lunes, 26 de diciembre de 2011

Capítulo 46


XLVI
Narra Julia

Caminábamos por Central Park, Michael me llevaba del brazo, como si quisiera recorrer sus 320 Hectáreas esa misma tarde. El sol comenzaba a descender en el cielo, proyectando haces de luz rojiza sobre todo lo que tocaba. 

Y ahí, bañada de aquella luz y de esperanzas renovadas, miré a Michael. Miraba al frente, y no parecía particularmente interesado por nada y ocasionalmente fruncía el ceño, para luego dirigirle radiantes sonrisas a la nada.

-          Es una trampa –dijo, mirándome fijamente al tiempo que se detenía –Sí. Es una trampa –declaró, al parecer, orgulloso de su descubrimiento. Ignoró mi gesto incrédulo y continuó: –¿Sabes? Las personas normalmente no consiguen cosas como esta tan fácilmente. Nos han tendido una trampa.
-      ¿Cosas como esta? –pregunté, aún confundida. Michael bajó la mirada y apretó mi mano entonces, y comprendí –Oh, vaya.

Sonrió entonces, y posó un dulce beso sobre mi frente, sin dejar de tomarme la mano. Tenía que aceptar que, probablemente, Michael tenía razón. Para ser feliz, había que sufrir. Cosas como la felicidad nunca se obtienen fácilmente.   

Y entonces recordé…

Aquello no había sido fácil. Vivir sin sol, aire o razón alguna no había sido un logro del que me sintiera particularmente orgullosa. Al contrario. Aquellos infinitos meses de infierno y dolor, probablemente, habían sido un merecido castigo. Un castigo por haber querido burlar al destino. Sí, quizá todo aquello no había sido más que mi culpa.

Debí haberle hecho saber que no podía vivir una vida en la que él no fuese el sol alrededor del cual yo rotaba. Debí haber tomado su mano en el momento exacto en que Michael me destruyó por completo al murmurar aquel fatídico “Sí” que hizo añicos mis esperanzas, mis ilusiones y mi corazón. ¡Debí haber esperado a las afueras de Hayvenhurst, aunque eso significase la muerte!

Sí. Aquel tiempo había sido vivir en el mismo infierno. Como vivir sin hacerlo en realidad, pues no había motivos para hacerlo.

Incluso antes de haberme estrellado de lleno contra la realidad, todo había sido difícil…

Recordé a Joseph y sus llameantes ojos color avellana, capaces de aterrorizarme casi tanto como los de mi padre. Recordé a Tatum y su increíble capacidad de lograr que desconfiara de Michael y de mí misma. Recordé a mi padre, con quien había dejado de hablar un año atrás. Recordé incluso a La Toya, quien, probablemente, me odiaba por haber seguido a Alexander hasta Nueva York…

Todos ellos, en algún momento, habían sido un problema. Cada uno, a su manera, se había convertido en una montaña más que escalar, en un muro más que derribar.

-      ¿Fácil? –murmuré, apretando su mano en un desesperado intento de lograr que me mirara por más de medio segundo–¿Quién ha dicho que fue fácil? Estos últimos meses no fueron precisamente unas vacaciones. Fue vivir en el mismo infierno. Fue como haber estado en el Cielo…y luego abrir los ojos –Michael bajó la vista, y luego me miró fijamente. Sus ojos marrones, expresivos y profundos volvieron a obrar su millón de humillantes efectos sobre mí. –Pero todo eso ha terminado. Estamos aquí, ¿no es así?

Dejar de mirarlo se convirtió en un imposible. El brillo de su piel oscura bajo la luz rojiza y sus rizos danzando en el fresco viento de primavera no parecían más que un idílico sueño.  Entrelacé mis dedos entre los suyos, esbeltos y cálidos; y me aferré a él como si mi vida dependiera de ello, pues, en cierto modo, así era.

-          Eso no fue sólo difícil, Michael. Tampoco la muerte… fue una vida sin ti, lo que es aún peor.

Volvió a bajar la mirada, y soltó mi mano. Tuve la dolorosa sensación de que, si parpadeaba, Michael desaparecería. Un infundado pánico se apoderó de mis fuerzas, y me vi paralizada, temblorosa e incapaz de hablar, suspendida a medio metro de él, quien aún no se atrevía a mirarme.

-          ¿Sabes? –dijo, finalmente. Su voz sonaba vacía, y entre cada palabra, se asomaba un dejo de rendición. Entonces, aquella sensación de miedo no hizo más que acrecentarse –Durante todo este tiempo, siempre tuve la esperanza de… Siempre supe que tú encontrarías la manera de seguir viviendo, de ser feliz. Yo, en cambio, supe desde el momento en que cruzaste los portones de Hayvenhurst, que me había condenado a mí mismo a una muerte lenta y dolorosa.

Michael levantó la vista entonces, y descubrí que en sus ojos brillaba un pobre sustituto de alegría, como si deseara hacerme sonreír a pesar de estar sufriendo por dentro.

-          Por fortuna, mi masoquismo tiene límites –dijo, sonriendo esta vez – Aunque, claro está, a veces ni el miedo ni la insensatez saben de eso.

Me tomó la mano de suavemente, como sólo él sabía hacer, y echamos a andar de nuevo, bajo la sombra de un millón de olmos. Entonces, reprimir las ganas de suspirar fue imposible. Aquello era aterradoramente parecido a la perfección.

Michael caminaba a mi lado, con la vista al frente. Ocasionalmente, él también suspiraba, para luego apretar suavemente mi mano y posar tiernamente un beso sobre mi frente. Luego, como embargado por algún recuerdo, sonreía, regalándome aquel pedacito de cielo, aquella pequeña dosis de mi más grande adicción.

-          ¿Sabes? –preguntó, y yo alcé la vista, sin poder evitar sonreír –La única vez que había estado aquí, mis hermanos y yo actuamos en el Apollo Theater. Eso fue hace una eternidad… Antes de que cualquiera de nosotros tuviera la más mínima idea de lo que llegaríamos a ser… –Michael miró al frente, y su vista naufragó entre los últimos rayos de sol de la tarde. Sonreía, embargado por el recuerdo –¡Los aplausos del público eran atronadores! ¡Debiste haberlo visto! Yo era feliz, sonreía, pues tenía un presentimiento. En el momento en que dejé el escenario supe que, después de aquella noche, todo sería diferente, todo sería mejor. Y tengo el mismo presentimiento justo ahora.

Entonces aprisionó suavemente mi rostro entre sus cálidas manos. Se acercó lentamente a mí, como si temiese romper aquel hechizo en el cual flotábamos ambos. El enervante aroma cálido de su aliento me daba de lleno en el rostro, embriagándome con su dulzura. Michael me regaló aquella sonrisa franca que tanto me gustaba, y finalmente, después de haber contado cada una de sus infinitas pestañas, me besó.

Destruyó cada insignificante rastro de duda que quedaba en mí al contacto con mis labios. Me besaba dulcemente, con suavidad y lentamente. Llevé ambas manos a su cuello, y, perdida en aquel frenesí, comencé a retorcer sus rizos.

Michael rodeó mi cintura con ambas manos, atrayéndome hacia él mientras el tiempo se detenía y el espacio perdía su forma. Todo a nuestro alrededor se desvanecía, aparecía de nuevo, giraba rápidamente y se detenía, al ritmo de sus besos. Yo, desaparecía gradualmente tras las delicadas caricias que Michael dejaba correr por mi helado rostro.

De nuevo aquellos escalofríos, aquellos irrefrenables temblores. Y, por primera vez, aquellas ansias, aquella urgencia, aquella necesidad. Sin darme cuenta en realidad, me sorprendí perdiendo mi identidad en brazos de Michael, con mis manos alrededor de su rostro y mis suspiros flotando en el aire.

Michael recorría mis labios con suavidad, borrando con su delicado contacto mis miedos, mis dudas, y dejando en su lugar confusión, y un corazón que latía a niveles imposibles. Deseé hacer eterno aquel beso. Deseé que aquel fuego, aquellas llamas que comenzaban a envolverme no se apagaran jamás. Deseé por milésima vez que Michael no dejara de estrecharme entre sus brazos jamás, que el dulce y adictivo sabor de sus besos jamás dejara mis labios.

Motivadas por aquella adicción recién descubierta, mis manos descendieron, y se posaron en su espalda cubierta por aquel repentinamente innecesario abrigo. Michael me atrajo aún más hacia él, y creí que, de un momento a otro, moriría de amor entre sus brazos.

Y, mientras flotaba a centímetros del Paraíso, sentí cómo el rostro de Michael se tensaba bajo mi contacto, cómo fruncía el ceño y lentamente se alejaba de mí.

Aún con sus manos alrededor de mi cintura, me miró, con el ceño fruncido en un exquisito gesto, la respiración agitada y una expresión de sorpresa grabada en sus ojos, que fue casi inmediatamente remplazada por una pequeña sonrisa, torcida, hermosa.

-          No voy a irme, nunca…  –dijo, con aquella voz tan parecida al trinar de las aves, el sonido más dulce que mis oídos hubiesen percibido jamás. Me esforcé por ignorar el hecho de que, por algún motivo, él se había apartado de mí  –Tampoco voy a permitir que te alejes.
-          Lo sé. –respondí, sonriendo, aún prendada del mágico brillo de sus ojos –De cualquier forma, no dejaré que lo hagas –concluí, encogiéndome de hombros.

Michael sonrió, dejando escapar unas risillas ahogadas de entre sus labios.

-          Y, por lo que he escuchado de Rebbie últimamente, tampoco ella. Me mataría si no regresaras a casa conmigo. Ya la conoces. Es una de esas personas que, increíblemente, siempre tienen la razón.
-          Bueno, Rebbie es… Rebbie. Aunque no la tuviera, se encargaría de hacerlo.

Y, entonces, Michael, riendo, volvió a tomarme de la mano, sonriéndome como si la vida se le fuera en ese gesto. Echamos a andar mientras las primeras estrellas se alzaban tímidamente en el cielo, mientras el canto de las aves lentamente se apagaba, mientras la luna ocupaba su lugar como la reina de la noche… y mientras las piezas faltantes en el rompecabezas encajaban.

A partir de ahora, todo comenzaba. Nada había terminado, al contrario. En el momento exacto en que Michael cruzó aquella puerta, pidiendo perdón, lo supe. No tenía que pedirlo, lo había perdonado desde el primer momento. Y era justo ahora cuando mi “Felices para siempre” comenzaba. No me importaba lo que sucediera después…

El mundo podía caerse a pedazos, podía arder la tierra, mi corazón podía romperse en mil pedazos una y mil veces, nada importaba ya. Michael podía destruirme, podía lastimarme, él podía hacer lo que quisiera con mi corazón, y yo no opondría resistencia alguna. Michael podía romperlo, rasgarlo, ilusionarlo y luego romperlo de nuevo, y yo lo perdonaría las veces que así lo pidiera. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso tenía opción? 

Michael lo era todo. Era el principio y el fin. La causa y la consecuencia de cada acción. No me importaba quién estuviese detrás de él, ni qué intentase. No me importaba si Michael se dedicaba a romperme el corazón por el resto de su vida. No me importaba. Lo perdonaría una y mil veces.

Lo amaba, y eso era lo único que me importaba, lo único de lo que estaba segura. Cada latido de mi corazón, cada respiración y cada paso que daban eran gracias a él. En aquel momento, caí en la cuenta.

Sí, Michael lo era todo. Y yo sólo era una estrella pequeñita en su universo. Pero, ¿qué importaba, si él estaba en el mío? La magnitud de aquel amor que sentía por él me embargó. Caí en la cuenta de que lo amaba como jamás creí poder amar a nadie. En realidad, comenzaba a dudar que aquello pudiera llamarse simplemente “amor”.

Era algo increíblemente grande, indescriptiblemente profundo. Vivía gracias a ello… Simplemente, lo era todo. Todo cuanto hacía estaba guiado por aquella fuerza, y siempre tenía el mismo fin, un único motivo: Michael. Pues era él quien me mantenía viva. Aún lejos, sabía que, si Michael respiraba, así lo haría yo, pues el simple hecho de saber que alguna vez pude perderme en el marrón de sus ojos era suficiente.

E, incluso ahora, seguía siendo él quien, suplantando a la gravedad, me mantenía en la Tierra, quien seguía quitándome la respiración con cada sonrisa, y quien me hacía enrojecerme hasta enfurecer cada vez que tomaba mi mano. Él era la única persona –estaba segura– que podía lograr que mi corazón latiera tan increíblemente rápido con una sola mirada.  

-          ¿Sabes? –murmuró, rompiendo mis pensamientos en mil pedazos, recordándome así cuánto extrañaba aquella clase de hermosas interrupciones –Esto va a ser difícil. Me refiero a… regresar.
-          Lo sé –respondí, encogiéndome de hombros, sonriente.

Por primera vez, no fue difícil hacer a un lado su pesimismo a un lado. Simplemente, sonreí, aun sabiendo que todo aquello era verdad, pues, en realidad, ya no me importaba. No si Michael estaba ahí, después de todo

-          Sé que habrán tiempos difíciles y que, quizá, pasado algún tiempo, uno de nosotros, o incluso ambos, querremos… alejarnos, pues, quizá, sea más difícil de lo que esperamos. Lo sé –me acerqué a él, disfrutando enormemente aquella quemante cercanía –Pero también sé que, si no tomo tu mano ahora y te obligo a quedarte conmigo para siempre, simplemente me arrepentiré todo el tiempo que me queda de vida. Y tú también, pues ambos sabemos que, a pesar de todo, estamos destinados a estar juntos.

Michael me miró, mostrando aquella sonrisa dudosa, listo para lanzarse a soltar mil excusas más. Lo detuve al vuelo.

-          ¡Y no lo digo sólo yo! Lo dicen ellas –con mi dedo índice, señalé al cielo, donde las primeras estrellas se asomaban con osadía entre las nubes –No las desafíes. Ellas siempre tienen la razón.
-          Entonces, ¿estás dispuesta a soportalo todo de este monstruo que, a pesar de cometer las más impensables estupideces, te ama con todo su corazón?

Sí. Un millón de veces sí. En esta vida y en las que vinieran.

-          Sí. –respondí simplemente, tomando su mano entre las mías –Lo peor que jamás hayas hecho o el pensamiento más oscuro que hayas tenido no me importan. Y, lo que es más importante aún, estaré aquí siempre, no importa cuántas estupideces cometas. Siempre.

Y Michael sonrió entonces, elevándome a la estratósfera con aquel simple gesto. Se acercó a mí, apartó mi cabello y me susurró al oído:

-          ¿Siempre?

Me besó de nuevo, y mis barreras cayeron.

Y mi corazón sanó…

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Ahí estábamos de nuevo.

Mientras sobrevolábamos alguna parte del centro de los Estados Unidos, miré hacia mi izquierda, y ahí estaba ella. Con la mirada fija en el millón de nubes a nuestro alrededor, frotándose nerviosamente las manos, víctima de un miedo nunca superado y totalmente justificado. Ahí estaba. Un milagro.

En aquel momento, me sentí seguro. Seguro de que, esta vez, todo saldría bien. Seguro de que la amaba como nadie jamás hubo amado alguien. Seguro de que, pasara lo que pasara, no la dejaría ir una vez más.

Si bien hay quienes dicen que el amor es, por definición, algo finito, en aquel momento me sentí libre de desafiar aquella regla.

Sí. Aquello iba a durar por siempre. Y nuestro “Por siempre” empezaba justo ahí. No era el fin, nunca lo fue. Era sólo el principio…

jueves, 8 de diciembre de 2011

Capítulo 45


XLV
Narra Michael

Hay ocasiones, en que un segundo te hace notar que has cometido el error más grande de tu vida.  O peor aún… que nunca podrás enmendar ese error. Hay ocasiones en que, al encontrarte de frente con las consecuencias de aquellos mismos errores, te das cuenta de que eres incluso más egoísta de lo que siempre pensaste.

Ahí estaba yo. Flotando entre el Cielo y el Infierno, debatiéndome entre llorar o reír... Entre lanzarme al suelo o echar a correr.

Y ahí estaba ella. Tan adictivamente hermosa como siempre, y más frágil que nunca.

Me mordí un labio, nervioso, en un desesperado intento de reconocer a la frágil y empolvada muñequita de porcelana que tenía enfrente. Detrás de aquellas renovadas murallas y esa expresión de justificada rabia se encontraba la misma Julia de siempre.

No. No era la misma Julia. La miré entonces. La miré con atención. Probablemente aquella era, en realidad, la primera vez que hacía eso.

Miré aquellos dos enormes topacios, resistiendo el impulso de sumergirme en ellos y jamás salir. Ella bajó la vista, y la clavó en la descolorida duela de aquel frío departamento. Fue entonces cuando me tomé la libertad de admirar las consecuencias de mi estupidez.

Reprimí el instintivo impulso de tomarla entre mis brazos, pues parecía que apenas podía sostenerse en pie. Había perdido peso –mucho, siendo franco–, lo que la hacía ver aún más delicada e inofensiva. Su piel, antes dotada de un brillo dorado, lucía pálida, mortecina, casi traslúcida. Llevaba su cabello impecablemente atado sobre la nuca, como toda una bailarina. En sus delgados hombros se dejaban ver una serie de casi imperceptibles manchas blancuzcas, seguramente producto de una anemia, y en su rostro se dejaban ver rastros de la más profunda desolación. <<¿Qué demonios has hecho?>>, me pregunté, a punto de echarme a llorar.

-          ¿Qué haces aquí? –dijo, con un hilillo de voz. Levantó la vista entonces, con una dolorosa dureza en la mirada; la mandíbula apretada y el ceño fruncido eran una muestra más que clara de su rechazo -¿Qué demonios haces aquí? –repitió, casi gritando esta vez.

Y yo, haciendo gala de la estupidez que me había llevado hasta ahí, no respondí. En lugar de ello, me quedé mirando aquel profundo rechazo grabado en sus facciones de niña, esperando encontrar algo más que aquella hostilidad. Pero era como esperar que nevase en verano.

-          Yo… -comencé, después de dudar un millón de veces. Me aclaré la garganta, pero aquel nudo no desapareció.
-          Tú creíste que sería fácil arreglar las cosas. Creíste que sería suficiente con regresar después de siete meses – dijo, haciendo un doloroso énfasis en las dos últimas palabras de aquella oración, después se detuvo, y alzó el mentón con soberbia – Te tengo noticias, las cosas han cambiado.

Aquello era cierto. Todo había cambiado.

Yo había cambiado. Me había convertido en un alma en pena, en menos que un muerto en vida. No era nada. Estaba casi seguro de que, si miraba tras de mí, encontraría los restos de lo que era antes. Antes era feliz, justamente porque ella lo era también. Habían sido sus sonrisas las que me habían hecho sonreír a mí. Había sido su felicidad la que me había regalado un motivo para ver más allá de mis propios problemas. Había sido ella quien me había salvado de mí mismo.

<<Eres un estúpido>>, pensé, por milésima vez desde que había llegado ahí. Siete meses atrás, justo cuando estaba seguro de que podría soportarlo todo con tal de estar a su lado, cuando tomé consciencia de que, quizá, ella no podría soportarlo todo. Con aquella fragilidad y aquel corazón tan herido, ¿quién podría?...

Pero ella había cambiado. Había dejado de ser aquella frágil muñequita de cristal para convertirse en una fría escultura de mármol. Su mirada había dejado de ser cálida, para convertirse en un par de témpanos de hielo.

-          Puedo notarlo –musité, avergonzado. Me aclaré la garganta una vez más, sin lograr que aquel nudo desapareciera. Alcé la vista al techo, esperando a que la respuesta a mis más grandes problemas se encontrara escondida en algún rincón de aquel departamento. Apreté los puños, decidido a no moverme de ahí, de no regresar si no era con ella.

La miré de nuevo, a punto de echarme a llorar. La extrañaba tanto. No podía evitar pensar que merecía eso y más. Aquel rechazo, aquella ira, aquel odio y mucho más. En realidad, no merecía nada.

-          ¿Es necesario que te diga por qué regresé?– pregunté, rogando que Julia tuviese clemencia, y me escuchara –¿Quieres escucharlo, aunque sabes que no lo vas a creer? ¿Quieres que te diga qué me trajo hasta aquí después de tanto tiempo? ¿Es que en realidad no te lo imaginas?

Como si de un sueño se tratase, el tiempo corrió a su gusto, y vi cómo los ojos de Julia se llenaban de lágrimas en cámara lenta, aquello me dolió, y sentí cómo un centenar de cuchillos se clavaban en mi piel. Ella se giró, y se enjugó las lágrimas bruscamente.

-          Soy exactamente lo que no mereces. Podrías construir un puente hasta Plutón si apilaras mis defectos. He cometido el mismo error un millón de veces y, si me dejases, bien podría cometerlo un millón de veces más. Estoy a 100 años luz de ser perfecto y, quizá, incluso más. Pero... –me detuve entonces y, haciendo uso de todo el valor que quedaba escondido tras enorme mi cobardía, la rodeé y me planté frente a ella. Ella me miró; lloraba. –Te amo, Julia. Lo hice desde el momento en que te conocí, y jamás he dejado de hacerlo. Lo he hecho siempre, y nunca dejaré de hacerlo, pues mi vida depende de ello. Lo he evitado con todas mis fuerzas. Es una maldición que no le deseo ni a mi peor enemigo.

Ella me miró, con un puñado de lágrimas resbalando por sus sonrosadas mejillas, y con aquella expresión de desolación que me hizo desear –una vez más–, poder regresar el tiempo.

-          ¿Sabes? –dijo, enjugándose bruscamente las lágrimas, y levantando el mentón, dispuesta a no caer esta vez –Pudiste haber pensado en ello hace tiempo. ¡Debiste haber pensado en ello hace siete meses! –exclamó, y entonces reparé en la esbelta y alargada figura de Alexander, recortada contra la escasa luz de su propia habitación – ¿“Te amo”? Creo que debiste haber pensado en eso antes de usar las palabras de Berry Gordy como excusa para romperme el corazón. Sin embargo, por más que supliqué, dijiste que no era nuestro destino estar juntos. Al parecer, la culpa siempre la tiene el destino.

Tenía razón. Demonios, aquella niña tenía toda la razón. ¿En qué pensaba? Justo entonces, cada una de mis escuálidas esperanzas se destruyeron, aplastadas bajo aquel rechazo, bajo aquella apremiante certeza de que, no importaba lo que hiciera, Julia no volvería a Los Ángeles conmigo.

-           Sé que he cometido el error más grande del mundo. Sé que soy el ser humano más cobarde del universo. Sé que me odias, y que merezco eso y más… -entonces, Julia levantó la vista, y me miró con miedo, como tanto tiempo atrás –Pero también sé que te amo, y que si siete meses y todo el dolor del mundo no pudieron cambiar eso, nada más lo hará.

La miré, me sumergí en aquellas grandes lagunas color caramelo, dejando que todo el dolor contenido en ellas me destruyera. Miré sus delgados brazos colgando impotentes a sus costados, y sus delicadas manos que se movían nerviosamente. De improviso, las ganas de tomarla entre mis brazos fueron irrefrenables. Di un paso al frente, dudando. Ella frunció el ceño una décima de segundo, contrariada. No se movió, eso de alguna manera propia de locos, me alentó.

Un suspiro salió de sus rojos labios, y las lágrimas continuaron resbalando por sus mejillas. Dudando más que nunca, extendí una mano, y enjugué delicadamente sus lágrimas, dejando que aquellos escalofríos que nacían al contacto con su piel recorrieran todo mi cuerpo. Ella cerró los ojos bajo mi contacto, y al segundo siguiente, la sostenía entre mis brazos.

Julia me abrazó como jamás lo había hecho, con desesperación y la certeza de algo más, algo que yo no llegaba a adivinar. Se aferró infantilmente a mi camisa, y yo dejé que me bañara con sus lágrimas. La rodeé suavemente con mis brazos, temiendo que si lo hacía con más fuerza, ella desaparecería.

-          También te amo, Michael –dijo, y sentí que podría volver a vivir aquel millón de años en el infierno sólo para escuchar esas palabras de nuevo –Lo hice antes, lo hago ahora y siempre lo haré. Lo sabías, ¿no es así? Por eso regresaste –continuó, en un tono de infantil esperanza. Mi corazón se estremeció en ese momento, y apoyé mi cabeza en la suya.

Julia se separó de mí, haciendo admirables esfuerzos por dejar de llorar. Me vi tentado a sonreír, pero, muy probablemente, no tenía derecho. Miré a mi alrededor, nervioso, y reparé, sin sorpresa alguna, en el hecho de que Alexander se había ido. Probablemente me tenía tanta simpatía como Julia la tenía hacia Joseph.

En realidad, le debía mucho a Alexander. Había cuidado de ella todo ese tiempo, la había sacado de las sombras a las que yo la arrojé, la había ayudado, la había hecho sonreír. Había hecho todo lo que yo había tenido miedo a hacer, y él había estado ahí cuando ella más lo necesitaba. Alexander era todo cuanto ella necesitaba, todo lo que yo no era y jamás sería, y, al parecer, todo lo que Julia se negaba a aceptar como lo que en realidad merecía.

Una punzada de algo parecido al alivio me invadió cuando Julia me sonrió. Una sonrisa pequeña, efímera, casi demasiado rápida como para poder seguirla con la vista. Aquella sonrisa me hizo volver a creer en el “Quizá”. Pero, como si de un sueño se tratase, aquella sonrisa desapareció, Julia bajó la vista y negó efusivamente con la cabeza.

-          No puedo –murmuró, y pude sentir cómo la sangre escapaba de mi rostro. Me paralicé, como si presintiera que el fin estaba cerca –Esto es… demasiado.

Me dio la espalda y echó a andar hacia una ventana; fui incapaz de seguirla, aunque lo deseaba más que nunca.

-          Cuando… me dejaste… –continuó, casi obligándose a ello –Cuando llegué aquí, estaba convencida de que vendrías, de que en cualquier momento te vería al otro lado de la puerta, esperando por mí. Después, me di cuenta de que jamás regresarías. Tardé una eternidad en convencerme de que no volverías, e incluso después, seguía mirando a la puerta, con la esperanza de que la siguiente persona que tocara a ella serías tú. Tardaste demasiado, Michael.

Julia me miró, clavando sus dolidos ojos en mí. Tenía tantas cosas que decir… pero parecía que nada era suficiente. Era verdad, había tardado demasiado.

-          Hasta hace poco, estaba convencida de que quizá podía vivir una vida sin ti. No una vida feliz, por supuesto, pero una vida, al fin y al cabo –dijo, mostrando una sonrisa que parecía más un gesto de dolor –Y luego regresaste. Justo cuando había perdido las esperanzas. Cuando pensé que lo sabía todo acerca de ti y tu enorme cobardía, regresaste, rompiendo mis esquemas, como acostumbras hacer –continuó, mirándome como si, con mi sola presencia, le estuviese haciendo el mayor daño posible –De cualquier modo, no sé si pueda hacer esto de nuevo.
-          ¿Hacer esto de nuevo? –pregunté, estúpidamente, aunque sabía exactamente a qué se refería -¡No habrá un de nuevo!
-          ¿Cómo puedo saberlo, Michael? –dijo, al tiempo que nuevas lágrimas resbalaban por sus mejillas, clavándose en mi corazón como si de puñales se tratasen –Si no me equivoco, dijiste que me amabas. Pero eso no te detuvo aquella vez. ¿Cómo puedo saber que no sucederá de nuevo, si lo único que tengo es tu palabra, tal como la tuve antes?
   
Miré su temerosa expresión, y acuné su rostro entre mis manos. Me incliné hacia ella, deseando como nunca antes que mi palabra fuera suficiente, pues, además de todo mi amor, era lo único que tenía para mantener conmigo al amor de mi vida.

-          Ven conmigo –murmuré, sintiendo cómo mi fuerza de voluntad se desvanecía bajo su profunda mirada –Ven conmigo; así lo sabrás, pues no estoy dispuesto a cometer el mismo error una vez más. Ya no tengo las fuerzas para estar sin ti un minuto más. Ya no tengo la voluntad para seguir respirando si no es contigo a un lado, y tampoco la tendría para verte marchar una vez más. Te amo, y juro que no te dejaré nunca más. De cualquier modo, no sé si pueda hacer esto de nuevo.

Julia sonrió, y bastó aquello para hacerme respirar otra vez.

-          ¿Vendrás conmigo? –le tendí una mano, con un irrefrenable miedo.
-          Como si tuviera otra opción-dijo, y con ambos brazos rodeó mi cuello, hundiendo su nariz en mi camisa, y llenándose los pulmones con mi perfume –Desafiemos al destino.

“Desafiemos al destino”… Aquellas palabras sonaban tan espeluznantes como esperanzadoras. En los labios de Julia, todo tenía aquel desconcertante doble sentido. Cada palabra dicha por ella tenía el misterioso poder de destruirte por completo o hacerte el ser más afortunado en la faz de la Tierra. Y, en aquellos momentos, nadie era más afortunado que yo…

Levantó la vista, y me regaló la sonrisa más temerosa jamás vista. Como me sucedía a menudo cuando estaba con ella, me perdí en el largo de sus pestañas, y apenas fui consciente del momento en que Julia me besó.

Sí, ella me besó. Fue justo entonces cuando me di cuenta de que, sí, Julia estaba dispuesta a abandonarlo todo de nuevo. Me había perdonado. Ella podía perdonar incluso a la persona que le había destrozado el corazón.

La atraje hacia mí, con ambos brazos alrededor de su cintura. Ella me besaba dulcemente, y luego, más rápidamente, –con ¿urgencia?–, al tiempo que recorría mi rostro con sus delicadas manos y sus pestañas me acariciaban las mejillas como alas de mariposa. Su aroma florar me llenaba los pulmones y la cercanía de su cuerpo comenzaba a convertirse en algo que no tenía el poder de controlar. Ciertamente, aquel poder que ella siempre había ejercido sobre mí amenazaba con convertirse en un demonio disfrazado de tentación.

Aquello bien podía ser demasiado, pero estaba dispuesto a morir en medio de aquel fuego, estaba dispuesto a perder mi voluntad en las interminables llamas de aquel nuevo sentimiento. Pues esta vez duraría por siempre.

Sí. Estaba dispuesto a perderlo todo con tal de ver de nuevo el fuego en aquel par de ojos brillantes. Perdería mi identidad si así lo quería ella. Si permanecer inmerso en aquella locura significaba perderlo todo, lo haría. Pues esta vez sería eterno…





Paraíso.

Michael me sostenía suavemente, mientras sus labios se encargaban de hacerme olvidar incluso mi nombre. Perdida en aquel enfermizo frenesí, me vi tentada a seguirle besando eternamente.

A medida que la rapidez de aquel beso aumentaba, yo perdía el control de mi cuerpo. La fuerza en mis piernas amenazaba con abandonarme, pero poco me importaba. Sólo un beso… Aquella influencia que su perfume ejercía sobre mí comenzaba a ser insoportablemente difícil de combatir.

Y, justo cuando estaba por rendirme ante la misteriosa mirada de mi enemigo, escuché como la puerta se abría con un molesto chirrido, y luego, la profunda voz de Alexander.

-           Bueno, parece que han arreglado ya las cosas –dijo, exhibiendo una sonrisa que ocultaba un gesto de dolor. Me compadecí de él.

Me separé de Michael, quien bajó la vista, al tiempo que se mordía el labio inferior. Irresistible. Tuve que concentrarme para no salir corriendo y estamparme contra sus labios de nuevo.

-          Sí, eso parece –dije mientras caminaba hacia él, sintiéndome una estúpida.
-          Entonces, ¿regresarás a Los Ángeles? –preguntó, y su expresión no dejaba lugar a dudas: desconfiaba de Michael.
-          Sólo si así lo quiere –intervino éste, avanzando hacia nosotros –Yo, por mi parte, no regresaré si no es con ella.
Al escuchar aquellas palabras, me convencí. Regresaría con él. Lo dejaría todo de nuevo, y un millón de veces más, si aquello implicaba que, al final de los mil años de infierno, Michael volvería para susurrarme un glorioso “Te amo”…

Tomé su mano, y entrelacé sus dedos con los míos. No lo dejaría jamás. Incluso aunque así me lo pidiera. Simplemente no lo haría, pues dudaba poder morir dos veces.

Aquello podía no ser eterno, pero, junto a él, sería la mejor no-eternidad jamás concebida. A pesar de todo…

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Chicas:

¡Siento la tardanza! Lamento haberlas hecho esperar tanto, pero justo acabo de salir de unos exámenes, y apenas he tenido tiempo de detenerme a respirar. 
Por otro lado, sé que suelo publicar los martes, pero ahora que he salido de vacaciones quizá pueda publicar más a menudo.

He aquí el capítulo 45.  Michael y Julia vuelven a encontrarse, tal y como tenía que ser. No podíamos esperar otra cosa, pues, tarde o temprano, el destino se encarga de que las cosas vuelvan a la normalidad.

45 capítulos, 35 seguidores y poco más de 12 mil visitas. Todo esto debo agradecérselo sólo a ustedes, lectoras. Son ustedes, a través de sus hermosos comentarios, quienes hacen que todo esto sea posible. 

¡Mil gracias!

martes, 15 de noviembre de 2011

Capítulo 44


XLIV

Narra Julia

Desperté, escapando así de una pesadilla más, la milésima del año, al parecer. Abrí los ojos, pero los cerré casi inmediatamente, abrumada por la brillante luz que se colaba de entre las persianas. Maldije al sol en voz baja y me hice un ovillo entre las sábanas.

Agucé el oído. Alexander estaba en la cocina, seguramente empeñado en conseguir que sus “platillos” fuesen comestibles. Un fuerte olor a humo me llenó los pulmones en cuanto desenterré mi rostro de entre las sábanas. Me puse en pie, Alexander había quemado su desayuno de nuevo. Sonreí, me vestí con algo más prudente que mi pijama floreado, y salí de la habitación.

Crucé la sala, y, cuando llegué a la cocina, aquel chico de cabellos negros y sonrisa encantadora mascullaba maldiciones entre dientes, con el ceño fruncido, mientras libraba una encarnizada batalla con la estufa. En el sartén frente a él, yacían tres puñados de cenizas. Alexander pagaba el precio de su recién independencia.

Sucumbí ante la risa al mirar a Alexander, quién también me miró, al tiempo que alzaba las cejas, suplicante y luego molesto.

-          Parece que alguien despertó de buen humor –dijo, cruzándose de brazos.
-          Sí, y parece que no eres tú –respondí, avanzando hasta ponerme frente a él, burlona –Déjame ayudarte. Has dejado la cocina hecha un desastre…  y dudo que esto sea siquiera comestible.

Alexander soltó un bufido, y apoyó la espalda contra la pared, dispuesto a escuchar mientras me observaba mezclar, batir, verter y cocer para obtener una docena de hot-cakes.  

-          ¿Lo ves? No es en absoluto difícil –dije exhibiendo la bandeja repleta, mientras le sonreía burlona.
-          ¿Bromeas? Creo que, si de comida se trata, dependeré de tus habilidades culinarias por el resto de mi vida –respondió, logrando sacarme una serie de risas que me sorprendieron incluso a mí.
-          En ese caso, espero que te gusten los hot-cakes, porque eso es lo que comerás el resto de tu vida.

Desayunamos juntos, sentados alrededor de la pequeña mesa con 4 sillas. Alexander fingía leer las noticias de un periódico del mes anterior, pero siempre mantenía un ojo puesto en mi plato. Al menor ademán de haber quedado satisfecha, me apuntaba con el tenedor, como un padre que amenaza a su hija si no se come las verduras. Al final, y después de una serie de astutos movimientos, él había terminado con mi porción en su plato.

-          ¿Hoy también irás a la Academia? –pregunté, cruzando los dedos por que no fuera así.

Alexander se llevó una mano a la barbilla, pensativo. Frunció el ceño un instante, y murmuró una interminable serie de “Hummms” y “Ahhs”. Después de unos eternos 30 segundos, me miró, mostrándome esa sonrisa que comprobaba el por qué La Toya gustaba de él.

-          No –sentenció, y yo sonreí –No todos los días, (por no decir ninguno), tengo el placer de verte de tan buen humor.
-          Exageras, mi humor no es tan malo.

Esta vez, fue Alexander quien comenzó a reír.

-          No, Julia. No es “tan malo”. ¡Es terrible! –dijo entre risas, ignorando mi gesto de indignación –De hecho estaba considerando mover de lugar a Atila y a Hitler en mi lista negra. Tú ibas a ocupar el primer lugar, por mucho –al escuchar eso, abrí la boca hasta el suelo.
-          Conque eso piensas… Entonces despídete de mis deliciosos hot-cakes. Esto es guerra, Alexander Keynes.

Y con un rápido movimiento, tomé las sobras en mi plato y se las arrojé a Alexander. Le dieron en pleno rostro, con lo que sus risas se detuvieron.

Bastó eso para iniciar una verdadera guerra de comida. Balas de mantequilla, misiles de pan y chorros de miel volaban por el aire. Las risas de ambos empapaban el ambiente. Alexander se refugió tras una silla, y yo establecí mi escondite tras una encimera de la cocina. Aún ahí, no pude escapar de los certeros lanzamientos de Alexander, quien se enfocaba en lanzar pedazos de pan cubiertos de mermelada, y se las arreglaba para que siempre cayeran en mi cabello. Yo, a mi vez, me sentí libre de arrojarle cuanto encontrara, sin pensar en que luego tendría que limpiarlo todo. Así, el cabello de Alexander pronto se vio cubierto de trozos de pan y

Cuando todo un hot-cake bañado en miel le dio en la cara a Alexander, éste declaró su rendición.

-          Ya, suficiente –exclamó, entre risas todavía -¡Me rindo! ¡Tú ganas! Tú ganas, ¿de acuerdo?

Entonces abandoné mi escondite, y miré a Alexander, quien estaba recostado en el piso, partiéndose de risa. Su aspecto era terrible. Tenía manchas de miel y mermelada en la cara y la ropa, así como pedazos de pan en el cabello y harina en las mejillas y las manos.

-          Llorón –dije, frunciendo los labios, saboreando mi victoria. Al instante, Alexander dejó de reír y me miró fijamente. Muy tarde comprendí que planeaba su venganza.

En menos de un segundo, Alexander me había tomado de la cintura, y me llevaba como un costal sobre los hombros. Mi propio cabello cubierto de miel y pedazos de pan me impedí ver, pero intuí que Alexander planeaba vengarse en… ¿el baño?

-          Eso realmente me ha herido. Debiste pensártelo mejor antes de meterte conmigo. Nosotros, los ingleses, somos muy vengativos, no sabemos perder. O, al menos, yo no sé… nunca lo hago.
-          ¡Bájame! ¡Has perdido, acéptalo! ¡Y bájame ya! ¡Eres un tramposo, un vil y despreciable tramposo! –exclamaba, entre risas, golpeando la espalda de Alexander y pataleando inútilmente.
-          Gracias, pero bajarte no es una opción. Mereces esto y más –dijo, al tiempo que me depositaba en el suelo del baño y echaba el cerrojo a la puerta.

Antes de que pudiese planear mi escape, y tan rápido que mis ojos no pudieron seguirlo, Alexander abrió la regadera y el grifo que llenaba la tina, me volvió a tomar de la cintura y, sin consideración alguna, me sostuvo bajo el chorro de agua fría.  

-          ¡No!... ¡Déjame en paz!... ¡Basta!... –intentaba gritar, con chorros de agua entrando por mi boca.
-          No, hasta que retires lo dicho –replicó Alexander, entre risas, empapado hasta los huesos también.
-          ¡Alexander Keynes… pagarás por esto! –entonces, Alexander me sostuvo aún más alto, tomándome del rostro y colocándolo justo frente al chorro de agua,  haciendo gala de su nula clemencia -¡Bien! ¡Retiro lo dicho!
-          Quiero escuchar eso… -dijo, y acto seguido me depositó en el suelo de la bañera
  
Carraspeé dramáticamente, me acomodé el cabello –que, aun así seguía siendo un total desastre–, y lo miré como una orgullosa enemiga, sin querer aceptar que había perdido la guerra.

-          Me rindo –dije, secamente, luchando por contener una carcajada, al tiempo que un inusualmente infantil Alexander me hacía gestos para que continuase –Oficialmente, he perdido. ¡Haz ganado la guerra!
-          Eso era todo lo que quería escuchar –dijo, mostrando una sonrisa absolutamente deslumbrante –No creo que haya sido tan difícil, ¿o sí? –Alexander arqueó una ceja, regocijándose en su victoria –Ahora, deberías bañarte… estás… hecha un desastre. Comenzaré a limpiar el campo de batalla entretanto. 

Alexander salió del cuarto de baño, frunciendo los labios en una sonrisa. Sonreí también. De un momento a otro, me sentía… fuerte. Sí, fuerte, libre, y, extrañamente, incluso feliz. Él lo había logrado. Después de todo, Alexander había logrado sacarme del Infierno. A pesar de mis intentos por permanecer en las sombras, atada a nada más que un nombre y un par de ojos que no volvería a ver, Alexander había hecho todo a un lado, abriéndose paso con codos y rodillas entre la multitudinaria cantidad de errores, miedos, excusas e inútiles barreras en mi vida.

Me había salvado de mí misma y de morir lentamente, torturada por los fantasmas de mi pasado, los cuales, curiosamente, compartían los mismos ojos increíblemente marrones.

Por un momento, me sentí a salvo. Por un momento, sentí que tenía a donde ir. Y, mientras el agua tibia corría por mi espalda, sentí que ya no tenía que escapar. Ya no tenía por qué escapar. Al final, había descubierto que sí se podía vivir con un corazón roto a cuestas… siempre que hubiera alguien que intentara repararlo.

Y Alexander estaba ahí. Con su seriedad recientemente corrompida, su infantil sed de venganza, su impresionante sonrisa y sus ojos avellana. Estaba ahí, siempre dispuesto a fingir que su vida era más miserable que la mía sólo para hacerme sonreír. En realidad, estaba ahí, y eso era lo único que verdaderamente importaba.

Salí de mi habitación, aún con aquella sonrisa que parecía indeleble en mi rostro. Alexander se entretenía barriendo inútilmente el inmaculado piso blanco de la cocina, que contrastaba enormemente con su aspecto de… vagabundo.

-          Lo haré yo, –dije, quitándole la escoba de la mano, intentando no reír ante su gesto de cansancio –aunque no creo que sea necesario. –paseé mi vista por la cocina, la cual nunca se había visto tan limpia. Después lo miré a él, quien aún lucía orgulloso las pruebas de su victoria –En realidad, quien necesita un baño eres tú.

Alexander me deslumbró con una sonrisa torcida, encantadora. Giró sobre sus talones y echó a andar hacia su habitación, son su característico porte al caminar.

Dejé la escoba a un lado, y me senté frente a la ventana. El sol lentamente se ocultaba tras los altos edificios de Nueva York, y bandadas de pájaros se ocultaban entre los árboles de Central Park, que refulgía como una esmeralda entre gigantes de cemento y ríos de asfalto. El bullicio de los autos llegaba hasta mí como murmullos ahogados. Lentamente, comenzaba a desconectarme de la realidad, al tiempo que veía a la Luna aparecer en el cielo, brillando como una luciérnaga en la oscuridad de la noche.

Y ahí estaba. Lo recordaba todo. El tono exacto de su piel. Su peculiar y exquisito aroma. El matiz justo de su iris a la luz del sol. La danza de sus rizos al viento. Lo recordaba todo, incluso cada imperceptible cambio en su tono de voz, cada pestañeo, cada hábito. Recordaba incluso aquella poderosa y atrayente aura como si nunca me hubiera alejado de ella…

Cuando Michael me abrazó, tan fuerte que apenas respiraba, supe que no había fuerza humana que consiguiera separarme de él. Porque encontraría la muerte en el preciso instante que Michael soltara mi mano, me diera la espalda y echara a andar sin decir adiós…

El tiempo había logrado que los recuerdos y yo entablásemos una relación aterradoramente parecida a la codependencia. Sufría, pero, de algún modo patético y masoquista, deseaba aquel sufrimiento. Había un recuerdo en particular que repetía una y otra vez, a menudo involuntariamente. La mayoría de las veces terminaba llorando sin darme cuenta al hacerlo, pues aquel era el recuerdo más nítido, el más doloroso.

-         ¿Eso piensas, entonces? Prometí no dejar de luchar por esto hasta que tú me lo pidieras… -y tuve miedo de pronunciar las palabras siguientes, pero tenía aún más miedo de su respuesta -¿Es lo que estás haciendo?

Miedo. Dolor. Desesperación. Furia. Más miedo. Y más dolor. Pareció entonces que aquello duraba una eternidad, una dolorosa eternidad. El río de lágrimas que resbalaban por mi helado rostro era ahora irrefrenable. Y dolía.

-         Sí –murmuró.

Y mis muros se derrumbaron.
Y mi corazón se rompió…


Apoyé mi mejilla sobre una de mis manos, comprobando así que las lágrimas que humedecían mi mejilla llevaban corriendo una eternidad. Miré de nuevo al atardecer. El sol había desaparecido, oculto tras una docena de rascacielos, su luz llegaba en forma de rayos rojizos que inundaban el departamento, proyectándose sobre mí, dejando una alargada y siempre inmóvil sombra a mis espaldas.

Con la mente atrapada en las diminutas y escasas estrellas que luchaban por aparecer en el cielo, me quedé dormida, aún con un millón de lágrimas ardiendo tras mis pupilas. Aquellas lágrimas que nunca se irían, aquellas que yo había intentado en vano ignorar.

No podía. Simplemente, no podía. Entre oníricos espirales, y en pleno estado de vigilia, deseé despertar de aquella pesadilla. Pues no podía ser cierto.

Estaba muerta, de eso no había duda. Nadie podía vivir sin sol, aire ni agua por tanto tiempo… Estaba muerta, sí. Nadie podía vivir sin corazón… Nunca habría pensado que la muerte dolería tanto… Deseaba vivir, respirar de nuevo, o reencarnar… Cualquier cosa, menos aquello. Aquello era peor que el Infierno… Era incluso peor que una vida sin Michael, pues había sido él mismo quien acabó con todo, quien me había condenado a muerte con una palabra. Había sido él quien me había lanzado directo a las llamas del Infierno, quien me había sacado del Paraíso… Pero había sido un Paraíso falso, construido a base de mentiras, de falsas esperanzas y de sueños infantiles… ¿A quién quería engañar? Michael nunca se habría quedado conmigo, ni aunque ambos lo hubiésemos deseado así. Simplemente, el tiempo y el destino se habrían encargado de eso tarde o temprano… Y había ocurrido tan pronto que apenas había podido ver cómo los pedazos de mi corazón caían al suelo, antes de romperse…

Un golpeteo destruyó la dolorosa paz en que me encontraba y acabó con mi turbulento sueño.

Le siguió un golpeteo aún más fuerte. Y otro… y otro. Y luego, un chirrido… Y nada más.

-          ¿Es demasiado tarde? –dijo una débil y herida voz mil años después.  
-          No. No demasiado…

Abrí los ojos, levanté la cabeza, e inmediatamente deseé jamás haberlo hecho. Algo me golpeó en el pecho, y mientras la sangre abandonaba mi rostro, comprendí que era la certeza de que, si creía conocer el fuego del Infierno, estaba muy equivocada.

 Aquello apenas comenzaba…

-          Hola, Julia.
-          Hola… –temí pronunciar una palabra más, temí que el hechizo se rompiera si lo hacía

Pero, en todo caso, aquello no era un hechizo, era la representación de mis más grandes demonios encarnados en un solo cuerpo.

-          –Hola, Michael.