martes, 10 de enero de 2012

Capítulo 47


XLVII
Narra Julia

-          Vamos, despierta ya –escuché que alguien murmuraba. Luego, unos ligeros golpecitos lograron que, por fin, abriera los ojos. Michael estaba ahí, recostado junto a mí en aquella enorme cama con dosel.  

Sonreí, agradeciéndole en silencio por poseer una sonrisa tan maravillosamente adictiva como aquella. Aquel despertar, definitivamente, parecía más un milagro.

-          ¿Cuánto tiempo he dormido? –pregunté, después de buscar, sin éxito, algo más interesante para decir. Me desperecé, Michael hizo un tierno mohín, y acto seguido plantó un dulce beso en mi frente. Sí, un milagro.
-          No sé. Poco más de catorce horas –respondió, aún con los labios tensados en aquella maravillosa sonrisa, pasando por alto mi gesto incrédulo.

Michael se puso en pie y, de un golpe, corrió las cortinas, dejando entrar la luz del sol, que ya estaba en su cenit. En aquel momento, estúpidamente, caí en la cuenta de que me encontraba de regreso en Hayvenhurst. Sonreí, pues todo aquello me parecía absurdo.

-          ¿A qué hora hemos llegado? -pregunté, pues no recordaba nada.
-          Muy tarde –dijo simplemente, y yo odié la vaguedad de aquella respuesta. Michael quizá se dio cuenta, así que continuó: -Cuando llegamos aquí, ya nadie estaba despierto, y tú apenas eras capaz de mantenerte en pie.
-          Entonces, ¿nadie sabe que regresamos?
-          Lo saben. A diferencia de ti, yo sí me he despertado temprano.

Michael se acercó de nuevo, y se quedó suspendido a medio metro de aquella cama. Pareció tomar aire para decir algo, pero en aquel momento, Rebbie entró por la puerta.

-          Veo que ya has despertado… ¡Creí que nunca lo harías! –Rebbie me miró, tan sonriente como siempre. Tan alegre como sólo ella era –¿A qué esperas? Ven, que siete meses es mucho tiempo –dijo, al tiempo que extendía los brazos, invitándome a refugiarme ahí.

Dubitativa, abracé a Rebbie, quien no paraba de hacerle gestos a Michael, haciéndole reír.

-          Pero, ¿qué demonios llevas puesto? –exclamó, lanzándole una despectiva y casi asqueada mirada a los pantalones vaqueros que llevaba desde el día anterior –No te preocupes, hemos guardado toda la ropa que dejaste aquí… Aunque, probablemente, tenga que arreglarla… ¿Es que no comiste durante todo este tiempo?  

Me vi tentada a responder, pero me limité a mirar a Michael, quien, a su vez, miraba mi ropa divertido, como si intentase desesperadamente encontrar aquello que aterrorizaba a Rebbie.

-          Vamos, ponte un lindo vestido y baja a la cocina, Katherine está impaciente por verte de nuevo –me dijo, al tiempo que dejaba que Rebbie se encargara del desastre en que me había convertido.

Después de haberme enfundado en un ligero vestido blanco, Rebbie me tomó de la mano y casi me arrastró escaleras abajo. Avancé por el pasillo que conducía a la cocina y encontré a Katherine, con aquella mirada siempre maternal, charlando con Janet, que parecía haberse transformado por completo durante mi ausencia.

En cuanto crucé la puerta, ambas levantaron sus castaños ojos hacia mí, y, de improviso, el rostro de ambas se iluminó con una sonrisa, al igual que el mío.

-          ¡Julia! –exclamó Janet, al tiempo que corría hacia mí y se aferraba a mi cintura, dejando que sus interminables rizos negros ocultasen su carita.

Katherine me miraba desde lejos, sonriente. En aquel momento, Michael cruzó la puerta, haciendo pedazos aquel estúpido pensamiento que decía que la perfección no existía. Sí, existía; y tenía la más tierna sonrisa jamás vista grabada en los labios.

-          ¡Yo también he vuelto! –exclamó Michael, reclamando la atención de Janet –Vamos, yo también merezco un abrazo, ¿o no?

Y entonces, con facilidad, Michael alzó a Janet en brazos, para deleite de la niña, cuya enorme sonrisa dejaba ver que no había nadie en el mundo a quien profesara tanto amor como a él.

-         Me alegra que regresaras, cielo –murmuró Katherine, posando una mano sobre mi hombro –Michael te necesitaba aquí. Y todos nosotros también.
-     Sí, te necesitaba –intervino Michael, deslumbrándome con el brillo de su mirada, sacándome del juego, sin necesidad de decir una palabra.
-          Yo también a ti –confesé, perdida en sus ojos, olvidando por un momento que Janet continuaba colgada de Michael, y que Katherine nos miraba, suspendida a medio metro de nosotros. Uno más de los efectos de su mirada. El menos humillante, quizá.

Como era costumbre en él, Michael decidió saltarse el desayuno, y dar un paseo por el patio como si no lo hubiera recorrido ya un millón de veces. Pero aquel día, se veía diferente. Más brillante, más alegre, más todo... Pues Michael estaba ahí.

Y estuvo ahí durante las siguientes semanas...

Junto a él, apenas era consciente de cuándo terminaba un mes y empezaba otro. Era como si, junto a él, el tiempo no importara, como si no necesitara medir el tiempo nunca más, pues estaba segura de que aquello duraría por siempre.

Todos los días, nos sentábamos bajo aquel enorme jacarandá y yo escuchaba a Michael describir lo mucho que habían cambiado las cosas durante aquellos siete meses. Le agradecía silenciosamente que omitiera la parte de la historia que ambos conocíamos…

Supe por Michael que The Jackson 5 habían cambiado de sello discográfico, Jermaine se había quedado en Motown, se había casado, y había sido sustituido por Randy; The Jackson 5 eran ahora, simplemente, The Jacksons, y que esperaban poder tener más libertad creativa ahora. Sin embargo, Michael no parecía estar totalmente satisfecho con aquello, pero, de cualquier modo, no dijo nada más sobre el asunto.

Y, poco tiempo después, aprendimos que no era necesario decir nada. Aprendimos a remplazar las palabras. Bastaba una mirada, un gesto, para darme cuenta de que no había otro lugar donde quisiera estar. Bastaba un ligero apretón de manos para saber que deseaba que aquello fuese eterno, y que nunca en mi vida había sido más feliz.

Pues era feliz. Feliz como nunca había sido y como siempre esperé ser. Total y absolutamente feliz. Michael había hecho milagros.

-          ¿Recuerdas aquella isla? –preguntó aquel día, mientras los últimos rayos de sol nos cubrían con su luz ambarina.
-          Claro que la recuerdo. Nos conocimos ahí. –respondí, sin poder evitar sonreír –Horrible –bromeé, y Michael dejó escapar unas risillas que flotaron en el aire como burbujas, antes de romperse y dejarnos en el silencio.
-          A veces quisiera volver –confesó, bajando la mirada –Todo era más fácil entonces, cuando sólo éramos tú y yo. Nada más.

Sí. Él y yo. Nada más. Como ahora.

-          ¿Recuerdas cuando decidiste ir conmigo a México? –pregunté pasado un rato, disfrutando de aquellos vistazos al pasado -¡Estaba aterrada! No sabía qué podía pasar después…
-          Yo sí –respondió, muy seguro, esbozando una inmensa sonrisa –Sabía que tu padre podía decir y hacer cualquier cosa, pero yo no iba a regresar si no era contigo a mi lado.

Y así, como por arte de magia, mi corazón inició sus acostumbradas carreras, y la sangre coloreó mis mejillas.

Michael volvió a guardar silencio, mientras la oscuridad tomaba su lugar en el cielo. Me miró a los ojos, y una vez más sentí que me perdía en el interminable laberinto de su mirada, un laberinto en el que llevaba atrapada toda una eternidad. Y nunca saldría.

-          ¿Sabes? El día que te marchaste me di cuenta del poder de las palabras. –murmuró, como si llevara toda su vida esperando por soltar aquellas palabras –Supe al instante que te había hecho un daño probablemente irreparable. Vi en tus ojos que creíste cada palabra que dije, que creías que ya no te quería. Repentinamente, me pareció la idea más ridícula jamás concebida. Como si hubiera forma alguna de que eso pudiera suceder.
-          ¿Qué debía creer entonces? Deberías saber que mientes terriblemente mal… Y aquel día no me pareció que mintieras.

Calló, bajó la mirada de nuevo, y entonces comprendí que, quizá, hice mal. Había pasado mucho tiempo. O eso me parecía a mí. Una breve mirada a mi alrededor confirmó mis sospechas. El verano había llegado. Y yo llevaba tres meses en Hayvenhurst.

-          Perdón –susurré, temiendo que Michael no hubiese escuchado.
-          ¿Perdón? ¿Por qué?
-          Al parecer, me gusta regresar a ese momento… Sólo olvida lo que dije.

Michael negó con la cabeza, al mismo tiempo que esbozaba una deslumbrante sonrisa. Tomó mi mano, y me llevó hasta el salón donde descansaba aquel enorme piano de cola, tan reluciente como antes.

Me senté ante él, cerré los ojos, y comencé a acariciar aquellas teclas de mármol con Michael sentado junto a mí. Luego, sin darme cuenta, mis dedos flotaban, tocando aquella misma melancólica canción, aquella que creía haber olvidado.

Ahí, en medio de la oscuridad, sólo se escuchaban aquellas tristes notas, que ya no tenían razón de ser. Las acompañaban nuestras respiraciones, y un puñado de sonrisas ocultas. Esta vez no lloré.

Abrí los ojos, y lo que vi me sorprendió. O, para ser más exacta, lo que no vi. Frente a mí estaba aquel mismo piano con mis manos sobre él, pero todo aquello aparecía desdibujado, como si un grueso velo lo cubriese todo. Me froté los ojos un instante; ocurrió lo mismo. Michael puso una mano sobre mi hombro, y yo levanté la vista quizá demasiado rápido, pues su figura se duplicaba en un segundo y se nublaba al otro. Aquello no era normal. Aunque, quizá, sólo estaba cansada. Intenté convencerme de ello… y a Michael también.

-          ¿Qué pasa? –preguntó, cuando, eventualmente, aquel velo desapareció y todo resultó tan claro como siempre.
-          Nada –Michael frunció el ceño. Por supuesto, no iba a creerme tan fácilmente –Estoy cansada, es todo –añadí, intentando sonar convincente.

Tal vez funcionó. Tal vez no.

-          ¿Qué tienes? –preguntó de nuevo, confirmando mis sospechas.
-          Un dolor de cabeza, es todo. –dije, incluso antes de caer en la cuenta de que era cierto. Era tolerable, pero no dejaba de doler –Creo que debo descansar, Michael. Buenas noches.

Michael tomó mi mano, depositó un suave beso sobre mi frente, y me despedí de él.

Tomé un baño, confiando en que así el dolor desaparecería. Pero no. Era persistente. De igual forma, ocasionalmente, las alteraciones visuales volvían. En ocasiones veía doble, en otras todo parecía borroso, y en otras más, oscuro. No sé cuánto tiempo pasé bajo el chorro de agua, esperando que aquello se detuviera. Eso definitivamente no era normal. Aquello podía ser malo.

Salí de la ducha, y un par de minutos después, Michael asomó la cabeza por la puerta.

-          Supuse que estarías despierta. Deberías saber que mientes terriblemente mal... –dijo, imitándome.

Michael cruzó la habitación y se metió bajo las sábanas, abrazándome suavemente. Supe entonces que Michael sabía que no era un simple dolor de cabeza. Pero también sabía que no iba a decirle nada. Sin embargo, se quedó ahí, temblando conmigo, compartiendo aquella incertidumbre oculta por una sonrisa fingida.

Intenté dormir, pero aquel dolor dio paso al miedo. Tenía miedo de saber lo que aquello era en realidad.

Sé que dormí porque, por la mañana, Michael continuaba ahí, hecho un ovillo al otro extremo de la cama. Pero el dolor también seguía ahí, insistente, incluso más fuerte. Me puse en pie y me dirigí al cuarto de baño, con la estúpida idea de que aquello desaparecería después de un rato. Cuando comprendí que eso no sucedería, decidí que debía deshacerme de aquella migraña inmediatamente. Ya era demasiado.

-          ¿Pasa algo? –preguntó Michael, somnoliento, cuando azoté la puerta del baño.
-          No-pasa-nada –casi grité, e inmediatamente salí de la habitación dando grandes zancadas.  

Michael abrió los ojos como platos, pero decidió que no era buena idea intervenir. Bajé corriendo las escaleras, en busca de Rebbie, pero, en lugar de encontrarla, ella me encontró a mí.

-          ¿Pasa algo? –repitió la pregunta de Michael.
-          Bueno… sí –contesté, intentando ser amable– No me encuentro muy bien…

Y, después de 20 eternos minutos de describir a Rebbie aquel dolor que punzaba como alfileres y que aumentaba con el tiempo, conseguí un par de analgésicos que me parecieron la gloria. Sin embargo, y a pesar de que opuse resistencia, Rebbie insistió en que era mejor llamar a un doctor, pues mis alteraciones visuales no le parecían normales. Por supuesto, Michael coincidió con ella.

Poco después, un doctor bajito y regordete cruzaba la puerta de mi habitación. Justo entonces, aquel mal presentimiento volvió a hacerse presente y aquel miedo volvió a golpearme.

El doctor hacía preguntas que yo intentaba responder con coherencia, y a menudo fruncía el ceño ante mis respuestas, lo que no hacía más que preocuparme. El examen fue rápido, y la ausencia de fiebre intrigó al doctor, quien esperaba que se tratase de una infección. Al llegar a este punto, temí ser víctima de un ataque de nervios.

Al final, hizo su estetoscopio a un lado y frunció el ceño de nuevo. Me miró largamente, y a continuación, tomó a Rebbie del brazo, pues quería hablar con ella.  

A pesar de la distancia, agucé el oído, y escuché cómo el doctor murmuraba:

-          Esto puede ser malo…

En aquel momento lo supe. Aquello no era malo. Era lo peor.

El principio del fin…

So, is it over? 
Is this really it?













ž




Chicas:

   Publicar este capítulo me ha costado más de lo que imaginan. Pero aquí lo tienen, el capítulo 47 de esta historia. 

   Creo que Julia lo ha dejado más que claro. Bien dicen que todo final tiene su principio. Aquí comienza el final... 

   Sin embargo, aún nos falta mucho que ver, este par aún tiene mucho por vivir, y nosotros tenemos muchas lágrimas por derramar. Sí, puede que el final se acerque, pero aún queda un largo camino que recorrer...

   Una vez más, les doy las gracias a esas personitas maravillosas que me han apoyado desde siempre. Mil gracias.