jueves, 4 de agosto de 2011

Capítulo 37

XXXVII


Dolor. Dolor y desesperación. Dolor… y nada más.

Casi podía ver los sangrantes trozos de mi corazón diseminados por el suelo. Casi podía ver los trozos de hielo que comenzaron a cubrirme cuando crucé aquella puerta… y Michael no me siguió.

Si había creído conocer el dolor antes, me equivocaba. En realidad, dudaba que aquello pudiera llamarse dolor… Probablemente estaba más cercano a la muerte.

Bastó una palabra, un par de letras para sacarme del juego. Y, me parecía, que de la manera más cruel posible. Una palabra, y Michael había cortado el problema de raíz. Una palabra, y aquella grieta entre nosotros se convirtió en un abismo de proporciones titánicas. Infranqueable, kilométrico. Y yo era tan endemoniadamente pequeña que no podía ni intentar cruzarlo. Peor aún, era tan endemoniadamente estúpida, que, en un arrebato de necesidad, podía incluso arriesgar mi vida para intentarlo.

Michael me había dejado ahí. Sola. A lo lejos, Hayvenhurst comenzó a derrumbarse ante mis ojos, comenzó a congelarse y desaparecer. Años luz más allá, algunas estrellas hacían esfuerzos por asomarse entre las nubes. El apagado brillo que despedían era escalofriantemente parecido al que despedían los ojos de Michael en aquella última mirada. Cuando, por milésima vez, el recuerdo me golpeó, decidí no reprimir las ganas de llorar. Todo lo contrario, decidí regodearme en mi desgracia. Sentí cómo, muy dentro de mí, una más de las débiles fibras de mi corazón se rompía, limpiamente.

Comencé a deambular, inconsciente, pasé frente a La Toya y Alexander, quienes me miraron extrañados –aunque tampoco me importaba–; y mis pasos, poco a poco, me guiaron directo a mi habitación.

Cuando clavé la vista en la ventana a través de la cual tantas veces había imaginado el brillo de sus ojos… simplemente me derrumbé. Me derrumbé, y mis razones para seguir respirando se vieron reducidas a polvo.

Descubrí que no podía hacer nada más entonces, ni siquiera proponerme no llorar, pues aquellas amargas lágrimas que ya corrían por mis mejillas eran una prueba más de que mi dolor era real. Y aquel dolor era lo único a lo que podía aferrarme para permanecer en aquel mundo. Era la única certeza de que aún seguía con vida. Si es que aquello era estar viva.

Tiempo atrás, Michael había destruido, en cuestión de minutos y con una sola mirada, la impenetrable coraza que me había empeñado en construir alrededor de mi corazón. Yo lo había dejado entrar. Le había dado la llave y el pleno permiso para entrar a mi vida. Y lo hizo, lastimándome cientos de veces en el proceso. Pero ahora la herida era de muerte... Y hubiera deseado estar muerta entonces, para no sentir más.

Sentí la necesidad de caer de rodillas y recoger los restos de aquella muralla  y de mi propio corazón del suelo, pero mi maldito orgullo no me lo permitió. Al final, mi orgullo era lo único que me quedaba. Pero permanecí en pie, maldiciéndome una y otra vez por haber sido tan estúpida, maldiciendo las palabras que Michael había dejado escapar, y maldiciendo aquella inmunda casa y cada rincón de ella.

Entre las mil y una lágrimas que llenaban mis ojos y nublaban mi vista, logré vislumbrar la puerta de mi armario, entrecerrada. Y, de nuevo, muy a mi pesar, recordé.

En el fondo del armario, yacía olvidada aquella maleta llena de recuerdos. La tomé, dedicándole al mismo tiempo una maldición, y comencé a llenarla con mis escasas pertenencias. Sin apenas darle un vistazo a lo que mis temblorosas manos iban tomando, lo arrojé todo a la maleta. Tomé la pequeña y polvorienta cajita que me había dejado mi padre, y, sin abrirla, la llevé conmigo.

Aquella habitación se convirtió entonces en un contenedor de recuerdos, en una esfera de cristal donde mi felicidad pasada giraba a mi alrededor, burlándose descaradamente de mi actual miseria. A cada paso, recordaba que el mismo Michael había andado por ahí mil veces. Con cada respirar, recordaba su embriagante aroma a maderas, vainilla y lluvia. ¡Maldita sea! Aquellos recuerdos no cedían, y probablemente no lo harían nunca. Y en el fondo, aquello era lo que más deseaba. Recordar. Recordar siempre. Recordar, para intentar convencerme de que algún día había sido feliz.

Creo que incluso sonreí entonces, mientras me detenía a un paso de la puerta, mientras enjugaba mis amargas lágrimas y maldecía por milésima vez el aire que respiraba. Sí, sonreí. Pues recordé que en verdad había sido feliz… Pero nada dura eternamente.

Un detalle insignificante me detuvo y un recuerdo me golpeó fuertemente cuando me disponía a salir de aquella habitación vacía. Me llevé ambas manos a la nuca, buscando –sin quererlo en realidad–, un pequeño brochecito. Me quité el peso del mundo concentrado en aquel pequeño collar de plata y le dirigí una última y melancólica mirada, al tiempo que miles de recuerdos me golpeaban, me herían y se estancaban de nuevo en mi memoria. Lo sostuve en mi mano un momento, como si con ese gesto pudiera alargar eternamente el momento, mientras una nueva lluvia de lágrimas caía por mi helado rostro. Campanita me miraba, melancólica, y a través del brillo de sus diminutos ojitos, recordé el momento en que, estúpidamente, creí ser feliz. Cansada, derrotada y herida de muerte, abrí mi mano, y, bruscamente, arrojé aquel collar al suelo. Con aquel collar, dejaba un pedacito más de mi alma. Un alma vacía y rota. Nada importante, en realidad.

Sin detenerme a quitar el velo de lágrimas que cubrían mis ojos, bajé las escaleras de Hayvenhurst, que nunca antes me había parecido tan lúgubre y violenta, cargando mi vieja maleta a medio llenar. Le dirigí una patética sonrisa a La Toya, quien asintió levemente, en un gesto de total comprensión, y me abrazó largamente, murmurando inútiles y vacías palabras de aliento. Dediqué un par de insignificantes despedidas a Katherine y a los pequeños Janet y Randy… y salí, sin apenas ser consciente de cómo.

Aquello no podía estar pasando. Crucé los portones de Hayvenhurst, que antes me parecían infranqueables, y me ví sola. Arrojada de improviso al mismo Infierno. O a algo peor, de ser posible.

Y sólo entonces, mientras miraba las primeras estrellas asomarse en el cielo, caí en la cuenta.

Desde siempre, Michael y yo habíamos caminado sobre una cuerda floja. Y, desde siempre, yo había cerrado los ojos, deseando desesperadamente que no se rompiera jamás.  Aunque siempre supe que el final llegaría, lo negué un millón de veces, queriendo creer en imposibles. Al final, aquella cuerda se había roto, al igual que mi corazón, mi voluntad, mi valor y mi esperanza.

Paseé la vista de un lado al otro de aquella tranquila calle. Silencio. Sólo silencio y muerte.


-        ¿A dónde piensas ir? –escuché una voz a mis espaldas. Por una milésima de segundo, me encontré en la ridícula esperanza de que aquella voz fuera la de Michael, la única que en verdad quería escuchar, pero la deseché de inmediato. Imposible. Cuando me giré, vislumbré a Alexander, iluminado por la  irreal luz de un farol. Durante unos instantes permanecimos en silencio, mirándonos con semblante inexpresivo.  

Le miré, encontrando en su rostro verdadera preocupación, la misma que no había encontrado en el rostro de Michael. Y el dolor, lejos de disminuir, aumentó a niveles titánicos, casi inaguantables. Aquellas malditas ganas de llorar me embargaron de nuevo, y apenas fui capaz de responder:

-        Lejos –murmuré– A donde sea…

Y, por primera vez, reparé en el hecho de que, verdaderamente, no tenía un lugar a dónde ir. Aunque quizá regresar a México no fuera tan mala idea, después de todo.

-        Vamos, sabes que no te dejaré ir a “donde sea” –extendió una mano, y esbozó una sonrisa destinada a hacerme sentir mejor– Vendrás conmigo. Tengo un apartamento, y sé que no es lo mismo que una opulenta mansión en Encino, pero también sé que es mucho mejor que dormir recostada en el tronco de un árbol.
-        Estoy bien, gracias– respondí, con una voz más áspera y mortecina de la que jamás me creí capaz.
-        ¿Estás segura?

No.

Y, antes de darme cuenta de lo que hacía, dejé caer mis cosas al suelo, y me rendí. Las lágrimas hicieron su aparición una vez más, y me lancé a los brazos abiertos de Alexander.

Lloré desconsoladamente sobre su hombro, mientras él acariciaba cuidadosamente mi enmarañado cabello y murmuraba inútiles “Estarás bien”. Lloré, y él se limitó a guardar silencio, quizá, comprendiendo al fin que nada de lo que dijera me ayudaría a sentirme mejor.

-        Yo… Perdón… No quería… Lo siento…- murmuré entre sollozos.

Y, en lugar de responder, se limitó a mirarme con compasión.

-        Ya. No es nada –respondió, y me miró como si esperara que le dijera algo más, cosa que no planeaba hacer– Y ya lo dije. Vendrás conmigo.
-        No… No puedo…
-        Y yo no puedo permitir que deambules por todo Los Ángeles hasta encontrar un lugar donde dormir. Vendrás conmigo. Y no quiero escuchar ni una palabra más.  

Y aquello sí que podía cumplirlo al pie de la letra. De hecho, en aquel momento me convertí en mejor amiga de los monosílabos y las frases cortas.

Subí al flamante Cadillac rojo de Alexander, quien tuvo la suficiente prudencia para conducir en silencio. Así, podía dar rienda suelta a mis grises pensamientos, y disfrutar de mi miseria. Al fin y al cabo, poco podía hacer para cambiar las cosas. Cerré los ojos, regodeándome en mi propia tristeza, haciendo gala de mi masoquista personalidad.

Lo que más dolía era aquella horrorosa certeza de que Michael tenía razón. Probablemente no usó las palabras exactas, pero el resultado era el mismo: yo suponía un problema. Manejar su creciente fama no sería tarea fácil, y añadir un estorbo de mi tamaño lo hacía aún más complicado. Michael, Joseph, mi padre y el mundo entero tenían razón. Mezclar agua y aceite es imposible.

Y aquella maldita certeza se encargaba de destrozarme lentamente, de sacar lágrimas de donde ya no había, de arrancar sollozos de donde ya no quedaba voz, de congelarme, de mantenerme muerta en vida.

Michael se había ido. Aquellas palabras sonaban tan temibles tanto si las pronunciaba como si las dejaba vagar por mi mente. Quizá sonaban aún más dolorosas si alguien más las pronunciaba. Quizá el dolor en realidad nunca se iba y siempre era el mismo, y era yo quien me encargaba de inventarle niveles, sólo para sentirme mejor.

Pero Michael se había ido. Y era hora de comenzar a afrontarlo. Pero, ¿cómo? ¿Cómo mirar a otros ojos sin verle a él reflejado en aquellas pupilas? ¿Cómo caminar, sabiendo que el único lugar a donde quería ir era a su lado? ¿Cómo ver el sol, cómo respirar sin motivo alguno? ¿Cómo disfrutar si todo era dolor? ¿Cómo seguir viviendo sin motivo, sin alegría y sin la mitad de mi propia alma? ¿Cómo, maldita sea?

Sin Michael a mi lado, todo parecía borroso, lúgubre, vacío y monótono. Quizá así eran en realidad las cosas y era él quien le ponía color a mi mundo. Quizá era él quien ponía el sol, la luna y las estrellas en el cielo y las olas en el mar. Sin él, ahora no había nada.

Sin saber, en realidad, cómo, cuando abrí los ojos, me encontraba recostada en una cama de blancas sábanas. Me incorporé tan rápidamente que mi vista se nubló, y entre puntitos de colores, vislumbré a Alexander durmiendo en un diminuto sofá. Sentí una punzada de culpa, seguida de una de vergüenza, de una más de miedo, y de una terriblemente más grande, de soledad.

Me recosté en aquella cama llena de suaves almohadones, me cubrí con la sábana hasta los hombros, y me dediqué a describir círculos imaginarios en el techo de la habitación, tal como le gustaba hacer a Michael. Michael…

Ardientes lagrimones comenzaron a empañar mi vista y resbalar por mis mejillas. De repente, sentí un frío terrible, y caí en la cuenta de que era la misma soledad tomando posesión de mi cuerpo.

<<Soledad, vieja amiga. Cuánto tiempo…>>.  Cerré los ojos, deseando no abrirlos jamás. Reprimí un sollozo, decidida a no dejar que nadie me viera llorar. Me mordí un labio con fuerza, hasta notar el característico sabor de la sangre llenar mi boca. Sé que debí sentir dolor… pero no sentí nada. Nada… excepto una magistral mezcla de cien dolores diferentes. El dolor de la pérdida, del abandono, de la soledad, de la certeza, de la tristeza. En realidad, todo aquello era parte de un mismo dolor. Un dolor que no se iría nunca, estaba segura.

Y quizá hasta agradecía aquello. En medio de aquella locura, de aquel remolino de confusión, abandono y miedo, mi dolor me recordaba que todo había sido real. Pero, ¿en realidad lo fue? ¿Es real el decreciente brillo de la luna en pleno eclipse? ¿Es real el fugaz abrazo de las olas en playa? ¿Es real, o sólo lo es nuestro deseo de que aquel efímero momento así lo sea? En todo caso, ¿es real la felicidad, o sólo es una ilusión construida magistralmente, creada por la momentánea falta de tristeza?

Podía no saber absolutamente nada acerca de la felicidad, pero estaba completamente e irrevocablemente segura de tres cosas…

Uno… La tristeza era real. Uno más de los hechos de la vida. Era tan real como el aire o la luz, o la misma vida. Era real, y, en aquel momento, era incluso más real que mi propia vida.

Dos... Aún a mi pesar, amaría a Michael hasta el último latido de mi cansado y roto corazón. Hasta que la última estrella se extinguiera en el firmamento, y hasta que la última gota de agua en la Tierra se secara. Probablemente, incluso después. Le amaría con mi vida entera, con cada respirar, con cada latido… aunque aquel fuera el peor error de todos y la apuesta más ridícula de la historia. Le amaría, porque no podía hacer otra cosa. Le amaría, pues había nacido precisamente para ello.

Tres… La muerte es el único remedio para el verdadero amor. Si se ama verdaderamente, se pierde. En realidad. Sólo se ama verdaderamente hasta que se pierde. Y yo había perdido. Perder la vida después de haber perdido el corazón no era la gran cosa.

Y estaba absolutamente dispuesta a morir entonces, pues estaba segura de que era infinitamente mejor morir… a vivir un millón de vidas sin él.

















“<<Soy un monstruo. Un completo monstruo. No. Mejor aún: soy un completo idiota. Un idiota masoquista>>, pensé entonces.

La lista de mis defectos tenía un tamaño bastante considerable, debo admitirlo. Pero jamás creí llegar a un nivel de cobardía tan alto. Cobarde. Cobarde. Cobarde una y mil veces.

La amaba. La amaba con mi vida entera, la amaba a niveles que ni yo era capaz de imaginar, mucho menos de comprender. Sólo importaba eso. La amaba… y ya la había perdido.

En un arranque de miedo, de desesperación, en un fracasado y estúpido intento de protegerla, le había hecho el daño más grande. <<Cobarde>>

Pero Julia era fuerte, aunque se empeñara en esconderlo, bajo su disfraz de un hermoso y delicado pajarillo indefenso, se hallaba una niña de casi dieciséis años mucho más fuerte que yo. Saldría adelante. Me olvidaría. Alexander se encargaría de ello.

Me olvidaría, tarde o temprano, mi recuerdo se borraría permanentemente de su mente, y ella continuaría viviendo, sin recordar que algún día un idiota llamado Michael Jackson le rompió el corazón.

En aquel momento, mientras una ardiente lágrima resbalaba por mi rostro y miraba a Julia cruzar los portones de Hayvenhurst, caí en la cuenta de que aquello era lo más difícil que había hecho en mi vida. Quizá, lo más difícil que haría jamás.

Pero lo había hecho por protegerla de un monstruo aún más grande que yo. La fama, y su aliado, la prensa. O quizá lo hacía sólo por egoísmo, por no sufrir más de lo estrictamente necesario. Y dolía de igual manera.

La idea de verme separado de ella resultaba aterradora. El saber que no la vería recorriendo los pasillos de Hayvenhurst, o posar los deditos en aquel piano de cola, o caminar alegremente por el patio… era paralizante. El más grande error posible.

Probablemente, le había ahorrado un sufrimiento mayor, pero, ¿a qué precio? Había perdido mi alma, cada uno de mis motivos, mi cordura, mi fuerza y mi vida cuando ella se fue.

Había perdido todo… excepto la insoportable certeza de que ella nunca regresaría”











Chicas:
Sé que hoy no es martes, pero ya las había dejado sin capítulo toda una semana, y no quería hacerlas esperar. Así que hoy jueves, haré una excepción, y aquí tienen el capítulo 37.
Hoy quisiera compartirles algo. Esto va contra mis más arraigadas ideas, pero es una preocupación constante.
He notado que, últimamente, la novela recibe menos comentarios que antes. Sé que casi siempre insisto con lo mismo, pero también sé que sus comentarios son el combustible que necesito para continuar escribiendo. Son mi motor.
Sé que muchas veces dejar un comentario es tedioso, pero les pido por favor que se tomen dos minutos, no más, en dejar un simple “Me gustó” o un “Podrías mejorarlo si…”. A veces los lectores no pensamos en lo importante que nuestra opinión es para un escritor. Pero para mí, son más que importantes. Vivo de ellas.  
Y si escribir todo un comentario es pedir demasiado, he instalado un chat en la página. Me gustaría que hicieran uso de él. Más que una petición, es una súplica.
Y mis agradecimientos de siempre a ustedes, lectoras. Ustedes mueven esta novela.

Mil gracias.
Un beso a todas!

3 comentarios:

  1. Julia !, que pena ! pobrecita :(
    Michael se equivocó, debe aprender la lección. Al menos esta Alexander ...
    Espero que subas otro capitulo pronto !
    Besos!

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  2. Wow...
    umm... que puedo dcir, este es un capitulo muy triste... al parecer Michael se esta olvidando de todo lo que aprendio a lado de Julia...
    umm... espero que eso no suceda...

    Excelente capitulo!
    Perfecto! Tienes talento, mucho n.n
    no dejes de escribir,
    espero el siguiente capitulo.

    saludos
    Sabrina(:

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  3. Hola julia maravillosa
    como estas corazón? he estado varios dias sin internet y juro que me he sentido desconectada de la realidad , pero ahora si y créeme que primero q nada me gusta muchísimo el nuevo diseño del blog , los colores y toda la magia se mece en cada elemento de este sitio tan bien cuidado por ti. y que decir del capitulo wuaw maravillosa , tienes las dicciones precisas para llegar al alma. Me mataste de tristeza de emoción de todo. Sentí la nostalgia y resignación de Michael , me sentí junto a él padeciendo en carne propia su dolor. Aunque debo admitir que no me gusta que dejé de luchar y le de el camino libre a Alexander . julia sufre mucho , y si puede que sea cierto que esa niña mujer de casi 16 años es fuerte pero es a él a quien ama ...uy que intriga , me muerdo las uñas , los dedos toda la mano , ya quiero saber que mas sigue , que será de estos dos enamorados , espero que se vuelvan a unir , lo deseo ...
    Julia de mi vida te quiero mucho preciosa
    sigue adelante con la novela
    t entiendo con respecto a los comentarios
    Me pasa igual soy escritora también y se cuan importante son la opinión de los lectores .
    cuidate mucho
    besos

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