martes, 20 de septiembre de 2011

Capítulo 40


XL

Narra Julia

Cerré aquél cuadernillo al tiempo que lanzaba un suspiro, declarando así mi rendición. En él sólo se leían las palabras “Querido diario…”. De repente, no tenía nada que decir. O, en realidad y para ser más precisa, no quería decir nada.

Me acurruqué en aquel incómodo asiento de avión, y miré al mar de nubes que se extendía más allá de la diminuta ventanilla por la que me asomaba. Inmediatamente, retiré la vista, totalmente aturdida, mientras un escalofrío recorría mi espina dorsal al traerme recuerdos que ahora luchaba por borrar.

Al mirar a mi lado, descubrí que Alexander me miraba –¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo?– con aquella seria expresión tan propia de él. Me obligué a esbozar una insulsa sonrisa, y el casi imperceptible cambio en su rostro me dijo que no se había creído ni la mitad de aquel gesto. Usando toda mi fuerza de voluntad, sonreí más ampliamente. Al final, conseguí que me dedicara una sonrisa torcida, esa que me hacía entender por qué La Toya no podía parar de mirarlo.

-          Vamos, que no engañas a nadie– murmuró, y yo suspiré, derrotada.  

Era verdad.

-          ¿Acaso es tan obvio?– cuestioné estúpidamente, cruzándome de brazos.

Pero él no respondió. En lugar de ello, se echó a reír.

-          Perfecto– mascullé, malhumorada.

Él paró de reír inmediatamente, y me miró, cambiando su sonrisa por una seria expresión.

-          Si no querías venir, pudiste habérmelo dicho. Pudimos quedarnos en Los Ángeles, y…
-          No. Eso sería cruel –le interrumpí, casi harta de la lástima que Alexander no paraba de demostrarme– Además, confío en que Nueva York será divertido…– añadí, encogiéndome de hombros, y poniendo toda mi esperanza en aquellas palabras.

Alexander continuó escudriñando mi rostro, mientras yo fingía alisar mi vestido, pasándole las manos una y otra vez obteniendo un resultado incluso peor que al inicio.

Me detuve en seco y contuve la respiración cuando Alexander tomó mi mano entre las suyas. Aquello comenzaba a dejar de gustarme.

-           Seguro que sí –susurró, al tiempo que me dedicaba una sincera sonrisa.

A duras penas contuve las ganas de echarme a llorar. Suspiré profundamente, intentando acabar con aquellas incontrolables sacudidas en mi pecho y con las ardientes lágrimas que luchaban por escapar de mis ojos. Pero aquel maldito nudo en mi garganta no cedió, y, al cabo de unos minutos, me vi obligada a girar la cabeza, para ocultar las humillantes lágrimas que resbalaban por mis mejillas.

-          Perdón –murmuró Alexander, con un tono de vergüenza en la voz, al tiempo que soltaba mi mano.

Justamente ahí residía el problema. Ese era el centro de mis más grandes males. Él quería acercarse, quería ayudar, y entonces mis demonios internos hacían su aparición, alejándolo de inmediato. Alexander se acercaba, yo me alejaba. Me hablaba, yo callaba. Quería abrirme los ojos, cuando yo sólo quería cerrarlos. Alexander intentaba hacerme sonreír cuando lo único que me creía capaz de hacer era llorar. En realidad, al llegar a ese punto, lo único que quería era que mis lágrimas se acabaran, para poder cerrar los ojos, recostarme y rezar por que un futuro más allá de la muerte fuera mejor que aquella vida vacía.

Dudosa, estiré una mano hacia él y entrelacé mis dedos con los suyos, apretando ligeramente su mano. Entonces, mientras el rostro de Alexander se iluminaba, caí en la cuenta de que sólo le tenía al él. Ni el monstruo debajo de mi cama, ni los demonios del pasado, ni los fantasmas del presente. Sólo él y yo… y los miedos del futuro. Un futuro en el que, invariablemente, estarían presentes los recuerdos, pues de ellos vivía.

Mi cabeza encontró un espacio en su hombro, y ahí derramé unas lágrimas más, que lloraban por la presencia de lo que necesitaba… y la falta de lo que realmente quería. Bajé la vista, y, mirando nuestras manos entrelazadas en un sincero y puro gesto que quizá significaba mucho más para él que para mí, sucumbí al sueño.

En mis sueños me perdí entre un remolino de sucesos pasados, un interminable espiral de colores e imágenes que contenían el intrincado e y entonces totalmente inexistente sentido de mi vida. Entre esas imágenes, resaltaban –obviamente– un par de ojos oscuros. Los únicos en que realmente deseaba perderme. Los únicos por los que un segundo valía la pena. Los únicos que podían hacerme llorar y reír al mismo tiempo, y morir y vivir en un segundo. Encontré lo que tanto ansiaba, y lo que me habían arrancado con la crueldad de un: “Lo siento, pero esto es más difícil de lo que pensé. Quizá no te amo lo suficiente”. Pero también encontré entre ese río de dolor y recuerdos, un nuevo par de ojos… esta vez, color avellana, que me prometían no soltar mi mano aunque eso significara caer conmigo al abismo.

-          Julia… Vamos, Julia… -escuché una voz a lo lejos. Intenté apartarla de mi mente, pero siempre regresaba –Vamos, despierta ya, pequeña dormilona.

Abrí los ojos como platos, lo que seguramente causó gracia a Alexander, quien me miraba, apenas conteniendo la risa.

-          Hemos llegado. Bienvenida a Nueva York –proclamó, luciendo una sonrisa inmensa. Estaba visiblemente exultante.

Al parecer, Alexander se había hecho la costumbre de llevarme de la mano, como si temiera que pudiese perderme, pero, sorprendiéndome a mí misma, no me opuse. Dejé que apretara tiernamente mi mano, y me ayudara a descender del avión.
  
Sólo soltó mi mano para sostener el equipaje, y aunque apenas podía con todo, se opuso a que le ayudase. Después de cruzar el bullicioso aeropuerto en un tiempo que me pareció eterno, Alexander se dio a la misión imposible de encontrar un taxi. 

Yo estaba totalmente perdida. Ausente. Paseaba la vista por las sucias y atiborradas calles que no tenían significado alguno para mí y que guardaban mis más grandes esperanzas de sobrevivir en un mundo sin sol. El sonido de los autos, los simultáneos gritos malhumorados de cien mil personas en las calles y uno que otro rascacielos en construcción servían para ahogar los desesperanzados suspiros que nunca terminaban de escapar de mis labios, junto con un nombre que hubiera deseado odiar, pero que amaba aun en contra de mi voluntad.

-          Impresionante, ¿verdad? –susurró a mi oído, sacándome de mis pensamientos.

Tenía razón. La vista de la ciudad, con su millón de luces, sus bulliciosas calles atestadas de gente con mirada ausente, sus rascacielos inmensos y su glamour siempre presente, era simplemente impresionante.

Aturdida, me limité a asentir, causando la risa de Alexander.

-          Es… increíble –dije en un susurro que casi se ahogó entre los sonidos de los autos al pasar.
-          Y aún no has visto nada. –dijo Alexander, visiblemente emocionado– Prometo llevarte al World Trade Center; a Central Park; subiremos a lo más alto del Empire State…

Dejé de escucharlo.

Mi mente se centró en algo más importante. En algo infinitamente más importante. Alexander dejó de existir, de un momento a otro. Y descubrí que estaba sola.

Y, recapitulando, descubrí que siempre lo había estado.

Bueno, siendo justa… no siempre.

Michael había estado ahí. Había sabido cómo llenar los huecos entre mis dedos con los suyos propios. Me había enseñado a ver más allá de mis propios problemas, y descubrir que el mundo, al fin y al cabo, no era a blanco y negro. 

Había llegado para pintar mi cielo de azul, y se había ido para convertirlo en una tormenta.

Y, lamentablemente, aunque luchara con todas mis fuerzas (que no eran muchas, para ser honesta), aquellas nubes negras nunca se borrarían de mi oscuro cielo.

Aquello me aliviaba, de alguna manera propia de locos, pues sabía que su recuerdo estaba asegurado por siempre en mi memoria. Sería como respirar. Involuntario, necesario, y duraría hasta la muerte.

Una lágrima cayó por mi mejilla en el momento exacto en que descubrí que jamás olvidaría sus ojos, su sonrisa, su aroma o su forma de moverse. Hasta esos imperceptibles e involuntarios gestos suyos habían quedado grabados con cincel en la parte más profunda de mi memoria. Hasta el sonido de sus pasos al caminar y el brillo de su cabello al sol serían eternos en mi mente.

Y ahora se había ido, dejándome más sola y vacía que al principio, aunque antes pensara tercamente que eso era imposible. En realidad, si me detenía a pensarlo era bastante lógico, y tuve que contener una carcajada de frustración al caer en la cuenta de que, cuanto más ames a una persona, tanto más grande será el espacio vacío que ésta deje en tu corazón.

Y yo no sólo amaba a Michael. Lo necesitaba. Lo necesitaba como al agua. No. Lo necesitaba como al aire. Y ahora me veía obligada a vivir atada a un tanque de oxígeno. Pues, aunque sonase cruel, eso mismo era Alexander. Un sustituto. Él intentaría llevarse el dolor de mi vida, hacerme feliz, y, probablemente, sólo conseguiría hacerme sonreír ocasionalmente. Una sonrisa vacía. Una triste imitación de la sonrisa que le hubiese dirigido a Michael.

Pero ahora, al pensar en él, sólo lograba que más lágrimas resbalaran por mi rostro, aun cuando creía ya se habían acabado.

Demasiado ausente como para darme cuenta de lo que ocurría a menos de tres metros de mí, apenas fui capaz de alargar una mano y tomar la de Alexander para bajar de aquel taxi y lanzarme de lleno a las aceras de Manhattan. Sintiendo apenas cómo mis pies se arrastraban mientras subían unas interminables escaleras, a duras penas percibí cómo Alexander abría una puerta y, sonriente, me mostraba un apartamento casi vacío.

Pequeño, polvoriento y vacío. No demasiado diferente de mi primer hogar. Ahora, esa sería mi casa.

-          Sé que no es mucho –dijo Alexander, sonriendo como si su vida dependiera de ello –Y, en realidad, no es nada si lo comparas con… –maldita sea, había dado en el blanco –Con como vivías antes– corrigió demasiado tarde.

Y parecía que ver sus ojos marrones cada milésima de segundo en mi mente no era suficiente. Ahora, también tenía que soportar que Alexander lo trajera a colación. Aquello podía ser más de lo que podía soportar.

-          Es perfecto –dije, y era verdad.

Era perfecto. Austero, simple. Sin extravagancias ni lujos. Totalmente distinto de Hayvenhurst. Y, al pensarlo con detenimiento, no sabía si eso era bueno o malo.

-          Soy un estúpido –soltó Alexander de improviso, golpeando su frente con su mano derecha –Seguro estás más que cansada.
-          En realidad, yo no… -comencé a protestar.

Me miró como un padre que sorprende a su hija mintiendo por milésima vez.

-          Recuerda que no logras engañarme. Eres un libro abierto, Julia –dijo, sonriendo condescendientemente –Vamos, cruzando esa puerta está tu habitación. Espero no te moleste el polvo. Ya habrá tiempo para limpiar este desastre y… comprar algunos muebles.

Sin prestar atención a sus palabras, me dirigí como la total autómata que era a mi habitación. Un cuarto cuadrado, pintado de un azul casi blanco, con sólo una cama, una mesita de noche, un pequeño escritorio y una diminuta repisa. Perfecto. En realidad, no necesitaba más.

Me recosté en la cama, absolutamente cansada.

Cansada de fingir. Cansada de recordar. Cansada de esperar y de vivir. Cansada de llorar.

Cansada de todo.

Pero, por más cansada que estuviera, dormir me parecía un imposible, como ver en la oscuridad.

En aquel momento, antes incluso de darme cuenta del torrente de lágrimas que ya corrían por mis mejillas, decidí que era tiempo de continuar torturándome con recuerdos. Dejar que avanzaran más allá de mi memoria y traerlos a la realidad.

Tomé el pequeño cuadernillo aún vacío, y comencé…

Intentaría escribir lo que sentía. El dolor, la angustia, la desesperación. Plasmaría el miedo, el frío y la soledad. Cada recuerdo, cada ínfima memoria encontraría su lugar en aquellas páginas.

Pero, incluso antes de comenzar, me di cuenta de que jamás terminaría…




Habíamos llegado.

Lo que creía sería un beneficio, quizá estaba perjudicando a Julia. Apenas había sido capaz de decir 5 palabras desde que llegamos. Palabras más frías que la misma nieve.

Y comenzaba a odiarme a mí mismo, pues sabía que no podría desterrar aquel frío que Michael había dejado aunque lo intentara eternamente.

Me senté sobre una de las tres sillas de aquel apartamento. Miré a mí alrededor, y sonreí, orgulloso de mi propio logro. Aquel austero y diminuto universo era mí logro. Miré por una ventana, sin dejar de sonreír, pensando en la posibilidad de que Julia tal vez sería capaz de olvidar. Quizá era más fuerte de lo que ella misma pensaba…

El polvoriento teléfono comenzó a sonar. Lo miré extrañado, como si aquel artefacto ocupara un espacio que no le correspondía. Resignado, descolgué.

-          ¿Diga? –inquirí, frunciendo el ceño ante una estática que no cedía.

A pesar del ruido, comprendí que nadie respondió.

-          ¿Quién es? ¿Qué se le ofrece? –pregunté, apoyando mi espalda contra la pared, comenzando a perder la paciencia.

Nada. Me dispuse a colgar, pero una voz me detuvo.

-          ¿Cómo está ella? –dijo el extraño.

Pero no era un extraño.

-          No creo que de verdad te interese, Michael –respondí con fiereza ante el causante de mis mil males y el millón de lágrimas derramadas por Julia.
-          Te equivocas. Me interesa, mucho. Por favor, dime cómo está.

<<Mal>>

-          Justo como debería estar. Intentando olvidarte.

Después de una pausa, en la que pude escuchar cómo Michael intentaba inútilmente contener las lágrimas, dijo, con una voz que delataba su llanto:

-          Bien. Por favor, avísame si lo lograra. Eso significaría que yo también puedo olvidarla a ella.  

Y colgó.















Chicas. Lamento muchísimo este atraso. Nueva ciudad, nuevas personas, nueva escuela. Esto me absorbe increíblemente. 

Agradeceré rápidamente a todas aquellas que me han alentado a continuar. Gracias. Ustedes mantienen con vida esta historia. No me alcanzarían las palabras para agradecerles. 

Y la petición que he repetido un 40 veces. Por favor, comenten. Necesito sus comentarios. 

Hemos llegado al capítulo 40. Esperemos haya otros 40. Eso dependerá de ustedes, lectoras. 

¡Un beso enorme a todas y cada una! ¡Gracias!