jueves, 15 de marzo de 2012

Capítulo 50


L

Narra Michael.

Ya había luz en el gran salón cuando crucé el pasillo, que cada día me parecía más largo, más gris. Pensé que quizá Katherine, fiel a su costumbre diaria, echaba un vistazo a las fotografías familiares que colgaban de la pared, como si fuesen espejismos de otra vida. Me detuve en seco cuando encontré la diminuta silueta de Julia de pie junto al ventanal, recortada contra la ambarina luz del de la mañana.

Miraba el amanecer, las plumas de una aurora que, lentamente, comenzaba a marcar sus huellas en el cielo. Mantenía la mirada perdida en los haces de luz violeta que destilaban las nubes, y de sus labios brotaba un suave murmullo, que pretendía ser una canción.

Interrumpió de pronto su canto, y me miró. Esbozó una sonrisa cansada, apenas un amago de lo que solía ser antes.

-          Deberías estar dormido –me reprendió suavemente.
-          Sí. Y también –repliqué.

Sonrió de nuevo, con timidez y miedo, aunque más ampliamente esta vez; se acercó titubeante a mí, acortando con tres pasos la dolorosa distancia entre nosotros. Se detuvo a un par de centímetros de mí, como si temiese acercarse más. La expresión es su rostro anunciaba a gritos que no planeaba hacerlo.

La miré a los ojos, y de inmediato retiré la vista, aterrado: descubrí que la vida se le escapaba a chorros por las pupilas.

-    ¿Me odias? –preguntó, mordiéndose el labio. Me limité a observarla, sin atreverme a hacer cualquier otra cosa. Esperaba mi respuesta. Comprendí sin sorpresa que no planeaba culparme si contestaba que sí.

Lo cierto es que jamás podría. Aquella, simplemente, era la idea más ridícula que jamás hubiera concebido. De hecho, aquello hubiera hecho las cosas más fáciles. De un modo asquerosamente egoísta, pensé que aquello hubiera sido lo mejor.

Sin embargo, me limité a fruncir el ceño, y, tan suavemente como si no quisiera hacerlo en realidad, acuné su rostro entre mis manos. El marrón de sus ojos me absorbió, llevándome a ese lugar donde me olvidaba de todo, donde perdía mi identidad una y otra vez.

-      Ojalá pudiera. Eso implicaría tener opciones… –susurré, aspirando al mismo tiempo su perfume. Me aferré a ella, dispuesto a fundirme en la calidez de su cuerpo. La rodeé con ambos brazos, seguro de que quería perderme entre los suyos, y no salir jamás. –Puedo odiar la decisión que has tomado, puedo maldecir un millón de veces a tu carácter obstinado, podría encontrar, sin esfuerzo alguno, una docena de motivos para culparte por acabar conmigo de esta forma… Y, sin embargo, no puedo hacer más que quererte de este modo.  

Y fue como volver a respirar. Suavemente, Julia plantó un dulce beso sobre mi mejilla. Cubrió mi rostro de besos, y al final, después de asegurarse de haber borrado cada pizca de mi fuerza de voluntad, me besó en los labios.

Un único beso, tierno y rápido, pero que bastó para que, en mi interior, comenzara a gritar en silencio un millón de súplicas al tiempo, para que se fuera, para que regresara un par de vidas después.

-          Prometo que… -comencé a decir, pero casi inmediatamente, Julia posó un dedo sobre mis labios, sellándolos. Me miró, terminante.
-          No. –dijo, más como una amenaza que como una simple sugerencia –Ya lo has prometido antes, y para mí es suficiente saber que no serás tú quien rompa esa promesa.

Bajé la mirada y asentí. Me separé mínimamente de ella, y Julia volvió a dirigir la vista hacia el amanecer. Lentamente, el gran salón comenzaba a llenarse de aquella luz rojiza que parecía contener un millón de sueños en ella. Pareció perderse allí, pues sus ojos permanecían clavados en el jardín, escrutando la luz y el rocío como si guardasen un enorme secreto.

-          ¿Michael? ¿Recuerdas cómo era el amanecer allá, en nuestra isla? –preguntó. Sus palabras rompieron el silencio tan suavemente que apenas pude escucharlas.

Asentí. Lo recordaba perfectamente.

-        Por supuesto –respondí, sin poder evitar esbozar una sonrisa –Era como ver el amanecer en el Paraíso.

Julia sonrió y me miró, en sus ojos brillaba esa chispa alegre que no veía desde mucho tiempo atrás.

-          ¿Te soy sincera? –dijo, acto seguido, se puso en puntillas y me susurró al oído –A veces, sólo a veces, quisiera regresar.
-        Puedes hacerlo siempre que quieras –dije, apretando suavemente su mano –Lo único que necesitas es desearlo realmente. Con un poco de imaginación puedes llegar a donde quieras. La imaginación es una de las fuerzas más poderosas que existen... Casi tanto como el amor.

Julia hizo un divertido mohín, como si desechara desde el principio la posibilidad. Me encogí de hombros, dedicando una total indiferencia a su gesto incrédulo, y añadí:

-          Puedo probarlo.

Entonces, la llevé de la mano al jardín, que ya lucía completamente iluminado. Caminamos entre rayos de luz y gotas de rocío, y llegamos hasta la sombra de aquel enorme jacarandá que había guardado nuestros secretos, que había presenciado mil promesas y visto más de cien besos.

-      Cierra los ojos –ordené –No los abras hasta que yo te lo diga –Y así lo hizo –Ahora escucha con atención… ¿Qué oyes?
-        A los pájaros cantar, el agua cayendo en la fuente, el ruido de algunos autos más allá y un poco de ajetreo en la cocina.
-          Imagina más. Pon atención.

Julia, sentada frente a mí con las piernas cruzadas me pareció entonces la persona más frágil y vulnerable en el planeta. La miré, sin temor esta vez. Escruté su rostro con obsesión médica, en una desesperada búsqueda de un avance, de una esperanza que parecía haber desaparecido.

-     ¿Lo escuchas ya? ¿Escuchas eso? –pregunté, en un intento por ganar tiempo. Julia asintió, fascinada. Sonreí. Ya estaba ahí. Ya había llegado a Nunca Jamás. –Ahora, ¿qué sientes?

Frunció delicadamente el ceño, sopesando las posibilidades y descartando opciones.

Miré aquellas sombras bajo sus largas pestañas, miré sus párpados enrojecidos por la falta de sueño. Me detuve un momento analizando su expresión que, a pesar de sus intentos, develaba que sufría. Sus pómulos resaltaban en su rostro más que nunca y parecía que bajo su piel sólo había huesos. Sus labios eran los únicos que parecían conservar aún la vida. Sobresalían en su rostro como dos gotitas de sangre sobre nieve.

Julia entreabrió los labios, y comprendí entonces que estaba por responder a mi pregunta.

-          Siento la arena tibia bajo mis pies, el sol cayendo a plomo sobre mí, y un fresco viento con sabor a sal…
-          Abre los ojos –susurré.

Así lo hizo, y, por un momento, se vio cegada por la brillante luz de la mañana. Dos segundos después, la sonrisa en su rostro comenzaba a ampliarse, al igual que la mía.

Sólo había un instante, pero estaba seguro de haberla llevado a Nunca Jamás. Sonreía como solía hacerlo un millón de días atrás.

Poco a poco, sus alegres ojos color caramelo comenzaron a abarcarlo todo, y fue realmente difícil encontrar una excusa para romper aquel silencio que, por mí, hubiese podido durar eternamente.

-       ¿Lo has visto? –pregunté. Ella exhibía una radiante sonrisa capaz de iluminar Los Ángeles en su totalidad –Julia, ¿pudiste verlo? –pregunté de nuevo, como si yo mismo acabase de regresar de aquel sueño.
-      Sí –murmuró, si dejar de sonreír –Era Nunca Jamás.

Y siguió sonriendo, regalándole un par de sonrisas a la nada, sin reparar en que también yo sonreía, y en que mi corazón latía rápidamente, impulsado por una alegría que, al parecer, antes me había abandonado y que no creía recuperar.

Incapaz de refrenarme y apenas consciente de lo que hacía, alargué el cuello y  la besé en los labios.

Puede que aquel beso durase sólo unos segundos, sólo un mínimo instante, pero, sin lugar a dudas, eran los segundos más preciosos de mi existencia. La besé, a sabiendas de que, momentos como aquellos estaban destinados a terminarse.

Y ella me besó, tan suavemente como siempre solía hacerlo, como si temiese que, bajo el roce de sus manos, yo fuera a romperme, como si temiese desvanecerse ella misma en aquel momento.

Pronto, se hizo difícil saber dónde estaba. Pronto había olvidado incluso quién era yo. Me vi arrastrado a aquel torbellino que Julia había desatado meses atrás, cuando descubrí el millón de secretos que se ocultaban tras un solo beso.

Me separé de ella, y la miré a los ojos, queriendo confesarle todo aquello que no había tenido tiempo de decirle, pero me detuve, sabiendo que, probablemente, nunca tendría el valor y que, quizá, ella nunca llegaría a entenderlo.

Justo en aquel momento, la sonrisa se borró de su rostro, como si algo se hubiese roto en su interior. Se llevó una mano a la cabeza y frunció el ceño, paralizándome. Sólo fui capaz de ver cómo su rostro se transformaba en una mueca de dolor, cómo sus labios luchaban por mantenerse en silencio. Sus ojos se llenaron de ardientes lágrimas que, a pesar de sus vanos intentos, no pudo reprimir.

La rodeé con ambos brazos, completamente incapaz de hacer cualquier otra cosa. Julia murmuraba palabras ininteligibles, al tiempo que se aferraba a mi camisa, como una niña pequeña que busca apoyo después de un día difícil. Algunas escurridizas lágrimas resbalaron de sus mejillas, para caer sobre mis manos, que acunaban su rostro, en un desesperado intento de borrar aquellas lágrimas, de hacer mío aquel dolor.

-     Es como si un millón de personas me gritasen al oído, como si mil agujas se enterraran en mi frente… –dijo, en un roto susurro casi inaudible.

Levantó la vista, y me miró, con los ojos aún empañados de lágrimas, y la mirada viajando cada vez más rápidamente hacia la inconsciencia.

-     Me estoy muriendo, Michael –susurró. Y bajó la vista de nuevo, como si, de repente, mirarme a los ojos le causara un dolor insoportable. Sin atreverse a mirarme, se recostó contra mí.

Así, acurrucado junto a ella como estaba, escuchando su respiración, cada vez más lenta, vi la palidez en su rostro y cómo sus ojos se cerraban lentamente. Julia se quedó dormida ahí, junto a mí.

Y la miré de nuevo, parecía ser una borrosa imagen que emergía de entre un millón de recuerdos que nadie quería conjurar y cosas que ambos habíamos decidido pasar por alto durante aquel tiempo.

Cerré los ojos un par de segundos, sabiendo que todo aquello no era más que una innecesaria tortura, mientras lanzaba una silenciosa súplica al tiempo, creyendo que, si le rogaba lo suficiente, lo convencería de que pasara de largo, de que volviera otro día...

Me incliné para besarla en la frente, deseando desesperadamente protegerle así de aquellos hilos invisibles que se rompían poco a poco,  alejándola de mí y de mis  propios recuerdos. La miré a la cara, sin mirarla sólo a ella, sino buscándome a mí mismo en su rostro, intentando averiguar cómo seguir respirando sin ella. Sin embargo, sobre el brillo pálido de su piel mortecina sólo estaban aquellas marcas que había decidido ignorar hasta aquel momento.

¿Qué había pasado con nosotros? ¿A dónde se había ido aquella niña que solía sonreír, mientras yo me quedaba prendado de su risa y del brillo de sus ojos?

Ya no había sonrisas, ni brillo alguno. Sólo quedaban recuerdos de aquella jovencita que se reía, tímida, cada vez que descubría mis ojos escrutando indiscretamente su rostro. Sólo me quedaban aquellos recuerdos, y la certeza de que todo aquello se quedaría sólo en recuerdos y nada más.

-          Me estoy muriendo, Michael…

Sólo entonces descubrí cuán cierto era aquello. Se estaba muriendo. La vida se le fugaba a chorros por la mirada, y la felicidad la había abandonado tiempo atrás.

Había adelgazado, tanto que sus delgados brazos caían inertes a sus costados, como dos frágiles barras de cristal, su fino cuello apenas parecía capaz de resistir el roce del viento, sus huesos sobresalían como si fuesen lo único que se encontraba bajo aquella piel pálida y cubierta de hematomas.

Sus pómulos resaltaban en su rostro, como reflejos de la debilidad y el desinterés que se habían apoderado de Julia. Sus párpados parecían permanentemente enrojecidos, su cuerpo había terminado por consumirse a sí mismo entre la medicación y la certeza de que aquel daño era irreparable, de que ambos caíamos de cara al abismo.

Julia parecía aferrarse a la vida con todas las fuerzas que le quedaban. <<Esto es un milagro>>, pensé, pues no podía conferirle otro motivo al hecho de que aquel diminuto saco de huesos que no pesaba más que la ropa que traía encima continuara respirando, intentando moverse y sonreír.

Comprendí entonces, al tiempo que me embargaban unas apremiantes ganas de hundirme en ese Infierno con ella, que, si aún estaba aquí era por mí, con el único fin de no causarme daño.

Alargué una mano, y con la punta de mi dedo índice recorrí uno de sus brazos, hundiéndome entre valles abandonados, desiertos, y mares plagados de dolorosos hematomas.

No fui consciente del tiempo que me quedé ahí, con la vista clavada en el rostro de aquella niña que se moría lentamente entre mis brazos.

-        Michael… -escuché que una voz emergiendo metros más allá, rompiendo el silencio con dulzura. Aquellas palabras se estrellaron contra la muralla que me había construido para ella y para mí, haciéndose trizas antes de llegar a tocarme. –Michael… -la voz repitió mi nombre dos, tres veces. Fruncí el ceño, desesperado. Al final, aún renuente a despegarme del rostro de Julia, por temor a que desapareciera si dejaba de observarla, giré la vista, para encontrar a Katherine suspendida a tres metros de nosotros.

Me miraba como si fuera yo a quien se le escurría la vida entre las manos.

-          He llamado al doctor Webber…
-     ¿Por qué? –la interrumpí bruscamente, aterrado. Bajé la vista, volviendo a clavarla en su rostro mortecino.
-          Porque me parece que ella merece algo mejor que esto, ¿no lo crees?

Volví la vista a su rostro, apenas consciente de las palabras que Katherine murmuraba. Con el dorso de la mano, recorrí su mejilla helada, al tiempo que me embargaba aquella insoportable desesperación que, estaba seguro, llevaría conmigo hasta el final de los tiempos.

Y, sin atreverme a romper aquel silencio que sólo nos pertenecía a los dos, la tomé en brazos. Crucé el patio, dejando a Katherine con lágrimas en los ojos y un murmullo inconcluso en los labios.

Más tarde, la mirada desolada del doctor Webber confirmó mis más grandes miedos, y me lanzó de lleno al abismo. Ya no había tiempo. Y, aunque cerrara los ojos, decidido a ignorar las señales que dejaba tras su paso, más tarde yo mismo me encargaba de derrumbar las estúpidas teorías antes me había visto obligado a construir para sobrevivir.

-          ¿Sabes lo que viene, verdad? –había dicho el doctor, sin apartar la mirada del cuerpo inerte de Julia, atado para siempre a aquella cama. Pensé que, quizá, él se sintiese tan desesperado como yo.

Como respuesta, sólo asentí.

Sabía mejor que nadie que aquel era el fin, que después de eso mis días se verían plagados de recuerdos, y de desesperados intentos por aprender a respirar sin ella.  

Lo sabía, y nada dolía más que aquella certeza, que lo devoraba todo. Aquella tarde, sentado en un sofá junto a su cama, esperando a que abriese los ojos, pensé en todas aquellas veces que me había visto reflejado en su mirada huidiza, casi temerosa, vacía. Pensé en la soledad que iba a apoderarse de mí cuando me despidiese de ella aquella noche, sin más excusas con que engañar al tiempo. Pensé en lo poco que siempre pude ofrecerle, y en lo mucho que siempre quise recibir de ella.

Aquella tarde, la primera del otoño de 1976, y todas las tardes como aquella del resto de mi vida, no pude borrar de mi pensamiento la imagen de su rostro inmóvil, de sus párpados cerrados y de los últimos rayos del sol incidiendo contra la pálida piel de su cara.

En mi mundo, la muerte siempre había sido una mano anónima, un enemigo invisible, un visitante extraño que, sin avisar, se llevaba a madres, a hijos, a mendigos, a empresarios, a jóvenes o ancianos como si de una especie de macabro juego de lotería se tratase. La idea de que la muerte pudiera encontrarse a mí lado, vigilando el sueño de aquella niña, no me cabía en la cabeza.

Al final descubrí que aquel mundo de papel y sueños rotos en el que vivía, quizá, no era más que una burda idea de aquello que añoraba, pero nunca llegaría a ver.

Y, cuando el tiempo se agotase, mi mundo se rompería.

Aquella noche soñé con el día, ya lejano, en que el destino decidió cruzarse en mi camino.

<<Estaba ahí, disfrazada de un ángel de luz enfundado de seda que parecía levitar sobre el suelo. Se sumergía grácil entre las páginas de un libro, ajena a la gris realidad que resbalaba a su alrededor. De sus ojos, brotaban un par de lágrimas que me parecieron entonces una cascada de diamantes.

Temí que si parpadeaba, aquella visión se esfumaría. Permanecí ahí, paralizado, ocultándome cobarde tras unas gafas de sol, presenciando aquel espejismo al tiempo que contenía el aliento. Poco después, como si ella hubiese presentido mi presencia y mi mirada furtiva clavada sin discreción en su rostro, alzó la vista hacia mí.

La belleza de su rostro me pareció insostenible, casi dolorosa. No tenía más de 16 años, llevaba la vida en los labios y la esperanza brillando en los ojos.  Antes de retirar la mirada, creí haber visto en su rostro un amago de sonrisa. También bajé la vista, queriendo hundirme aún más en el armazón que aquellas gafas creaban para mí, temiendo que si la miraba a los ojos ella se encontraría reflejada en ellos, y sabría lo que había estado pensando, lo cual, al fin y al cabo, no era nada...>>


Y, a pesar de mis vanos esfuerzos por cerrar los ojos y volver el tiempo atrás, aquel sueño siempre terminaba. Siempre, no importaba lo que hiciera.

Despertaba, y tenía que enfrentarme a aquella realidad que más parecía un infierno en la tierra. Mi infierno personal, al fin y al cabo.

Sin embargo, los días pasaban de largo, escurriéndose como arena entre mis dedos. Me parecía que los días se transformaban en minutos, y que las horas pasaban en cuestión de un suspiro.

Con la desesperación de aquellos a quienes la vida se les escurre entre las manos, Julia deseaba verlo todo, como si intuyera que ya no tendría oportunidad al otro día. A sabiendas de que aquello ya no tenía sentido, se detenía a mirar el color de las flores y a sentir la textura del aire jugueteando entre sus cabellos, como si lo que más deseara fuese llevarse esos recuerdos a otra vida.

Muy a menudo, Julia me descubría mirándola desde un rincón, y entonces intentaba dedicarme esa sonrisa que, tiempo atrás, era lo único que yo quería ver. Me sonreía, como si mi mera presencia fuese su mayor tesoro. Sólo conseguía obtener aquella sonrisa manchada de tristeza y lágrimas que, sabía, era lo único que podía ofrecerme.

Cada día dormía más, y yo intuía que lo hacía intencionalmente, como si quisiera sorprender dormida a la muerte. En ocasiones, sólo despertaba para pedirme que le leyera, pues ya sólo le quedaban fuerzas para escuchar. A veces, al entrar en su habitación, encontraba a Janet acurrucada junto a su cama, atrapando en el aire las débiles palabras que brotaban de labios de Julia. Las escribía en un cuadernito que nunca me dejaron ver.

Todas las tardes, Julia me pedía que la llevara a la sombra de aquel jacarandá. El atardecer siempre había sido su parte favorita del día. Yo la veía intentar caminar, frágil, y fingiendo una fortaleza que se le perdía en las sombras y se le escapaba por la sonrisa.

-          Ahí –había dicho un día en el que, inusualmente, se sentía con fuerzas para caminar por Hayvenhurst. Sentada sobre el césped, justo en medio del patio, había apuntado con su diminuto índice al último millón de rayos violáceos que destilaba el sol de la tarde –Si miras con suficiente atención, podrás ver cómo Dios pinta el atardecer.

Y yo miré, esperando poder encontrarlo. Sin embargo, sólo la encontré a ella y a sus ojos reflejados en aquella luz.

-    Mira el atardecer, Michael –había murmurado, regalándole una perfecta sonrisa a la nada –Ahí, donde el sol se funde con el horizonte. Es ahí a donde iré –dijo después, dirigiendo su sonrisa tranquilizadora hacia mí –Ahí estaré esperando.

Echó a andar pesadamente con dirección a la casa. Y yo la miré caminar, encorvada, tosiendo. Avanzó dos metros, y, al no escuchar mis pasos tras de ella, se giró. Su sola imagen, apenas capaz de soportar su propio peso, resultaba insostenible. El dolor a duras penas oculto tras su sonrisa fingida resultaba simplemente demasiado. Extendió un delgadísimo brazo hacia mí, llamándome.  Me tragué toda aquella desesperación y tomé suavemente su mano, el único gancho que tenía para no caer directo al infierno.


Dicen que cuando uno se encuentra de rodillas, cargando la vida sobre los hombros, ya no se puede caer más. Ojalá así fuera…

Durante los días siguientes (que bien pudieron haber sido segundos), el infierno pareció abrirse bajo mis pies, devorándolo todo en las llamas… Pero luego abría los ojos, y me veía sometido a la condena de mirar a Julia a los ojos, tristes y permanentemente adormecidos por la medicación. Ese era mi verdadero infierno. El único en que realmente quería vivir.

Sin embargo, no deseaba escapar nunca. Deseaba hundirme de lleno en aquella desesperación, para así, quizá, sentir lo que sentía ella.

Pero sólo podía conformarme con mirar a sus ojos y verme reflejado ahí, sabiendo que perdería, en un minuto, el mundo que había ganado en una hora el día en que Julia pronunció aquel primer “Te amo”.

Ella no lo sabía, y, probablemente, no lo llegaría a saber nunca, pero yo estaba total e irrevocablemente seguro de que pensaría en ella cada día por el resto de mi vida.

Recordaría sus palabras suaves, apenas capaces de romper el silencio. Recordaría el baile de su cabello al viento y su manera infantil de ver el mundo. Recordaría para siempre su mirada siempre tímida, y aquella inocente sonrisa manchada de timidez. Sí, lo recordaría todo hasta el instante de mi último suspiro. Quizá, incluso después.

Recordaría por siempre aquellos secretos que jamás supe descubrir, y que ella jamás quiso revelarme. Recordaría eternamente aquella forma de susurrar un “Te quiero” antes de cerrar los ojos por las noches.

Y, cada atardecer, cuando levantara la vista al Cielo, sólo la buscaría a ella. Y la encontraría justo ahí, donde Dios extiende los dedos para pintar el atardecer…





<<Tengo tanto miedo que, si me dijeras “adiós” hoy, tendría que preguntarme si es cierto… >>

4 comentarios:

  1. Querida Julia :)
    Dios mío...! Qué capítulo tan triste y tan poco alentador! El corazón se me ha quedado encogido después de leer, no puedo creer que vaya a pasar, que el final tenga que ser así... Sólo espero que, aunque no hay esperanza, suceda un milagro... Mil gracias por escribir esta maravilla! :)

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  2. tan hermoso como triste....
    es ironico, pero pienso que la unica forma de sellar la felicidad es con la muerte...
    aun asi, esperare un milagro para el final de esta historia, que sin importar nada, sera eterna...
    espero el siguiente capitulo,
    saludos

    Sabrina

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  3. somos nuevas mi hermana y yo pero espero que la siguas me gusto mucho este cap pero vamos a empezar por el 1 adios y cuidate ATTE DIANA...

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    Respuestas
    1. Diana! Que gusto tenerlas por aquí, siempre es agradable tener nuevos lectores.

      Espero que esta historia sea de su agrado, y que disfruten tanto al leerla como yo disfruté al escribirla.

      Cualquier comentario, por mínimo que sea, será siempre bienvenido.

      Un placer tenerlas por aquí. Saludos!

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