martes, 18 de octubre de 2011

Capítulo 42


XLII
Narra Julia.

Me llevé una mano a los labios, intentando en vano ahogar los sollozos que, en realidad, me moría por soltar.

Aun a mi pesar, había soltado una mentira que, por sobre todas las cosas, deseaba volver una realidad. “No quiero volverte a ver”… ¿A quién iba a engañar?

-          Por favor… -escuché que susurró entonces, agrietando con ello mi fuerza de voluntad.

Hice el teléfono a un lado, mientras miraba de reojo a Alexander, quien permaneció en su sitio hasta que una gélida mirada y una agresiva señal con la mano, lo obligó a retirarse, de mala gana. Me enjugué las lágrimas y respiré profundamente antes de volver a tomar el teléfono.

-          Por favor…–repitió Michael, con una voz que parecía de cristal. Resquebrajada, casi rota –Te necesito, Julia.

Entonces, aquella parte característica en Alexander: práctica, analítica, obstinada hasta lo incorrecto y cerrada hasta lo estúpido, hizo su aparición en mí. Dos meses sin ver el Sol habían hecho su efecto, después de todo.

-          Tuviste mucho tiempo para pensar en ello. ¿No lo crees? –repliqué, enjugándome una vez más, y mucho más bruscamente las lágrimas, como si fueran una humillante muestra más de mi debilidad –Tuviste todo un mes en aquella isla en medio de la nada para conocerme; tiempo suficiente para adivinar la montaña de problemas que cargo conmigo. Un mes para decidir que una llorosa niña con un pasado oscuro y un carácter similar al de Atila no es (y, probablemente, nunca será) lo que necesitas.
<<Después, tuviste poco más de tres meses para pensar en una excusa más inteligente y menos apresurada por la cual romperme el corazón en pedazos. Pero te diste cuenta de que, realmente, yo no era lo que querías, lo que necesitabas… justamente cuando ya estaba perdida e irrevocablemente enamorada de ti.

Me detuve, y escuché. Michael calló también, dejando el sonido de su agitada respiración como el único vínculo entre ambos.

-           ¿Sabes qué es lo peor de todo? –preguntó Michael, al parecer, más a sí mismo que a mí –Que, durante estos dos meses he estado buscando una sola razón para culparte a ti por todo. Una sola… Y no la encontré.

Y ahí estaba. Su capacidad de hacerme palidecer y temblar en un segundo había hecho su aparición estelar.

-          Sé muy bien que soy el único culpable. Sé que no merezco tu perdón, y que probablemente no soy más inocente que un asesino en serie. Sé que cargo con dos corazones rotos y miles de lágrimas sobre mis hombros. Sé que, siguiendo los consejos de todo el mundo, debí haberme olvidado de ti en cuanto salí de aquella isla. Pero aquello era imposible. Antes de darme cuenta, ya te estaba pensando incluso en sueños. Y, mucho antes de ser consciente de las consecuencias, ya te estaba amando.
<< Sí. Soy el único culpable. Yo y sólo yo. Ni Joseph, ni la prensa. Yo, Julia. Tuve miedo. Tuve miedo de ti, miedo de mí. Tuve miedo del mundo y de mi propia sombra. Tuve miedo de que, al ver la avalancha de problemas que se vendrían sobre ti, decidieras dar la vuelta e irte, pues tenías el derecho a hacerlo. Supe que hacerlo después dolería incluso más que ahora. Y no sabes cuánto lo siento, cuánto duele. Sé que esta imitación barata del que solía ser antes es el único culpable del millón de lágrimas que has derramado, del dolor que nunca quise causarte. Pero sólo una cosa importa: sé que este cobarde, este estúpido, este mentiroso, te ama con cada latido de su corazón. Y eso no cambiará nunca.

Callé. El torrente de lágrimas que ahora resbalaban por mis mejillas había ahogado cualquier palabra. Por encima de los latidos de mi corazón, escuché la voz de Michael.

-          Cometí el error más grande del mundo. Y sigo sin poder creer que, después de todo, siga refugiado aquí, en mi habitación, como el cobarde que soy.
-          Haces bien –dije, con una voz que apenas pude reconocer como mía –Hacer cualquier otra cosa sería insensato.
-          Quizá eso es justo lo que debo hacer ahora. Una insensatez podría salvarme. Aunque, para serte sincero, creo que la única que podría salvarme ahora, eres tú.

Y colgó.

Con la vista perdida en la nada, pensando y muriendo lentamente, intentando creer que en cualquier momento despertaría de mi eterna pesadilla, me senté en el diminuto sillón de la sala, rodeé mis rodillas con ambos brazos, y me senté a esperar la muerte. Pero, al parecer, la muerte no era tan misericordiosa.

Minutos –o quizá horas– después, escuché cómo Alexander salía de su habitación, y me miraba como quien mira a un cachorro que ha sido arrollado, sabiendo que no tiene esperanzas. Cruzó la sala, se encargó de colgar el teléfono, que, en mi descuido había dejado a un lado, y me lanzó otro vistazo; esta vez, me miró como quien quiere ayudar a prolongar la dolorosa vida de aquel cachorro. Se perdió en las penumbras de su habitación y, segundos después, volvió con una manta, la cual colocó sobre mis cada vez más delgados hombros, y se sentó junto a mí, dejando que me acurrucara contra él.

No lloré esta vez. Simplemente me deleité con la sensación de vacío dentro de mi pecho. Cerré los ojos, al sentir cómo Alexander hundía sus dedos entre mi enmarañado cabello, desenredándolo con suavidad. Había entendido que nada de lo que dijera sería de utilidad. Se lo agradecí en silencio.

Miré por la ventana; más allá del empañado cristal se vislumbraba un grupo de pinos, que mostraban sus espeluznantes sombras recortadas contra la luna llena. Detuve mi vista ahí donde las puntas de los árboles parecían alcanzar la altura de los rascacielos.

Sin darme tiempo de pensar en otra cosa más que en la noche que enterraba entre sus sombras a aquellos majestuosos pinos, y sin querer traer a Tierra aquel nombre que nunca abandonaba mis pensamientos, me dormí, entre los brazos de un Alexander que hacía mucho también había caído dormido, sin dejar nunca de abrazarme.

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-          ¿Sabes? Desearía que te quedaras siempre –susurró a mi oído Michael, con aquella suavidad en la voz que sólo el poseía –Pero he aprendido que lo bueno nunca dura lo suficiente.
-          Sólo dura lo necesario –respondí yo, mordiéndome un labio, sopesando el peso de aquella verdad.
-          ¿Qué pasa cuando “lo necesario” resulta ser siempre? –preguntó, deteniendo con aquella pregunta el curso del reloj.
-          Te das cuenta de que quizá cometes un error.

Deseaba poder darle la espalda y echarme a correr, arrojando en el camino aquel amor. Pero, para entonces, aquello ya era imposible.

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Desperté, sintiendo la característica calidez de las lágrimas recorriendo mis mejillas. Intenté enjugarlas, pero mis brazos parecían hechos de plomo. Demonios. Incluso en sueños, aquella sensación de derrota resultaba opresiva. “Lo necesario”, efectivamente, había resultado ser siempre. Y “siempre” era demasiado tiempo. Y el tiempo se había ensañado en alargarse infinitamente, rasgando los sangrantes trozos de mi corazón, destrozando mi consciencia, haciéndome pedazos.

Sí. El tiempo era mi peor enemigo.

-          ¿Pasa algo? –respondió Alexander con voz somnolienta, pues mis torpes movimientos lo habían despertado.
-          Tengo frío, es todo –en realidad, no había reparado en ello hasta el momento en que comencé a temblar bajo la manta.
-          Sí. Y fiebre también… –dijo Alexander, pasando una mano blanca por mi frente, con suavidad.

Alexander se levantó y, sin esfuerzo alguno, me llevó en brazos hasta mi cama, donde me dirigió una mirada tan terminante que me hizo entender que quizá una maldición caería sobre mí si abandonaba mi habitación.

Con piernas de plomo, caminé hasta colocarme frente al espejo, sólo para recibir frente a mí a una muchacha más muerta que viva, que me miraba con vacía curiosidad, casi con lástima. Me tomó un momento reconocer que aquel saco de huesos correspondía a mi propio deplorable reflejo en el espejo.

Mi blusa sin mangas dejaba ver mis clavículas, más visibles que nunca. Levanté ligeramente mi blusa, descubriendo así que mis costillas podían contarse bajo mi pálida piel, al igual que mis vértebras. Mis rodillas, codos y muñecas saltaban a la vista, y unas feas manchas blancuzcas, atribuidas a una evidente falta de hierro, moteaban mis hombros. Aquel aspecto mortecino me hacía ver aún más insignificante de lo que era. Estuve a punto de echarme a llorar frente al espejo.

Más allá de la puerta abierta, escuché a Alexander al teléfono, intentando desesperadamente cumplir la misión casi imposible de conseguir un médico a las 12 de la noche.

Lo logró. Una hora después, un hombre de cabellos plateados, cuerpo enjuto, nariz aguileña, piel broncínea, voz de tenor y sonrisa fácil cruzaba la puerta de mi habitación, frunciendo el ceño ante el deplorable espectáculo de aquella niña delgada hasta los huesos postrada en la cama, derrotada. Me sonrió, y prosiguió a expresar numéricamente las consecuencias de un corazón roto y una voluntad inexistente:

-          39°C, taquicardias y disnea… –comenzó diciendo el doctor Reed, mirando seriamente a Alexander, quien, a su vez, me miraba a mí, a punto de echarse a llorar –Anemia. 38 kilos, lo cual está, evidentemente, muy por debajo de su peso normal –agregó, guardando en un maletín negro su estetoscopio.

Giré mi cabeza, clavándola en el cielo nocturno de Nueva York, queriendo volar para no escuchar más nada.

El doctor Reed tomó a Alexander del brazo y lo llevó fuera de la habitación, creyendo (ingenuamente) que yo no escucharía.

-          No sé qué la trajo a estos extremos, Alexander; sólo sé que si no logras mantenerla en esa cama, y hacer que coma, habrá consecuencias graves.

Fue lo último que dijo, antes de recibir su pago y cruzar la puerta. Alexander, como un rayo, entró a mi habitación, y se sentó junto a mí, mirando fijamente los huesos de mis manos.

-          Perdón –murmuré, sintiéndome como la idiota que era –Pero te prometo que seguiré sus instrucciones –comencé a llorar, como una niña que promete no desobedecer a su padre de nuevo –No me moveré de esta cama para nada. Prometo comerme todo, Alexander. Yo…
-          ¿Perdón? –me miró con el ceño fruncido, a punto de lanzar unas risas frustradas –Yo te dejé llegar a esto. Te vi consumirte día a día, sin intentar detenerlo. Te vi entregarte sin reparos a una muerte lenta. También te abandoné, Julia. Y, aunque me cueste admitirlo, soy tan culpable como Michael. Estúpidamente, creí que, tarde o temprano, te levantarías sola, pues eres fuerte; no me detuve a pensar en te dejé totalmente sola. Ahora, gracias a mí, quien solías ser, tus sonrisas y tu curiosidad, se ocultan bajo este triste cascarón a punto de romperse. Perdóname tú, si puedes –dijo, y se levantó de un salto.

Lo miré largamente. Aprecié sus finos rasgos a contraluz, su nariz recta, sus labios delgados, su piel de porcelana, sus ojos avellana, sus pestañas rizadas y su cabello negro –el cual se había dejado crecer últimamente–, que le caía en forma de ligeras ondas sobre la frente y nuca.

Él me miró a mí, a su vez. Mis ojos hundidos, mi nariz diminuta, mis labios entreabiertos, mi piel casi traslúcida, mis pómulos prominentes y mis delgadísimos brazos, que caían inertes sobre mi regazo.

De improviso, Alexander abandonó su estado de inmovilidad, se aproximó a mí, colocó una mano en mi nuca, me atrajo hacia él –contradiciendo al foco rojo en mi mente, no me moví–, y me plantó un beso en la frente, con suavidad, casi con miedo.

-           –Ahora, señorita, va esperar usted a que su cena esté lista. Le pido, por favor, que no me reproche mis precarias habilidades culinarias, soy sólo un aprendiz. Puedo ofrecerle pasta, o, en su defecto… pasta.
-          Pasta, entonces. –dije, al tiempo que fingía una sonrisa merecedora de un premio Óscar.

Alexander se marchó tan rápido que mis ojos apenas pudieron seguirle el rastro. Inmóvil en mi cama, olvidé casi inmediatamente el beso que aún ardía en mi frente. Y, por instinto y casi en contra de mi voluntad, reemplacé sus ojos claros por unos más oscuros, que me miraban desde los resquicios de mi mente con reproche, como diciendo: “Mira lo que te has hecho”.

Entonces, sobre el ajetreo de la cocina, me concentré los latidos de mi cansado corazón, irregulares, pesados. Latían sin motivo. “Mira lo que te has hecho”, repetía Michael en mi mente. “Mira lo que me has hecho”, respondía yo, a ratos en voz alta, y a ratos mentalmente.

Lancé una risa frustrada. Era increíble. Me dejaba morir, sin poner resistencia alguna. Lo que antes me mantenía anclada a la vida, me había soltado, queriendo cortar de golpe un lazo que, estaba segura, había tardado siglos en crearse... y tardaría siglos en romperse. 

Tiempo después, por vez primera, tomé mi diario:



                                                               ž
Querido diario:

Los días pasaron cual años.

Y Michael no volvió a llamar.

-          ¿Crees que podrías arreglártelas sola hoy? –había preguntado Alexander una eternidad atrás.
-          Me ofendes. Deberías confiar más en mí –reproché yo, cruzándome de brazos.
-          Lo hice una vez. Anemia, ¿no es cierto? Si mal no recuerdo, eso dijo el doctor Reed.

Touché.

-          Hay comida suficiente en el refrigerador y un juego de llaves sobre el estante de la cocina. Si todo sale bien, volveré entrada la noche –añadió, sonriente.

De repente, comprendí, mientras miraba sonriente a Alexander.

-          Sí. Quizá entre a la Academia Americana de Arte Dramático –lo abracé tan fuerte como mis delgados brazos permitían –Pero debo irme ahora. No quiero llegar tarde.


Alexander había conseguido entrar. Por lo tanto, debí hacerme cargo del departamento y de mí misma desde entonces. También había contratado un profesor, que llegaba todos los días a impartirme las materias básicas, pues Alexander no quería que, en mi reclusión, me perdiese de nada. El profesor Johnson, con su calva incipiente, sus lentes con armazón de oro, su estatura imponente y su sonrisa inexistente, era, francamente, un dolor de cabeza.

A menudo salía, aun en contra de las advertencias de Alexander, y me sentaba en Central Park a mirar el lento descenso del sol en el cielo. Regresaba al apartamento, donde me dedicaba a darle una y mil vueltas, como si quisiera grabar cada mota de polvo en mi memoria.

Cada día, me miraba en el espejo, tomando nota de los efectos de la medicación y la alimentación controlada que llevaba. Había recuperado 5 kilos en 2 meses. Una hazaña.

A veces, el recuerdo de Michael aparecía de entre la risa de un niño pisos más abajo, o desde un rayo de sol que se colaba por las cortinas, o incluso desde el diminuto collar que había dejado intencionalmente en el piso de Hayvenhurst. 

Un recuerdo como aquellos podía, fácilmente, dejarme llorando en la cama por 4 horas seguidas.  Era como ser arrollada por un camión todos los días.

Y así, entre lágrimas ocultas, risas forzadas y esfuerzos casi inhumanos por volver a dotar a mi piel de sus antes característicos tonos dorados, pasó diciembre. Navidad llegó a iluminar el apartamento como un relámpago. Y pasó como un relámpago también. Después, una cena y un vestido nuevo (regalo de Alexander) habían marcado la diferencia entre 1975 y 1976.

El nuevo año también marcó la muerte de mis viejas esperanzas. Michael no volverá. Nadie tiene que decírmelo.

Y ahora, estoy frente a la ventana de mi habitación. Ayer abrí la caja de mi padre, la cual, por miedo, no abrí jamás. Encontré en ellas una serie de fotos de mi madre, con las cuales ya forré las paredes de mi cuarto. Me sorprende lo parecida que soy a ella. Aunque, por supuesto, ella es más bonita. No heredé sus ojos verdes, ni su cabello lacio. También estaba aquel par de zapatillas de ballet que nunca usé; un fajo de billetes con el que apenas pagaré a Alexander la mitad de lo que le debo; un viejo y raído osito de peluche y una serie de cartas de mi padre, las cuales no he leído, por miedo. Siempre el miedo, al fin y al cabo.

Hay luna llena hoy. Está inusualmente cerca, y me parece que su brillo apenas y se asemeja al de los ojos de Michael. ¡Cuánto lo extraño, aunque quiera negarlo! ¡Lo necesito! Aún ahora, me es difícil resistir las ganas de tomar un avión y regresar a Los Ángeles, pero no puedo hacerlo. Alexander me necesita, a su vez. Dice que soy el cable que lo mantiene en contacto con el mundo. Además, probablemente  me encontraría con una puerta cerrada y las mismas inexplicables razones por las que Michael prefirió cortarme el oxígeno tan de repente.

A veces aguzo el oído, esperando escuchar el sonido del teléfono, o de un puño contra la puerta. Pero no escucho nada. Entonces, cada vez que vuelvo a comprender que Michael no cruzará la puerta para sostenerme entre sus brazos, murmurar un “Te amo” a dos centímetros de mis labios y borrar lo sucedido con un beso eterno, mi corazón sufre un revés. Caigo de rodillas al suelo, y me quedó ahí hasta que mis lágrimas se han acabado. Alexander me encuentra destrozada y se dispone a murmurar que todo saldrá bien. ¡Como si fuera cierto! ¡Como si de verdad Michael fuera a venir! ¡Como si yo en realidad pudiera olvidar!

No puedo, esa es la verdad. Su sonrisa, su aroma, su mirada, la presión exacta de sus manos, el color de su piel, su cabello danzando al viento… todo él quedará grabado en mi memoria eternamente. Y doy gracias por ello.

Pero, así como las nubes ocultan temporalmente a la luna, el tiempo destruye temporalmente mis esperanzas, pero éstas siempre renacen, alentadas por nada más que un corazón roto.

Alexander ha llegado ya; hoy, temprano. Será mejor que vaya a recibirlo, pues ha estado decaído últimamente.

    Julia G. A 12 de enero de 1976.


                                                           

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Los meses pasaban. Yo seguía perdiendo el tiempo, atado como estaba al incesante trabajo.

Los problemas con Motown habían continuado, y, finalmente, The Jackson 5 habíamos dejado la disquera, cambiando nuestro sello discográfico a Epic.

Tatum aún venía cada semana; al parecer, se había acostumbrado a mi poca participación en las conversaciones, y se las atribuía a la timidez, lo cual, al fin y al cabo, no estaba tan alejado de la realidad.

La luna se había convertido en mi única amiga, y le hablaba a ella tratando de llegar a Julia. Miraba la luna, sabiendo que su brillo no podía compararse con el de las pupilas de aquella orgullosa niñita que había dejado ir una eternidad atrás.

A pesar de las protestas de Katherine, de Janet, e incluso de La Toya, yo continuaba encerrado en Hayvenhurst, dispuesto a no hacer nada. No regresaría por ella, a menos que ella así lo quisiera.

-          ¿Cómo lo sabrás, Michael? –había preguntado Janet, en su inocencia.
-          Tal vez nunca lo sepa.

Quizá era el momento de cometer la primera gran insensatez de mi vida. Quizá aún no era demasiado tarde. Quizá ella aún esperaba por mí.

Pero, como siempre, aparecía un “Quizá”, que borraba toda esperanza de golpe.

“Quizá ya te olvidó”

Y, al final, todo se resumía a un “Quizá”…

                     t

martes, 4 de octubre de 2011

Capítulo 41


XLI
Narra Michael.

Colgué el teléfono entonces.

Recargué mi espalda contra la pared, y, simplemente, me derrumbé. Una vez más.

Recordé entonces el momento en que, armado de un falso valor, tomé el teléfono, con aquellos indescifrables dígitos grabados a toda prisa en una servilleta usada, y la decisión irrevocable de escuchar su voz. Esto puede verse como simple arrepentimiento, pero en aquellos momentos, era puro instinto de supervivencia.

Habían bastado unas palabras fuera de lugar de La Toya y una petición (o una humillante súplica) a Berry Gordy y su capacidad de conseguirlo todo en un tronar de dedos, para obtener el teléfono del nuevo apartamento de Alexander. Y cuando tuve frente a mí esos números que parecían trofeos, no dudé en hacer uso del primer teléfono que encontré.

Cuando el mismo Alexander contestó, estuve tentado de colgar, aterrado, derrotado y dolido. Ansiaba escucharla a ella. Había tomado el teléfono con el único objetivo de llenarme los oídos con aquella voz que ni en sueños dejaba de ejercer su encanto sobre mí, aquella voz dulce, suave, aquella voz que era seductora a pesar de sus infantiles matices.

La necesidad de saber de ella había sido más grande que mi miedo, mi cobardía. Y entonces, la dura voz de Alexander volvió polvo mis esperanzas y mi propio corazón, haciendo que me replantease la idea de llamar más tarde.  

-          ¿Cómo está ella? –pregunté estúpidamente, después de pensar, dudar y temblar mil veces.
-          No creo que en verdad te interese, Michael –respondió fríamente, y con todo derecho.

Por un momento, mientras intentaba deshacer el nudo en mi garganta, dejé de ser consciente de con quién hablaba, e incluso de mi mecánica respuesta. Durante aquellos eternos treinta segundos, intenté prepararme para la dura respuesta que Alexander seguramente soltaría, y que yo ya me imaginaba.

-          Justo como debería estar. Intentando olvidarte –dijo por fin.

Entonces sentí como si un camión me hubiese golpeado. Hice el teléfono a un lado, enjugándome las lágrimas que no pude evitar derramar.

-          Bien –respondí, después de suspirar, intentado en vano deshacer el nudo en mi garganta –Por favor, avísame si lo lograra. Eso significaría que yo también puedo olvidarla a ella. 

Y colgué, haciendo gala de mi enorme cobardía una vez más.

Descubrí entonces que había cometido el error más grande de mi vida entera. Haberla dejado ir fue como sacar a un pez del agua, esperando que se sintiera más cómodo.

Descubrí también que aquel vacío en mi pecho, aquel profundo dolor que me impedía respirar y que llenaba mis ojos de lágrimas tenía nombre: impotencia. Comencé creyendo que se trataba de culpa, pero terminé por concluir que se trataba de la más grande desesperación causada por la impotencia de no poder dar vuelta atrás al tiempo.

El tiempo, mi más grande enemigo. No. Sonreí, totalmente frustrado, al darme cuenta de que mi más grande enemigo era yo mismo. Yo y mi cobardía.

Cargaba con aquella desesperación en los hombros, día y noche. Los recuerdos parecían salir de las paredes, dispuestos a enloquecerme de un momento a otro. Pues en todos lados estaba ella. En el sofocante calor de septiembre, en las polvorientas teclas del piano de cola, en los libros a medias del estante, en la sonrisa de Janet, y, sobre todo… en mi mente.

Mi mente. El único lugar en el que Julia sería eterna. Ahí, su sonrisa sólo se borraba para dar paso a las cientos de lágrimas que había derramado por mí culpa. En la isla, en el patio, en México, en el patio de nuevo, y, finalmente, frente a los portones de Hayvenhurst.

Esos pensamientos terminaron por ocupar todo mi tiempo. Y aun cuando fingía prestar atención a los brutales regaños de Joseph, los recuerdos de Julia mirándome a hurtadillas, sonriendo y sonrojándose cada vez que la descubría en el acto lograban sacarme una sonrisa rota, derrotada. Los recuerdos de sus labios rozando mis mejillas, borrando así cualquier pensamiento en mi mente siempre lograban que una lágrima terminara resbalando por mi rostro.

Los días y mi propia apatía habían alejado a Janet de mí. Aquella pequeña niñita de rizado cabello y ojos curiosos se había asustado de mi propia estupidez y mi necedad de no reír ni por cortesía. Al final, después de cansarse de insistir, se había ido, molesta y harta.  

Y, en realidad, aquello comenzaba a hartarme incluso a mí. En ocasiones me detenía a pensar: ¿Qué pasaría si…? O incluso, ¿Debería…?. Pero, casi inmediatamente, esos pensamientos se esfumaban de mi mente, expulsados por pensamientos como: “No. No quiere verme más”. O un ocasional: “No. Te odia, tenlo por seguro”.

Pensamientos propios de un completo y estúpido cobarde.

Con el paso de los días, comencé a odiarme. Me odiaba no sólo por haberla dejado, no sólo por haber roto mi corazón en mil y un pedazos. Me odiaba por haber roto su corazón en mil y un pedazos. Pues yo sabía que ella me amaba. ¡Demonios, lo sabía! Y ahora, probablemente me encontraba a años luz de ello. Yo mismo me había encargado de ello. ¡La culpa era sólo mía y de mi miedo! Miedo de… mí mismo.

Fue como haber descubierto un décimo planeta. Darme cuenta de que, en realidad, tenía miedo sólo de mí mismo debió haber sido el descubrimiento de la década. Pues, era cierto. Aquellos “vanos intentos de protegerla del mundo” se reducían a “vanos intentos de protegerla de mí”. Y fracasé, pues le hice el daño más grande, la abandoné en un mundo desconocido, rompiendo mi débil corazón en el proceso.

<<Estúpido>>, pensaba. Y en realidad, era mucho más que sólo eso, pues debía estar completamente loco si planeaba vivir sin oxígeno, sol, agua, con un puñal clavado en medio del alma, y con la tarea de parecer el Michael de siempre, (obviamente, fracasando en el intento).

Eran increíbles los esfuerzos que hacía por no terminar lastimándome a mí mismo en mis momentos de desesperación, de impotencia. Sin afán de ser presuntuoso, debo decir que eran de admirarse los esfuerzos que hacía por parecer feliz, aquejado sólo por las interminables sesiones en el estudio o los ensayos para tal o cual presentación en tal o cual programa. En realidad, los esfuerzos que hacía sólo para lograr sonreír, le causarían envidia al mismo Hércules aún después de haber terminado sus doce trabajos.

Sonreír se convertía en una odisea, y ser feliz, en un sueño roto por mi propia cobardía.

Incapaz de olvidar, me propuse ocupar mi tiempo y llenar mi espacio. Así pues, pasaba horas ensayando, aun sin necesidad o motivo para hacerlo. Entonces, totalmente agotado, me retiraba a mi habitación, el último lugar en la Tierra en el que quisiera estar, y me limitaba a cerrar los ojos, apretando con fuerza a la Campanita de plata entre mis dedos, y respirando su aroma, que aún parecía fresco en cada rincón de aquel lugar.

Aquello era vivir en el infierno.

-          Vamos, tienes que salir de ahí –gritaba Katherine, con el oído pegado a la puerta que yo nunca abría, obligándome a abrir los ojos.
-          Ahora no, estoy cansado. –mentía, sin molestarme en sonar convincente.
-          Bien –respondía ella, y yo volvía a cerrar los ojos, olvidándome por completo de la puerta –Entraré yo, entonces –las llaves entraban, la perilla giraba, y Katherine me miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados desde el marco de la puerta.  

Miraba a Katherine, que se sentaba a mí lado y me acariciaba maternalmente la cabeza, mientras me hablaba acerca de las razones por las cuales dejar de comer no es saludable.

 Después de aquella llamada, con el paso de los días, mi actividad preferida se convirtió en pasar el tiempo frente al teléfono, esperando a que sonara, y mordiéndome las uñas al saberme demasiado cobarde como para llamar por mí mismo.

Tatum llegaba cada tres días, invitada por la misma Katherine, quien creía, en toda su encantadora ingenuidad, que podría reemplazar a Julia. ¡Como si fuera cierto! ¡Como si un foco pudiera reemplazar al Sol en el Cielo! Tatum parecía cada vez menos dispuesta a pasar tiempo con una imitación barata de Michael, quien nunca respondía a sus preguntas, o, simplemente, no escuchaba las palabras que aquella dulce niñita tenía para decir. Entonces, Tatum se iba, rechazada, cansada, derrotada y molesta.

Y aquel 17 de octubre de 1975, cuando, lentamente, el sofocante calor de septiembre comenzaba a ceder, yo me entretenía clavando mi vista en el ventanal, sentado en la sala que ahora me parecía desierta, con una somnolienta Janet recostada contra mí y Katherine, sentada más allá de la mesita de centro, escudriñando mi rostro con su inquisitiva mirada, dejando de lado cualquier discreción.  

-          Realmente la amas, ¿cierto? –me preguntó entonces, clavando aún más profundo aquel puñal en mi corazón.

No respondí. Un simple “sí” no hubiera bastado para incluir el interminable torrente de sentimientos en los que la palabra amor se había convertido. Un simple “no”, hubiera sido decir la mentira más grande del mundo. La amaba, sí, pero mucho más que sólo eso.

Motivada por el gesto de dolor que seguramente dejé entrever, Katherine concluyó:

-          En ese caso, no veo motivos para que continúes aquí –me tomó una mano, y con la otra, elevó mi barbilla hasta quedar al nivel de su rostro, suspendido a un palmo del mío –Sabes dónde está, Michael. ¿Por qué no…
-          Porque no es tan fácil como pareciera –dije, girando el rostro, a punto de echarme a llorar de nuevo –¿Qué derecho tengo de entrar de nuevo en su vida, una vida que es perfecta sin mí? ¿Con qué derecho me acerco y pido perdón, cuando sé que no lo merezco?

Katherine esquivó la mesita de centro que nos separaba y se sentó junto a mí, dejando que recostara mi cabeza sobre su hombro.

-          Ella me odia, Katherine.
-          Te equivocas.
-          ¿Cómo puedes saberlo?

Y el silencio que se extendió entre nosotros me pareció eterno.

-          Llamó anoche.  
















-          No quiero escucharte ahora, Alexander –había dicho, justo después de colgar el teléfono, al descubrir que Michael había llamado –Debiste haberme avisado. Yo… Quizá…  -y, sin completar a frase, le cerré la puerta de mi habitación en la nariz, mientras corría a refugiarme en mi cama.
-          ¿Quizá? ¿Quizá qué, Julia? ¿Quizá cambió de opinión y quiere conservarte como su mascota? ¿O quizá llamó sólo para saludar?
-          ¡Olvídalo! –le grité, por primera vez desde que le conocí.
-          No puedo.

Entonces caminé con furia hasta la puerta, y la abrí, dispuesta a golpearlo si insistía. No dijo nada –sabiamente–.

-          ¿Qué fue exactamente lo que dijo? –pregunté, mirándolo seriamente, dejándolo sin escapatoria. Cuando Alexander suspiró, supe que lo había logrado.
-          Sólo preguntó por ti. Quería saber cómo estabas.

Me mordí un labio con fuerza –quizá demasiada–, y comencé a caminar en círculos por el apartamento, que se veía mucho mejor libre de polvo, y comenzaba a llenarse de muebles poco a poco. Me detuve, pensando por sólo un instante en la posibilidad de que…

-          Ni lo pienses –me paró en seco Alexander, adivinando mis pensamientos.

Entorné los ojos, y lancé un bufido. Estaba a punto de decir algo cuando Alexander alzó un dedo y lo colocó frente a mi rostro, acallándome.

-          Han pasado dos meses desde que… ustedes… ya no están juntos –noté que Alexander luchaba por escoger las palabras que no supondrían un peligro para mi salud mental –Y casi uno desde que estás aquí, en Nueva York. Dos meses es una cantidad considerable de tiempo, y, en mi opinión…

Sacudí efusivamente la cabeza, descifrando el enigma.

-          Sé perfectamente a lo que te refieres. Déjate de rodeos, ¿quieres? Michael habría venido por mí hace mucho, si eso quisiera. Lo entiendo a la perfección.

Alexander enarcó las cejas, visiblemente sorprendido por el radical cambio en mi tono de voz. Mejor así. Que se diera cuenta, por fin, de que las cosas estaban cambiando.
-          Espero que ahora ya puedas dejarme sola.

Y lo dejé ahí, parado en plena sala con una mirada de desconcierto en el rostro. Cerré de un portazo la puerta de mi habitación y me eché a llorar sobre la cama.

Alexander sólo había expresado la verdad que yo me empeñaba en negar. Michael no vendría.

Lloré como no había tenido la oportunidad de hacerlo. Lloré sin tener que ocultar el rostro entre la almohada para disimular el sonido de mi llanto. Lloré hasta que creí no tener más lágrimas, e, incluso entonces, seguí llorando. Pues eso era lo único que podía hacer. Llorar, y rezar por que la muerte fuera menos dolorosa que eso.

¿Había sido yo? ¿Había supuesto demasiados problemas para Michael, sin notarlo? ¿Había sido sólo mi deseo de que Michael me amara como yo a él lo que me mantuvo atada a él? Recé por que no fuera así.

Perdida entre telarañas de pensamientos, no fui consciente del momento en que dejé de llorar. Hecha un ovillo sobre la cama, miré por la ventana hasta que el Sol se vio reemplazado por las estrellas en el cielo.

-          ¿Podrás perdonarme? –escuché que la voz de Alexander murmuraba. Me retorcí entre las sábanas hasta que logré vislumbrar su rostro.

No respondí. Me limité a observar su derrotada y enorme figura a contraluz, suspendida más allá del marco de la puerta. Alexander suspiró, clavando la vista en el suelo.

-          Lo llamé. Está esperando en el teléfono. Por favor, habla con él. No soporto más verte así.

     Y fue como haberme estrellado de lleno contra el piso. Comencé a temblar como si hubiese tomado un baño en plena Antártica, y tras el escándalo que hacían los latidos de mi propio corazón al correr a toda prisa, escuché mi inconsciente respuesta afirmativa.

Crucé la habitación y recibí la luz del único foco de la sala en pleno rostro, antes de recorrer el apartamento en tres zancadas.

Me detuve frente al teléfono, casi soltando una carcajada en el proceso por lo ridícula que me veía: dudando frente al teléfono, mordiéndome los labios como una total idiota. Deplorable.

-          ¿Sí? –pregunté, después de buscar en vano algo más interesante para decir.

¿Qué podía decirle? ¿”Hola, soy Julia Gonnet. Quizá no me recuerdes, pero me abandonaste hace 2 meses y 9 días. Sé que debería odiarte, pero, por más que lo intente, sé que no lo lograré. También sé que no debería perdonarte; pero aquí estoy.”?

-          No te pido perdón. Sé perfectamente que no lo merezco que me persones –dijo aquella voz que parecía sacada de mis más viejos cuentos de hadas: suave, transparente, atractiva. Aquella voz que tanto había deseado volver a escuchar, y que ahora sonaba bañada en llanto.

Volver a escucharlo fue como despertar de una terrible pesadilla, sólo para darme cuenta de que mi realidad no era tan diferente.

-          Tienes razón, pero probablemente cometa la estupidez de hacerlo –dije, comenzando a retorcer el cable del teléfono, intentando hacer un nudo tan grande como el que se alojaba en mi garganta.

Michael calló entonces. Hubo una pausa y creí que mi corazón escaparía de mi pecho si él no contestaba.

-          ¿Me perdonarás, entonces? –preguntó, como un niñito que se cuestiona si sus padres en realidad le comprarán su tan deseado juguete.

Respiré profundamente, dándome el valor para responder:

-          Sí, Michael. Pero no quiero volverte a ver. Ambos sabemos que es lo mejor, y, además, no sé si mi corazón resistirá el romperse otra vez.



“You and I walked a fragile line,
I have known it all this time.
But I never thought I’d live to see it break”