martes, 4 de octubre de 2011

Capítulo 41


XLI
Narra Michael.

Colgué el teléfono entonces.

Recargué mi espalda contra la pared, y, simplemente, me derrumbé. Una vez más.

Recordé entonces el momento en que, armado de un falso valor, tomé el teléfono, con aquellos indescifrables dígitos grabados a toda prisa en una servilleta usada, y la decisión irrevocable de escuchar su voz. Esto puede verse como simple arrepentimiento, pero en aquellos momentos, era puro instinto de supervivencia.

Habían bastado unas palabras fuera de lugar de La Toya y una petición (o una humillante súplica) a Berry Gordy y su capacidad de conseguirlo todo en un tronar de dedos, para obtener el teléfono del nuevo apartamento de Alexander. Y cuando tuve frente a mí esos números que parecían trofeos, no dudé en hacer uso del primer teléfono que encontré.

Cuando el mismo Alexander contestó, estuve tentado de colgar, aterrado, derrotado y dolido. Ansiaba escucharla a ella. Había tomado el teléfono con el único objetivo de llenarme los oídos con aquella voz que ni en sueños dejaba de ejercer su encanto sobre mí, aquella voz dulce, suave, aquella voz que era seductora a pesar de sus infantiles matices.

La necesidad de saber de ella había sido más grande que mi miedo, mi cobardía. Y entonces, la dura voz de Alexander volvió polvo mis esperanzas y mi propio corazón, haciendo que me replantease la idea de llamar más tarde.  

-          ¿Cómo está ella? –pregunté estúpidamente, después de pensar, dudar y temblar mil veces.
-          No creo que en verdad te interese, Michael –respondió fríamente, y con todo derecho.

Por un momento, mientras intentaba deshacer el nudo en mi garganta, dejé de ser consciente de con quién hablaba, e incluso de mi mecánica respuesta. Durante aquellos eternos treinta segundos, intenté prepararme para la dura respuesta que Alexander seguramente soltaría, y que yo ya me imaginaba.

-          Justo como debería estar. Intentando olvidarte –dijo por fin.

Entonces sentí como si un camión me hubiese golpeado. Hice el teléfono a un lado, enjugándome las lágrimas que no pude evitar derramar.

-          Bien –respondí, después de suspirar, intentado en vano deshacer el nudo en mi garganta –Por favor, avísame si lo lograra. Eso significaría que yo también puedo olvidarla a ella. 

Y colgué, haciendo gala de mi enorme cobardía una vez más.

Descubrí entonces que había cometido el error más grande de mi vida entera. Haberla dejado ir fue como sacar a un pez del agua, esperando que se sintiera más cómodo.

Descubrí también que aquel vacío en mi pecho, aquel profundo dolor que me impedía respirar y que llenaba mis ojos de lágrimas tenía nombre: impotencia. Comencé creyendo que se trataba de culpa, pero terminé por concluir que se trataba de la más grande desesperación causada por la impotencia de no poder dar vuelta atrás al tiempo.

El tiempo, mi más grande enemigo. No. Sonreí, totalmente frustrado, al darme cuenta de que mi más grande enemigo era yo mismo. Yo y mi cobardía.

Cargaba con aquella desesperación en los hombros, día y noche. Los recuerdos parecían salir de las paredes, dispuestos a enloquecerme de un momento a otro. Pues en todos lados estaba ella. En el sofocante calor de septiembre, en las polvorientas teclas del piano de cola, en los libros a medias del estante, en la sonrisa de Janet, y, sobre todo… en mi mente.

Mi mente. El único lugar en el que Julia sería eterna. Ahí, su sonrisa sólo se borraba para dar paso a las cientos de lágrimas que había derramado por mí culpa. En la isla, en el patio, en México, en el patio de nuevo, y, finalmente, frente a los portones de Hayvenhurst.

Esos pensamientos terminaron por ocupar todo mi tiempo. Y aun cuando fingía prestar atención a los brutales regaños de Joseph, los recuerdos de Julia mirándome a hurtadillas, sonriendo y sonrojándose cada vez que la descubría en el acto lograban sacarme una sonrisa rota, derrotada. Los recuerdos de sus labios rozando mis mejillas, borrando así cualquier pensamiento en mi mente siempre lograban que una lágrima terminara resbalando por mi rostro.

Los días y mi propia apatía habían alejado a Janet de mí. Aquella pequeña niñita de rizado cabello y ojos curiosos se había asustado de mi propia estupidez y mi necedad de no reír ni por cortesía. Al final, después de cansarse de insistir, se había ido, molesta y harta.  

Y, en realidad, aquello comenzaba a hartarme incluso a mí. En ocasiones me detenía a pensar: ¿Qué pasaría si…? O incluso, ¿Debería…?. Pero, casi inmediatamente, esos pensamientos se esfumaban de mi mente, expulsados por pensamientos como: “No. No quiere verme más”. O un ocasional: “No. Te odia, tenlo por seguro”.

Pensamientos propios de un completo y estúpido cobarde.

Con el paso de los días, comencé a odiarme. Me odiaba no sólo por haberla dejado, no sólo por haber roto mi corazón en mil y un pedazos. Me odiaba por haber roto su corazón en mil y un pedazos. Pues yo sabía que ella me amaba. ¡Demonios, lo sabía! Y ahora, probablemente me encontraba a años luz de ello. Yo mismo me había encargado de ello. ¡La culpa era sólo mía y de mi miedo! Miedo de… mí mismo.

Fue como haber descubierto un décimo planeta. Darme cuenta de que, en realidad, tenía miedo sólo de mí mismo debió haber sido el descubrimiento de la década. Pues, era cierto. Aquellos “vanos intentos de protegerla del mundo” se reducían a “vanos intentos de protegerla de mí”. Y fracasé, pues le hice el daño más grande, la abandoné en un mundo desconocido, rompiendo mi débil corazón en el proceso.

<<Estúpido>>, pensaba. Y en realidad, era mucho más que sólo eso, pues debía estar completamente loco si planeaba vivir sin oxígeno, sol, agua, con un puñal clavado en medio del alma, y con la tarea de parecer el Michael de siempre, (obviamente, fracasando en el intento).

Eran increíbles los esfuerzos que hacía por no terminar lastimándome a mí mismo en mis momentos de desesperación, de impotencia. Sin afán de ser presuntuoso, debo decir que eran de admirarse los esfuerzos que hacía por parecer feliz, aquejado sólo por las interminables sesiones en el estudio o los ensayos para tal o cual presentación en tal o cual programa. En realidad, los esfuerzos que hacía sólo para lograr sonreír, le causarían envidia al mismo Hércules aún después de haber terminado sus doce trabajos.

Sonreír se convertía en una odisea, y ser feliz, en un sueño roto por mi propia cobardía.

Incapaz de olvidar, me propuse ocupar mi tiempo y llenar mi espacio. Así pues, pasaba horas ensayando, aun sin necesidad o motivo para hacerlo. Entonces, totalmente agotado, me retiraba a mi habitación, el último lugar en la Tierra en el que quisiera estar, y me limitaba a cerrar los ojos, apretando con fuerza a la Campanita de plata entre mis dedos, y respirando su aroma, que aún parecía fresco en cada rincón de aquel lugar.

Aquello era vivir en el infierno.

-          Vamos, tienes que salir de ahí –gritaba Katherine, con el oído pegado a la puerta que yo nunca abría, obligándome a abrir los ojos.
-          Ahora no, estoy cansado. –mentía, sin molestarme en sonar convincente.
-          Bien –respondía ella, y yo volvía a cerrar los ojos, olvidándome por completo de la puerta –Entraré yo, entonces –las llaves entraban, la perilla giraba, y Katherine me miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados desde el marco de la puerta.  

Miraba a Katherine, que se sentaba a mí lado y me acariciaba maternalmente la cabeza, mientras me hablaba acerca de las razones por las cuales dejar de comer no es saludable.

 Después de aquella llamada, con el paso de los días, mi actividad preferida se convirtió en pasar el tiempo frente al teléfono, esperando a que sonara, y mordiéndome las uñas al saberme demasiado cobarde como para llamar por mí mismo.

Tatum llegaba cada tres días, invitada por la misma Katherine, quien creía, en toda su encantadora ingenuidad, que podría reemplazar a Julia. ¡Como si fuera cierto! ¡Como si un foco pudiera reemplazar al Sol en el Cielo! Tatum parecía cada vez menos dispuesta a pasar tiempo con una imitación barata de Michael, quien nunca respondía a sus preguntas, o, simplemente, no escuchaba las palabras que aquella dulce niñita tenía para decir. Entonces, Tatum se iba, rechazada, cansada, derrotada y molesta.

Y aquel 17 de octubre de 1975, cuando, lentamente, el sofocante calor de septiembre comenzaba a ceder, yo me entretenía clavando mi vista en el ventanal, sentado en la sala que ahora me parecía desierta, con una somnolienta Janet recostada contra mí y Katherine, sentada más allá de la mesita de centro, escudriñando mi rostro con su inquisitiva mirada, dejando de lado cualquier discreción.  

-          Realmente la amas, ¿cierto? –me preguntó entonces, clavando aún más profundo aquel puñal en mi corazón.

No respondí. Un simple “sí” no hubiera bastado para incluir el interminable torrente de sentimientos en los que la palabra amor se había convertido. Un simple “no”, hubiera sido decir la mentira más grande del mundo. La amaba, sí, pero mucho más que sólo eso.

Motivada por el gesto de dolor que seguramente dejé entrever, Katherine concluyó:

-          En ese caso, no veo motivos para que continúes aquí –me tomó una mano, y con la otra, elevó mi barbilla hasta quedar al nivel de su rostro, suspendido a un palmo del mío –Sabes dónde está, Michael. ¿Por qué no…
-          Porque no es tan fácil como pareciera –dije, girando el rostro, a punto de echarme a llorar de nuevo –¿Qué derecho tengo de entrar de nuevo en su vida, una vida que es perfecta sin mí? ¿Con qué derecho me acerco y pido perdón, cuando sé que no lo merezco?

Katherine esquivó la mesita de centro que nos separaba y se sentó junto a mí, dejando que recostara mi cabeza sobre su hombro.

-          Ella me odia, Katherine.
-          Te equivocas.
-          ¿Cómo puedes saberlo?

Y el silencio que se extendió entre nosotros me pareció eterno.

-          Llamó anoche.  
















-          No quiero escucharte ahora, Alexander –había dicho, justo después de colgar el teléfono, al descubrir que Michael había llamado –Debiste haberme avisado. Yo… Quizá…  -y, sin completar a frase, le cerré la puerta de mi habitación en la nariz, mientras corría a refugiarme en mi cama.
-          ¿Quizá? ¿Quizá qué, Julia? ¿Quizá cambió de opinión y quiere conservarte como su mascota? ¿O quizá llamó sólo para saludar?
-          ¡Olvídalo! –le grité, por primera vez desde que le conocí.
-          No puedo.

Entonces caminé con furia hasta la puerta, y la abrí, dispuesta a golpearlo si insistía. No dijo nada –sabiamente–.

-          ¿Qué fue exactamente lo que dijo? –pregunté, mirándolo seriamente, dejándolo sin escapatoria. Cuando Alexander suspiró, supe que lo había logrado.
-          Sólo preguntó por ti. Quería saber cómo estabas.

Me mordí un labio con fuerza –quizá demasiada–, y comencé a caminar en círculos por el apartamento, que se veía mucho mejor libre de polvo, y comenzaba a llenarse de muebles poco a poco. Me detuve, pensando por sólo un instante en la posibilidad de que…

-          Ni lo pienses –me paró en seco Alexander, adivinando mis pensamientos.

Entorné los ojos, y lancé un bufido. Estaba a punto de decir algo cuando Alexander alzó un dedo y lo colocó frente a mi rostro, acallándome.

-          Han pasado dos meses desde que… ustedes… ya no están juntos –noté que Alexander luchaba por escoger las palabras que no supondrían un peligro para mi salud mental –Y casi uno desde que estás aquí, en Nueva York. Dos meses es una cantidad considerable de tiempo, y, en mi opinión…

Sacudí efusivamente la cabeza, descifrando el enigma.

-          Sé perfectamente a lo que te refieres. Déjate de rodeos, ¿quieres? Michael habría venido por mí hace mucho, si eso quisiera. Lo entiendo a la perfección.

Alexander enarcó las cejas, visiblemente sorprendido por el radical cambio en mi tono de voz. Mejor así. Que se diera cuenta, por fin, de que las cosas estaban cambiando.
-          Espero que ahora ya puedas dejarme sola.

Y lo dejé ahí, parado en plena sala con una mirada de desconcierto en el rostro. Cerré de un portazo la puerta de mi habitación y me eché a llorar sobre la cama.

Alexander sólo había expresado la verdad que yo me empeñaba en negar. Michael no vendría.

Lloré como no había tenido la oportunidad de hacerlo. Lloré sin tener que ocultar el rostro entre la almohada para disimular el sonido de mi llanto. Lloré hasta que creí no tener más lágrimas, e, incluso entonces, seguí llorando. Pues eso era lo único que podía hacer. Llorar, y rezar por que la muerte fuera menos dolorosa que eso.

¿Había sido yo? ¿Había supuesto demasiados problemas para Michael, sin notarlo? ¿Había sido sólo mi deseo de que Michael me amara como yo a él lo que me mantuvo atada a él? Recé por que no fuera así.

Perdida entre telarañas de pensamientos, no fui consciente del momento en que dejé de llorar. Hecha un ovillo sobre la cama, miré por la ventana hasta que el Sol se vio reemplazado por las estrellas en el cielo.

-          ¿Podrás perdonarme? –escuché que la voz de Alexander murmuraba. Me retorcí entre las sábanas hasta que logré vislumbrar su rostro.

No respondí. Me limité a observar su derrotada y enorme figura a contraluz, suspendida más allá del marco de la puerta. Alexander suspiró, clavando la vista en el suelo.

-          Lo llamé. Está esperando en el teléfono. Por favor, habla con él. No soporto más verte así.

     Y fue como haberme estrellado de lleno contra el piso. Comencé a temblar como si hubiese tomado un baño en plena Antártica, y tras el escándalo que hacían los latidos de mi propio corazón al correr a toda prisa, escuché mi inconsciente respuesta afirmativa.

Crucé la habitación y recibí la luz del único foco de la sala en pleno rostro, antes de recorrer el apartamento en tres zancadas.

Me detuve frente al teléfono, casi soltando una carcajada en el proceso por lo ridícula que me veía: dudando frente al teléfono, mordiéndome los labios como una total idiota. Deplorable.

-          ¿Sí? –pregunté, después de buscar en vano algo más interesante para decir.

¿Qué podía decirle? ¿”Hola, soy Julia Gonnet. Quizá no me recuerdes, pero me abandonaste hace 2 meses y 9 días. Sé que debería odiarte, pero, por más que lo intente, sé que no lo lograré. También sé que no debería perdonarte; pero aquí estoy.”?

-          No te pido perdón. Sé perfectamente que no lo merezco que me persones –dijo aquella voz que parecía sacada de mis más viejos cuentos de hadas: suave, transparente, atractiva. Aquella voz que tanto había deseado volver a escuchar, y que ahora sonaba bañada en llanto.

Volver a escucharlo fue como despertar de una terrible pesadilla, sólo para darme cuenta de que mi realidad no era tan diferente.

-          Tienes razón, pero probablemente cometa la estupidez de hacerlo –dije, comenzando a retorcer el cable del teléfono, intentando hacer un nudo tan grande como el que se alojaba en mi garganta.

Michael calló entonces. Hubo una pausa y creí que mi corazón escaparía de mi pecho si él no contestaba.

-          ¿Me perdonarás, entonces? –preguntó, como un niñito que se cuestiona si sus padres en realidad le comprarán su tan deseado juguete.

Respiré profundamente, dándome el valor para responder:

-          Sí, Michael. Pero no quiero volverte a ver. Ambos sabemos que es lo mejor, y, además, no sé si mi corazón resistirá el romperse otra vez.



“You and I walked a fragile line,
I have known it all this time.
But I never thought I’d live to see it break”


5 comentarios:

  1. Dios mío, Julia! Qué capítulo más hermoso! El peso de mi corazón se alivió un poco, al menos volvieron a hablar! Pero, ¿no habría sido tan fácil decir: sí, te perdono, me estoy muriendo si tí, necesito verte"? Todo es tan complicado...! Pobre Michael... y pobre Julia! Espero que todo se arregle, y muchas felicitaciones!
    Besos, amiga! :)

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  2. Me encanta!, ademas...Michael debe sufrir un poco, no?
    Adoro la historia absolutamente!
    Este capitulo ha estado buenisimo!

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  3. No tengo palabras para expresar lo que tu capitulo me hizo sentir.
    Supongo que Michael merece sufrir por todo lo que hizo que Julia sufriera. Aun asi, este capitulo me encanto, esta tan lleno de emociones, que realmente me saco una que otra lagrima.
    Realmente adoro tu historia, es una de las mas orgininales que he leido y me encanta.
    Ojala y puedas seguirla pronto.
    Por cierto gracias por pasarte a mi novela.
    Un beso, Dios te bendiga.

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  4. oh julia, no se que decir!!!
    adoré este capítulo tiene tanto sentimiento,me llegó al corazón, de veras tu nove me encanta cada vez mas, síguela pronto quiero saber que pasará después

    cuídate, besos

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  5. oh por dios Julia estoy sin palabras me encanto este capitulo tiene un poco de todo XD k estes bien besos

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