver a sentarme en ese sofá y no marcharme de ahí hasta que los pedazos de mi corazón estuvieran repantigados en el suelo.

-         ¡Y no pienso irme, si eso era lo que querías! –grité, justo antes de entrar.
-          No es lo que quiero, es lo que debes hacer –dijo, tomándome firmemente del brazo con el que sostenía la perilla de la puerta.

Y las ganas de estrellar mi puño contra su perfecto rostro fueron casi irrefrenables.

-          ¿Eso piensas, entonces? Prometí no dejar de luchar por esto hasta que tú me lo pidieras… -y tuve miedo de pronunciar las palabras siguientes, pero tenía más miedo de su respuesta -¿Es lo que estás haciendo?

Miedo. Dolor. Desesperación. Furia. Más miedo. Y más dolor. Pareció entonces que tardaba una eternidad, una dolorosa eternidad. El río de lágrimas que resbalaban por mi helado rostro era ahora irrefrenable. Y dolía.

-          Sí –murmuró.

Y mis muros se derrumbaron.
Y mi corazón se rompió.

miércoles, 13 de julio de 2011

Capítulo 35

XXXV

Narra Michael.

Ahora, a media mañana de aquel 8 de agosto de 1975, todo parecía diferente. A la distancia, todo había cambiado, pero si uno se acercaba y miraba con atención, era fácil descubrir que el temor, las dudas, las luchas contra el destino y las carreras contra el tiempo seguían ahí, acechando, y que, probablemente, ahí seguirían toda la vida.

Había pasado mucho tiempo desde aquella última pelea que ahora parecía borrosa, como si formara parte de una lejana pesadilla que se había hecho eterna. Había pasado mucho tiempo, y las cosas, aparentemente, habían cambiado considerablemente…

El sol hacía su lento recorrido diario por el cielo. Aquella lejana bola de fuego se limitaba a sonreírle al mundo con soberbia, consciente de su benévola supremacía en las alturas. Cuando se detuvo a mitad de aquel aparentemente imperturbable mar de nubes casi transparentes, el calor que irradiaba era casi insoportable, irritantemente insoportable, incluso si uno se encontraba refugiado en las sombras. Un auténtico infierno miniatura en la Tierra.

Me encontraba recostado contra el tronco de un enorme jacarandá florecido, bajo el cual, me parecía, había hecho infinidad de viajes a otros mundos, sin separar los pies del suelo. Sentado ahí, sin nada más qué hacer que describir innumerables círculos infinitos en el cielo, descubrí que en mí había algo distinto, como si yo mismo hubiera despertado de un largo sueño sin notar que antes dormía. Probablemente, al fin y al cabo, así había sido.

Ahora me sentía tranquilo, porque todo lo que necesitaba para ser feliz se concentraba en una sola persona, y en su propia felicidad. Ella estaba recostada a una distancia que se me antojaba infinita, pero que, probablemente, eran sólo unos metros. Miraba atenta las formas de las cientos de translúcidas nubes pintadas sobre aquel desierto azul mientras tarareaba en un susurro casi mudo una canción en español, y movía alegremente sus dedos al ritmo del viento, simulando a pequeñas haditas danzantes. Permanecía boca abajo, y con los codos apoyados en el césped, y balanceaba continuamente sus piernas, en un infantil gesto.

No pude reprimir el pensamiento de que aquella tranquilidad era algo… prohibido. Cientos de problemas, batallas interminables y muchas peleas sin victorias se habían encargado de hacerme creer que cometería un pecado si osaba probar una pizca de aquella calma, de aquella felicidad que parecía algo tan inalcanzable como el sol mismo.

Como si de una tormenta de arena se tratase, el viento trajo consigo recuerdos sombríos, amargos. Recordé entonces el último golpe de cara contra mi antigua muralla…

-          ¿En qué demonios estabas pensando? –había dicho Joseph hacía  más de un mes, mirándome con los ojos inyectados en fuego, repitiendo una y otra vez el guión de aquella infernal obra teatral.
-          Tenía que ayudarla. Yo…
-          ¡Esto no se trata sólo de ti! ¡Y mucho menos de ella! –gritó entonces, haciendo resonar su voz por cada recoveco de la habitación -¿Qué querías probar esta vez? ¿Que puedes ser el héroe que tanto espera? ¿Que puedes darle todo lo que necesita? –se cruzó de brazos con orgullo, cantando una victoria internamente –Sabes que no puedes. Aunque lo intentes, no puedes. En realidad, lo único que ella necesita es alejarse de ti. Necesita descubrir que existe un mundo más allá de esa burbuja que has creado para ella, antes de que alguien más la rompa.

Sin necesidad de escuchar ni ver nada más, salí de ahí, conteniendo un millón de lágrimas que intentaban desesperadamente salir por las cuencas de mis ojos. En cuestión de minutos, había creado un plan que, visto desde una distancia prudente, parecía perfecto, pero al mirar en los ojos de aquella obstinada niña de menudas proporciones, descubrí que mi plan, en realidad, era de papel…

Minutos después, el mismo viento me dejó de nuevo en Tierra, y me detuve a admirar los innumerables haces de luz que se colaban entre las hojas de color esmeralda y las flores violeta, proyectando sus hilos de luz dorada sobre nosotros, endulzando el aire.

Un delicioso aroma a jazmín me regresó a la realidad. Al bajar la vista, no pude reprimir una sonrisa ante la imagen de Julia atenta a los mil colores de una flor. La mirada de determinación que sus ojos reflejaban delataba sus intenciones. Comenzaría a hablar. Y quizá aquello no era tan bueno como parecía. En realidad, estaba seguro de que uno de los dos terminaría perdiendo la paciencia, y odiaba pensar que quizá yo sería el primero en hacerlo. Comenzaba a cansarme de aquellas dudas, aquellos miedos y todas esas inseguridades jamás superadas.

-          Esto es jugar con fuego –comenzó a decir con una voz desesperantemente calmada, y fruncí el ceño, en un intento de entender que no duró más de dos segundos, pues lo hice casi inmediatamente –Lo sabes, ¿no?

Y vaya que lo sabía.

-          Sí, lo sé –respondí, desviando la vista, sin detenerme a disimular mi disgusto <<Aquí vamos de nuevo…>> –Lo sé muy bien. Pero el fuego no siempre es tan malo, ni tan peligroso. Si lo mantienes a raya, no tienes nada de qué preocuparte.
-          Y, ¿estás seguro de poder mantenerlo a raya?

La verdad, no.

-          Confía en mí –me limité a decir, sin añadir que no estaba seguro de poder hacerlo yo mismo. Aquello era lamentable, en el mejor de los casos.
-          Confío en ti –murmuró entonces, separando sus ojos de la flor que sostenía para posarlos en un punto indefinido en el horizonte –Pero no confío en… Joseph. Y mucho menos en mí.
-          ¿Por qué? –pregunté, intentando moderar el tono de mi voz. Me detuve a suspirar profundamente, y esperé a que me mirara fijamente para continuar: -¿Por qué es tan difícil creer que saldremos de esto? Estás aquí, ¿no? ¿Es que eso no cuenta? ¿Es que no te basta con saber que estoy aquí, y que no me iré nunca?
-          Probablemente tú sí, Michael –dijo, desatando viejos demonios con cada palabra que soltaba –Quizá tú sí tengas las fuerzas para seguir con esto, para dejarte arrastrar por la corriente hasta llegar al mar… Pero, ¿y si nunca llegamos al mar? ¿Y si lo que encontramos es una enorme catarata? ¿Cómo puedes asegurarme que saldremos vivos de esto? –dijo, enviando aquella flor a metros de distancia con un manotazo –No. Mejor aún: ¿Cómo puedo yo asegurarte que resistiré a esto?


La miré, y por mi mente pasaban cientos de respuestas posibles a aquello, pero me limité a guardar silencio y observarla mientras también se debatía interiormente.

Con el tiempo, había aprendido a memorizar y distinguir cada movimiento infinitesimal de sus ojos de caramelo y de sus manos de seda. Entonces, supe que Julia había agotado sus palabras, sus últimas excusas, la expresión final de sus miedos. Me ví obligado a reprimir las incontrolables ganas de lanzar un suspiro de alivio entonces.  

Quizá todo en realidad saldría bien. Quizá aquella temerosa muñequita de cristal era más fuerte de lo que parecía. Quizá yo también lo era. Y deseaba desesperadamente que así fuera.

Por el momento, mi mal humor crecía a cada momento, a la misma velocidad que la temperatura aumentaba. Y por más que intentaba despejar mi mente de aquella semilla de incertidumbres que las palabras de Julia habían plantado, ellas volvían una y otra vez. Miré a Julia con la menor exasperación de la que fui capaz, y ella me devolvió una media sonrisa que bastó para llevarse mis infundadas rabietas a kilómetros de distancia.

Pero, detrás de su sonrisa, sus miedos seguían ahí, convirtiéndose inmediatamente en los míos, ampliando el ya titánico tamaño de mis dudas e inseguridades. Y Joseph también seguía ahí, y siempre pretendía mirar a través del menudo cuerpecito de Julia, fingiendo que aquella niñita de cabello castaño no vivía bajo su mismo techo.

Y, para cerrar con broche de oro, el miedo de perderla seguía ahí, más presente que nunca. Aquel miedo que se apoderaba de mí cuando menos lo esperaba, a veces me hacía creer que terminaría por volverme loco. Cuando miraba en los brillantes ojos de Julia, y recordaba que la eternidad está vedada a los humanos, un miedo ridículamente paralizante me tomaba de la mano, y parecía llevarme directo a la locura. Entonces, apenas me veía capaz de contener las lágrimas, y esbozaba una patética sonrisa que ella me devolvía con cierta desconfianza, riendo interiormente ante el repentino cambio de color en mi rostro.

Y ahí estaba, odiando al mundo y maldiciendo aquellas palabras que Julia se había empeñado en pronunciar, cuando uno de mis más grandes problemas se materializó frente a mis ojos. La altanería tomó forma, bajo el nombre de Alexander.

Él caminaba hacia nosotros con relativa lentitud, y no me sorprendió en absoluto el hecho de que detrás de él caminara La Toya. Julia se puso de pie inmediatamente y esbozó una inmensa sonrisa que logró encender un foco rojo en mi cabeza. ¿Celos?: ¡Imposible!

-          Hola, Michael. –murmuró con su característica voz siempre medida, y yo le respondí con un movimiento de cabeza. Inmediatamente después, Alexander se dirigió a Julia –La Toya me ha dicho que llevas un buen tiempo viviendo aquí –continuó, esbozando una sonrisa de un tamaño irritantemente grande –Recordé que no te veía desde aquella fiesta, así que pensé que sería una buena idea visitarlos.

Aquello, definitivamente, no era una buena idea, pero nadie ahí pareció notarlo. Alexander y Julia comenzaron a hablar en el acto, y yo permanecí a su lado, paseando la vista de uno al otro, completamente fuera de lugar.

-          ¿Celos? –susurró a mi oído La Toya, dirigiéndome una sonrisa maliciosa.
-          Es una broma, ¿verdad? –le respondí, sin pensarlo, y ella frunció el entrecejo, divertida, aún con aquella extraña sonrisa grabada en sus delgadas facciones –Por supuesto que no. Son amigos. ¿Qué hay de malo en eso?
-          Nada –dijo despreocupadamente al tiempo que alzaba los hombros, ampliando el tamaño de su sonrisa –Sólo quería asegurarme.

Continué mirando a Julia, y, ocasionalmente ella me dirigía miradas que parecían querer decir “Tranquilo. Se irá pronto”.

-          Alexander –dijo La Toya después de un rato, poniendo a prueba los restos de mi escuálida paciencia -¿Qué te parece si te quedas a cenar? Hace mucho que no tenemos un invitado, y estoy segura de que Katherine no tendrá ningún inconveniente en cocinar de más.

Y, Alexander aceptó. Aquel caluroso día se había convertido, oficialmente, en un verdadero infierno en la Tierra. Entonces, Julia me miró, como queriendo decir “¿Qué puedo hacer yo?”.

En realidad, no podía hacer nada. Aquel joven londinense de amables ojos avellana, quien no parecía tener defecto alguno, se quedaría. Metí ambas manos a los bolsillos, intentando por todos los medios posibles ocultar mi animadversión hacia aquel perfecto espécimen inglés. Comenzaba a considerar seriamente aquello de los celos…

Entonces, en medio de ese mar desconocido, y mientras veía a un acalorado Jermaine acercándose a nosotros desde el otro extremo del patio, fue casi imposible para mí reprimir una carcajada de total frustración. Me limité a toser ruidosamente, ahogando cientos de frustradas risotadas, mientras miraba a través de mis pestañas la mirada de total incomprensión que Julia me dirigía

-          Mike –comenzó a decir Jermaine, después de haber dirigido miradas amables a todos ahí.

Y sabía exactamente lo que diría. Joseph quería verme.

-          Joseph quiere verte.

Bingo.

-          Ya sabes. Las grabaciones que nunca terminan, las presentaciones que se suceden una a otra, y cientos de cosas más a las que nunca me acostumbré.
-          Bien. Entiendo –respondí a regañadientes –Vamos ya.

En realidad, la idea de “grabaciones que nunca terminan” y aquellas “cientos de cosas más” no me apetecía en lo absoluto. Y la idea de dejar a Julia con aquel caballero del siglo XVI me apetecía menos aún. Sin querer (o sin poder) resignarme, caminé tras Jermaine, haciendo gestos de despedida con la mano a una Julia que me mostraba la más flamante sonrisa que jamás había visto en su rostro. Sus ojitos caramelo casi reflejaban la misma resignación que los míos.

La abracé fuertemente antes de dejarla bajo aquel jacarandá bajo el cual aún nos faltaban infinidad de viajes a Nunca Jamás. Y entonces, mientras caminaba detrás de Jermaine, decidí que ni Joseph ni Alexander me impedirían ser feliz. No más.





<<Michael se alejaba de nuevo, esta vez detrás de Jermaine. Casi me arrepentí entonces de no haber corrido tras él. En aquel momento, ninguno de nosotros fue capaz de ver la pequeña tormenta que comenzaba a alzarse sobre el horizonte.

Pasaría algún tiempo antes de que aquella tormenta llegara hasta nosotros, pero cambiaría considerablemente el ritmo de las cosas.

Al final, aquello me haría recordar que la felicidad eterna no era un lujo de los humanos. Pero, en aquel momento, mientras miraba los resignados ojos de Michael, poco me importó aquello…>>




martes, 5 de julio de 2011

Capítulo 34

XXXIV

Al parecer, la misma historia estaba destinada a repetirse infinidad de veces.

Una y otra vez. De la felicidad al miedo en un instante. Un infinito círculo vicioso destinado a volverme loca. Un enorme sacrificio que se repetía millones de veces, que parecía más difícil cada día, y una inquebrantable promesa que estaba dispuesta a cumplir cada mañana para mirar nuevamente aquel par de enloquecedores ojos marrones, el único lugar donde me sentía segura…

Y aquellos “cinco minutos” parecían eternos. Me dediqué a mirar el brillo del millón de estrellas suspendidas a años luz sobre mi cabeza, hablando con una Janet que luchaba infructuosamente contra el sueño recostada a mi lado. Una hora después, vislumbré la alargada figura de Michael recortada a contraluz caminando hacia nosotras. Inmediatamente, mi corazón inició su frenética carrera de nuevo, aquella carrera cuyo principio ya había olvidado, y cuyo fin nunca llegaría.

Michael caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, y la mirada clavada en sus pies al andar. Me puse de pie, y la soñolienta Janet hizo lo mismo. Y bastó un vistazo fugaz para saber que algo andaba mal.

Dudas, miedos e inseguridades salieron a flote entonces, agolpándose a una velocidad imposible, estrellándose con una fuerza demoledora contra la superficie helada de mi rostro, rasgando los últimos restos de mi frágil cordura. La irreal y neblinosa imagen de Michael caminando en cámara lenta, con la mirada perdida en los miles de puntos brillantes en el cielo, en sus mocasines negros, en el cristalino correr del agua en la fuente del patio… en todo, menos en mi desesperado intento de llamar su atención fue… aterradora.           

Pude sentir cómo la sangre huía rápidamente de mi rostro, y unas irrefrenables ganas de salir corriendo comenzaron a dominarme. Esperé en mi sitio, intentando en vano controlar mi agitada respiración.

Podía escuchar las mordaces palabras de Joseph, podía sentir su rechazo, podía verme reflejada en el fuego de sus ojos, y sentir cómo el aire se enturbiaba. Creí incluso poder verle apoyado contra el marco de la puerta, como si de mi demonio personal se tratase. Y podía reproducir la discusión que ambos habían sostenido con total precisión. El problema estaba más allá de ellos. El problema era yo. Aquel rechazo, aquel fuego en los ojos de Joseph, habían dejado su rastro en la seria expresión de Michael, quien continuaba caminando con lentitud directo hacia mí.

Y cuando lo tuve a tres metros de mí, las miles de lágrimas que sus ojos intentaban contener me hirieron como diminutos aguijones clavándose en mi piel.

-          Janet, es tarde. Deberías estar dormida –la reprendió suavemente Michael. Mientras la miraba, esbozaba una patética media sonrisa. Algo andaba verdaderamente mal.
-          Pero, Michael, todavía no tengo sueño –dijo Janet, frotándose los ojos, y conteniendo el bostezo que amenazaba con escapar de sus delicados labios.
-          No me lo parece –Michael dejó escapar un intento de carcajada, se arrodilló frente a ella, y le susurró largamente al oído palabras de las que no pude percibir más que murmullos ininteligibles.

Segundos después, la pequeña niña, que parecía ser una copia a escala de Michael, avanzaba dando trompicones hacia la casa, aún frotando infantilmente sus ojos color chocolate.

Casi tuve miedo de romper el silencio. Pero tuve más miedo de mirar a Michael. Sabía que lo que encontrara ahí podía terminar de romper mi corazón.

-          ¿Qué ha pasado? –pregunté seriamente en cuanto Janet hubo cruzado la puerta, mirando cómo Michael bajaba la mirada, y volvía a clavarla en sus zapatos. Los latidos de mi corazón aumentaban su velocidad a cada momento, y me pareció entonces que podían escucharse a millas de distancia –Michael, ¿qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho? –casi grité.

Silencio. Sólo silencio entonces. De vez en cuando, un profundo suspiro de Michael rompía aquella sensación de irrealidad. Él se sentó en el borde de aquella mágica fuente que vidas atrás había presenciado un milagro. Silencio… que sólo se rompió años después cuando Michael, sin delicadeza alguna y deshaciéndose de rodeos, finalmente dijo:

-          Que debes irte –aquellas palabras se clavaron como un cuchillo en mi corazón, y como miles de espinas sobre mi piel –Y tiene razón. No puedo hacerte esto.
-          ¿De qué hablas? –pregunté, comenzando a caminar de un lado a otro, mordiéndome un labio hasta sentir dolor. Dolía incluso más, pues sabía exactamente de qué hablaba… Pero aquella verdad era ridículamente difícil de aceptar.
-          Fui un tonto al pensar que estarías mejor aquí que en tu casa –se detuvo y me miró por una milésima de segundo, y bastó aquello para saber que a él aquello le causaba tanto daño como a mí –Joseph… él puede hacerte daño. Y no lo permitiré, porque no podría perdonarme si eso pasara –musitó, sin dirigirme la mirada, con una voz aterradoramente parecida a un témpano de hielo.
-          Entonces, eso quiere decir que…
-          Además… -continuó, interrumpiéndome –No puedes vivir encerrada aquí. No puedes… Tu vida sería… Yo… -lanzó un verdadero suspiro de frustración y se puso de pie, caminó hacia mí y me tomó de las manos –Además, sería una locura que la prensa…
-          Que la prensa supiera de mí… –finalicé la oración, sin detenerme a disimular mi irracional tristeza –Lo sé… Sería una total vergüenza, ¿no? –dije, y al instante, solté bruscamente las manos de Michael, decidida a salir de ahí antes de que me viera llorar como la idiota que era.

Cientos de fugaces pensamientos y series de imágenes inconexas  recorrieron mi mente en menos de 30 segundos. Decidida a tomar la maleta que aún seguía en el recibidor, y abordar un taxi con destino al fin del mundo, di la espalda a Michael y prácticamente eché a correr torpemente, con dirección a la casa, sin molestarme en recoger los pedazos de mi corazón.

Michael, además de sentir miedo… sentía vergüenza. Verse relacionado con una inmigrante mexicana, huérfana de madre, víctima de la violencia, sin lugar en el mundo, con poco que ofrecer y nada en los bolsillos… era, definitivamente, motivo de vergüenza. Él, rodeado de oro y diamantes, ¿para qué se detendría a admirar una simple pieza de porcelana?...   

Y no me detuve a pensar que huir de aquella manera carecía completamente de sentido alguno. Tampoco pensé en que probablemente Michael tenía más miedo que yo… pero en aquel momento nada me importaba. Mi peor defecto me llevaba de la mano directo a la salida, y si no me detenía ahora, podía arrepentirme después.

<<Sal de aquí, ya>>, <<Camina>>, <<¡Más rápido!>>, <<¡No llores!>>, <<¡Camina!>>. 5 segundos después, cuando todos aquellos pensamientos hubieron desfilado por mi mente, Michael, con su velocidad casi sobrehumana, se había colocado frente a mí, respirando agitadamente, e impidiéndome el paso. <<Maldita sea…>>

-          Espera –comenzó, tomándome de la mano nuevamente –¿De qué hablas ahora? ¿Vergüenza?

Sostuvo con firmeza mi tembloroso y húmedo rostro entre sus manos, mirándome fijamente, dejándome sin escapatoria. Nuevamente, comencé a odiar su capacidad de hacerme creer en cada una de sus palabras.

-          Eres lo mejor que me ha pasado jamás. Lo más valioso que tengo… ¿Es que aún no lo entiendes? –Michael borraba las escurridizas lágrimas que a pesar mío habían escapado de mis ojos –Y no voy a dejarte ir. Nunca. Porque entonces, ya no habría salvación ni clemencia alguna. Ya no habría vida, ni razón alguna para vivir. Ya no habría sol, ni ganas de ver el día. No habría nada. Nada… excepto dolor, y la enloquecedora desesperación de saber que tú eres el único alivio.

Michael me tomó entre sus brazos, y me retuvo ahí hasta que mis lágrimas se hubieron acabado. Los latidos de su corazón se llevaron, uno a uno, las miles de dudas que habían vuelto a agolparse sobre mí. Sus manos sobre mi espalda, ciñéndome a él, me hicieron saber que ahí estaba segura. Rápidamente, volví a construir mi burbuja. Aquella burbuja que se destruía bajo el aterrador brillo de los ojos de Joseph, y que se hacía más fuerte bajo el etéreo brillo de los ojos de Michael.

-          Te quiero, ¿entiendes? Te quiero, y nada cambiará eso –susurró a mi oído.

Y continuábamos ahí, abrazados, en la mitad de aquel inmenso patio que se veía iluminado sólo por la luz de la luna y de las titilantes estrellas.

Ahí, en aquel patio surcado de las negras sombras de los árboles que se arrullaban con el canto de los grillos, poblado de cientos de luciérnagas danzantes e inundado de una magia especial, recordé que estaba abrazada a mi única necesidad, a mi más grande sueño.

Mientras los latidos de su corazón me llevaban por encima de las nubes, y su cálido aroma me desconectaba de la realidad, recordé la razón por la cual no podía irme: Si cruzaba aquella puerta, dejando a Michael con las manos extendidas esperando mi regreso, pensando orgullosamente que podía vivir sin él… moriría en el intento.

-          Te quiero, y por eso mismo, no puedo tenerte aquí. Sería exponer a mi muñequita de cristal al fuego de los infiernos –y sonrió entonces. Una sonrisa torcida, una sonrisa a medias completamente irresistible.
-          Entonces, ¿pensaste en algo ya? –pregunté, resignada, prendada de aquella sonrisa, del reflejo de la luna en sus magníficos ojos marrones, y de los perfectos bordes de su rostro a contraluz -¿Sabes qué hacer?
-          No tengo ni la menor idea –confesó, ampliando el tamaño de su sonrisa, convirtiéndola en un pedacito de perfección –Pero, esta noche, no pensemos más en esto. Mañana encontraremos una solución. Me aseguraré de ello –y, cuando creí que la sonrisa de Michael no podía ser más hermosa, me regaló un verdadero milagro a escala.

Incertidumbre. Dolía, pues siempre había sabido que ese momento llegaría. Joseph era el homónimo de mi padre. Y poco importaba si Joseph me hería, pero la simple idea de que le hiriera a él era dolorosa, inaguantablemente dolorosa. El dolor escrito en las delicadas facciones de aquel ángel se convertiría inmediatamente en mi dolor, multiplicado infinitamente.

Cruzamos el oscuro patio sintiendo los restos de lluvia mojar las orillas de nuestros pantalones. Después de entrar a aquella flamante casa que parecía nunca dejar de impresionarme, llegamos al recibidor y tomamos nuestro equipaje. Michael se detuvo un momento a intercambiar palabras con un Jermaine casi tan molesto como Joseph, aunque mil veces más amable y considerado.

Entonces, mientras esperaba, el cansancio comenzó a obrar sobre mí. Incapaz de mantener los ojos abiertos, o de mantenerme en pie más de 30 segundos, en poco tiempo, me ví separada de la Tierra, en los brazos de aquel galante príncipe.

-          Michael, no… -me costó un momento identificar aquellos ininteligibles murmullos como míos –Yo puedo…
-          Lo dudo mucho –dijo Michael, dejando escapar una serie de centelleantes risillas...

Y, después de aquello, me llegaban enredados restos de realidad carentes de sentido. Un suave manto me cubrió, y un cálido cuerpo se recostó a mi lado, abrazándome por si decidía huir de nuevo.

Y soñé. Soñé con el mar multicolor de aquella isla perdida en la nada, soñé con la blanca arena de aquella playa que escuchó risas y confesiones, soñé con los infinitos tonos verdes de los árboles que nos sirvieron de cobijo… Soñé con Nunca Jamás.

Peter Pan estaba ahí, por supuesto. Disfrazado de un tímido muchacho de rizado cabello negro, dulces ojos marrones y arrebatadora sonrisa, Peter Pan reía conmigo. Entre carreras por aquella inmaculada playa, lluvia de risas bajo un árbol, guerras en el agua, éramos felices.

Y la felicidad no había sido fácil de encontrar, aunque ahora sabía que el principal error había sido buscarla. La felicidad se había ocultado de mí siempre, y en aquel sueño bastó una mirada para encontrarla. En aquel sueño, no había tiempo, ni dolor… la felicidad era eterna, grabada para siempre en los cálidos ojos de Michael.

Aquel eterno niño prometió no dejarme jamás… y supe entonces que cumpliría su promesa.

Al abrir los ojos a la mañana siguiente, lo primero que mis ojos vislumbraron fue la dorada figura de Michael apoyando contra el dosel de la cama, sonriendo como si su vida dependiera de ello.

-          He encontrado la solución –anunció con visible entusiasmo, mientras corría directo a la cama y se dejaba caer a mi lado –Escucha: Hablé con Rebbie muy temprano esta mañana. Está dispuesta a…
-          Michael, detente aquí –le paré en seco –No. No iré. Rebbie no tiene absolutamente nada que ver con esto. Será mejor mantenerla alejada de mí. Con la suerte que tengo, es probable que un incendio acabe con su casa –intenté bromear, pero Michael se limitó a mostrarme una sonrisa insulsa.
-          Pero…
-          No creo que quedarme aquí sea tan malo. Al final, Joseph no puede herirme más que mi padre –concluí, mirándole fijamente, en un intento desesperado de hacerle creer –Además, es más probable que la prensa sepa de mí estando fuera –entonces, sonreí interiormente, pues aquel era el punto débil de Michael.
-          Puede que tengas razón –aceptó a regañadientes, mirándome con desconfianza –Pero, si algo llegara a salir mal, irás con Rebbie. Debes prometerlo.

Y no hacía falta prometerlo. Incapaz de reprimir por más tiempo la sonrisa en mi rostro, rodeé el cuello de Michael con ambas manos, y planté un beso su sonrosada mejilla.  

-          Odio que baste un solo beso, una sonrisa o una mirada para convencerme –dijo Michael entonces, mirándome divertido –Si me miraras con suficiente dulzura, podrías convencerme de que es posible tomar un avión con destino al sol.

Le miré, divertida, incapaz de hacer otra cosa. Los dorados rayos de sol colándose por sus rizos negros, y reflejando su luz en sus enormes y dulces ojos captaron totalmente mi atención, haciéndome incapaz de articular palabra. Y le hubiera mirado eternamente, pero el sutil rubor de sus mejillas aumentó su intensidad, y su rostro entero se cubrió con el velo de la timidez.

-          Un día espléndido, ¿no crees? –dijo Michael, mientras corría hacia la ventana –Vamos.

Me tomó de la mano y me llevó directo a Nunca Jamás.

-          ¡Hola! –me dijo la pequeña Janet en cuanto hube cruzado la puerta de la cocina –Lindo pijama –sonrió, mientras miraba divertida el enorme pijama que llevaba.
-          Gracias –murmuré entre dientes, asesinando con la mirada a Michael, quien no paraba de reír.

En aquel momento, un delicioso aroma a galletas recién horneadas inundó la habitación. Katherine cruzó la puerta en aquel momento, con una bandeja en las manos y una inmensa sonrisa escrita en su maternal rostro.

-          ¡Niña! ¡Ven, siéntate! –dejó la bandeja en la mesa, me tomó de la mano y casi me obligó a tomar asiento, mientras Michael observaba, divertido –Las chicas y yo hemos preparado galletas. Están deliciosas, si puedo presumir.
-          No exagera –dijo Michael, dando una gran mordida a una galleta con chispas de chocolate de aspecto apetitoso –Tampoco te dejará salir si no te has comido, por lo menos, media bandeja. Pero podemos llegar a un acuerdo, ¿no es así?

Katherine soltó una serie de musicales risillas, y pronto, Michael reía con ella. Y cuando se miraron, recordé que el amor verdadero existía. En los ojos de cada uno se reflejaba el más puro amor, admiración y orgullo. Bastaba un vistazo a ambos para saber que darían la vida por el otro. En la tranquila mirada de Katherine se encontraba el cálido amor de una madre, aquel amor que sólo entonces conocí.

Michael susurró largamente al oído de su madre. Katherine soltaba una risilla ocasional, y me miraba dulcemente a intervalos. Cuando comenzaba a impacientarme, y cansada de intentar ocultar el rubor de mis propias mejillas, Katherine dijo:

-          Está bien. Pueden irse –miraba a Michael con una inmensa sonrisa grabada en los labios –Pero cenarán con nosotros –sentenció finalmente.

Y, antes de darme tiempo de responder, y sin dejarme reaccionar, Michael rodeó mi cintura con ambo brazos y me abrazó con fuerza, sorprendiéndome.

Me tomó de la mano, y me llevó, prácticamente a rastras, al patio. A pesar de mis iniciales protestas, me obligó a cerrar los ojos. Esperé, atenta a los sonidos que el caminar de Michael producía.

-          Abre los ojos –murmuró a mis espaldas.

Y abrí los ojos. Inmediatamente sentí un estallidos a mis espaldas, y segundos después, gotas de agua caían copiosamente de mi camiseta al suelo. Miré a Michael, quien sostenía otro globo de agua en la mano, y no paraba de reír.

-          Muy bien –dije, cruzándome de brazos –Esto es guerra.

Y corrí torpemente hacia él, sabiendo que el globo que sostenía pronto me estallaría en pleno rostro. Pero poco importaba. Michael tenía un completo arsenal de globos a sus espaldas, y cuando llegué a ellos… la batalla campal comenzó.

Entre estallidos de globos multicolores, entre el brillo de cientos de gotas volando con dirección al sol, entre risas musicales, y una infancia fuera de lugar, pasó el resto de mi día. Y el siguiente, y el siguiente, fueron idénticos.

Y así era justo como debía ser. Felicidad palpable en el ambiente. Felicidad en el rostro de Michael y en el mío propio.

Y era más feliz incluso, pues sabía que si extendía las manos, inmediatamente, los espacios entre mis dedos se verían ocupados por los dedos mismos de Michael.

Felicidad. Sin buscarla, la había encontrado. Y, mentalmente, crucé los dedos, deseando que aquel día durase por siempre.