XLIX
Alguna
vez escuché a alguien decir que las personas recuerdan con más facilidad los
momentos de dolor que aquellos en los que han sido felices.
Yo,
personalmente, no apoyaba esa teoría. Sin embargo, los recuerdos dolorosos,
efectivamente, tenían el poder de aparecer con una nitidez casi enloquecedora.
En
un abrir y cerrar de ojos, me encontraba ante mi padre de nuevo. Él me miraba,
con aquellos ojos empañados de una indescriptible tristeza y litros de whisky
barato. Me miraba acusadoramente, condenándome por el hecho de poseer el rostro
de mi madre. Solía apuntarme con el dedo, al tiempo que ambos reprimíamos las
lágrimas, uno por orgullo y la otra por miedo. Y, si tenía suficiente suerte,
me encerraba en mi habitación, gritándome una y mil veces cómo jamás llegaría a
ser nada mejor que aquel feo, diminuto y asustadizo ratón. Si, por el
contrario, la suerte no me favorecía, me veía obligada a soportar un par de
bofetadas y su enorme mano haciendo trizas mis brazos… haciéndome trizas a mí.
Ahí
estaba, suspendido frente a mí, con fuego inyectado en sus ojos marrones,
intimidantes, letales, increíblemente aterradores.
Segundos
después, recordé que mi padre, después de todo, no era el monstruo que yo
creía. Después de todo, –aunque quizá sólo había murmurado aquello a mi oído
con la esperanza de sentirse una mejor persona–, al final supe que me quería. Y
yo, estúpidamente, decidí creer que me lo había hecho saber demasiado tarde.
Abrí
los ojos, y fijé la vista en aquella pequeña caja que yacía abandonada en una
esquina de mi habitación. Sabía perfectamente lo que contenía: una serie de amarillentas
fotos de mi madre, un fajo de billetes que debí haber entregado a Alexander
tiempo atrás, un raído osito de felpa, y un sobre con cartas de mi padre.
Recordé
de pronto que jamás las había leído. Hice a un lado las sábanas y me aventuré a
abrir aquella cajita. Me detuve a un paso de ella, indecisa, recordando por un
momento a Pandora. Me mordí el labio inferior, en un ridículo intento de
obtener valor de donde no había más que dudas. Al final, suspiré largamente, la
abrí con un rápido movimiento y asomé la nariz dentro.
Eran
tres. La primera llevaba fecha del 14 de septiembre de 1959: el día en que
nací. El día en que mi madre murió. El día en que todo se vino abajo.
Estaba
escrita con ese odio que sólo aquellos a los que se escapa la vida del ser
amado de entre las manos pueden sentir. Mi padre prometía odiarme el resto de
su vida. Prometía hacer trizas a aquel pequeño monstruo que se había arrastrado
a aquel ángel hasta la muerte. Parecía justo, pensé. Una vida por otra… De
cualquier modo, casi lo había logrado.
La
segunda estaba fechada exactamente 10 años después. Estaba escrita con letras
irregulares, y el amarillento papel lucía plagado de manchas que parecían ser lagrimones.
Se
me heló la sangre, y apenas tuve fuerzas para leer:
Elena.
Mi querida Elena:
Dicen
que el dolor puede matar. Dicen que el fin de un amor puede arrastrar a un alma
a la muerte. Hoy, he comprobado que no hay mentira más grande. No estoy muerto,
Elena. Pero ojalá así fuera…
Diez
años de silencio. Diez años de ver tu rostro reflejado en su cara. Diez años de
rezar por que la muerte sea menos dolorosa que esto. Pero, quizá, ya esté muerto
en realidad. Entre litros de alcohol, ya he dejado de saberlo. Entre toda esta
culpa, ya ha dejado de importarme.
¿Sabes?
Cada día se parece más a ti. Pero tiene mis ojos, y una incomprensible mezcla
del carácter de ambos. Es delicada, e infinitamente tierna, como pensé que sólo
tú podías serlo. A veces, sólo a veces, da señales de no ser tan frágil como
parece. Sólo a veces, se parece a mí. Y me aterra.
Debo
confesarte que más de mil veces he querido destruir tu recuerdo, y, en mi
estupidez, sólo he encontrado un modo: haciéndole daño. También debes saber
que, probablemente, lo intentaré mil veces más. Sin embargo, he dejado de
culparla. Estas cosas suceden, supongo. Al final, no hay nada que ninguno de
nosotros haya podido hacer.
Sólo
espero que sepas perdonarme. Y que ella sepa hacerlo también.
Perdóname,
Elena… por todo.
Me
enjugué las ardientes lágrimas que, muy a mi pesar, resbalaban ya por mis
mejillas.
Quizá
él no adivinaba, o no quería creer que ya lo había perdonado… Después de tanto tiempo, y después de todo
aquel miedo que parecía ser mutuo, yo tampoco lo haría.
Permanecí
ahí, sentada en aquella inmensa cama de sábanas blancas que parecía extenderse
hasta abarcar la habitación completa. Miré durante un instante infinito
aquellas amarillentas hojas de papel que yacían inertes en mis manos. Repasé
cada palabra de aquella carta una y otra vez, hasta asegurarme de recordar cada
palabra escrita en ella. Y luego, descubrí que, inexplicablemente, me sentía en
paz.
En
paz con él, y conmigo. En paz con todo. En aquel momento, justo antes de mirar
por la ventana, descubrí que, a pesar de sentir cómo la vida se me escapaba con
cada suspiro, ya no sentía miedo.
Más
de una vez me había preguntado si rendirme de ese modo era un error, si era
cobarde de mi parte. De pronto, descubrí que no. Alguna vez escuché decir, de
labios de mi padre, que todo en la vida tiene solución… menos la muerte. Y era
cierto.
Y
ella estaba aquí. Podía sentir cómo se apoderaba de mí a cada momento. Podía
sentir cómo su frío empañaba poco a poco mis palabras, mis silencios. Ella
estaba aquí, y yo comenzaba a acostumbrarme a ella…
Desperté
de mis ensoñaciones, arrastrada a la realidad por el sonido de unos nudillos
golpeando suavemente contra la puerta. Levanté la vista, esperanzada, ansiando
encontrarme con un par de profundos ojos marrones que me hicieran olvidarme de todo.
En su lugar, desde una pequeña rendija, me miraban unos ojos claros.
Fruncí
el ceño un momento, intentando asignarle un nombre a aquel extraño rostro de
facciones afiladas, recortado a contraluz. Intenté desesperadamente recordar el
nombre de aquel muchacho que me miraba con dulzura desde el marco de la puerta;
a pesar de la oscuridad, en su rostro se adivinaba una sonrisa. Sin embargo,
aquella incertidumbre no duró mucho. Mi corazón dio un vuelco cuando reconocí a
aquel rostro que me miraba con dulzura: Alexander.
Cruzó
la habitación lentamente, caminando con un garbo que parecía haber tomado
prestado de alguna película de los años cincuenta. Lancé un suspiro; casi había
olvidado lo apuesto que era. Casi.
Su
cabello lacio caía graciosamente sobre su frente, su nariz recta le confería un
aspecto aristocrático, sus labios, fruncidos en una radiante sonrisa parecían
brotar de su rostro como un par de pétalos rosas sobre su piel de porcelana. Y
sus ojos color avellana parecían querer mirarlo todo, querer encontrarlo todo con
una sola mirada.
Se
detuvo a un par de centímetros de la cama que me tenía prisionera, sin borrar
de su rostro aquella sonrisa. Parecía querer pasar por alto el muestrario de
analgésicos que plagaban la mesita de noche. Sólo sonreía. Detrás de él, más allá
de la puerta, se encontraba Michael, suspendido a medio pasillo, sonriendo
ampliamente al tiempo que asentía. Janet también estaba ahí. Me miraba con
lástima, adivinando en su exquisita inocencia lo que ocurriría conmigo. Mirando
en sus ojitos marrones descubrí que ella lo sabía todo.
Cerraron
la puerta, dejándome sola con aquel hombre inglés, irreconocible después de
haberse desprendido de la pálida luz de Nueva York.
-
¿Qué haces aquí? –pregunté, aún
incrédula. Alexander frunció el ceño, sin dejar nunca de sonreír.
-
También me alegro de verte –lanzó unas
risitas, mientras negaba con la cabeza, siempre renuente a contagiarse de mi
pesimismo. Se cruzó de brazos, negándose a responderme. Al final, lanzó un
suspiro y añadió: –Michael me ha pedido que viniera.
Asentí,
segundos antes de bajar la mirada para ocultar la confusión en mi rostro. Esta vez, fui yo quien frunció el ceño. Había
pensado que cualquier contacto entre Michael y Alexander era totalmente
imposible. Me equivocaba.
Alexander
se sentó junto a mí y me tomó de la mano.
-
¿Es que estoy destinado a verte siempre
de este modo? –preguntó. Ahora, parecía a punto de echarse a llorar. Sin
embargo, se empeñaba en seguir sonriendo, lo cual resultaba un tanto irritante,
pues, aunque lo intentase desesperadamente, yo no podía hacerlo.
-
Quizá –respondí, encogiéndome de
hombros, al tiempo que le dedicaba un pobre intento de sonrisa tranquilizadora,
aún sin atreverme a mirarlo a los ojos, pues sabía que él buscaba en los míos
un poco de aquella luz que antes tenían. Pero no iba a encontrarla. Se había
esfumado mucho tiempo antes.
Un
pesado silencio cayó sobre nosotros. Miré por la ventana, el atardecer
comenzaba a bañar el cielo de tonalidades ambarinas. Siempre me había gustado
esta parte del día. Las nubes parecían sangrar, salpicando el cielo de rojo.
Las paredes destilaban aquella luz rojiza, que nos envolvía lentamente.
Sentí
la mirada de Alexander clavada en mí. Tuve miedo de mirarlo, de revelarle todo
aquello que ni yo misma sabía. Tuve miedo de que descubriese mi red de mentiras
con sólo una mirada.
Parecía
que cada uno esperaba que el otro se atreviese a decir algo. Al final, Alexander
se aventuró.
- ¿Tienes miedo? –dejó caer. Su voz
pareció estrellarse contra el silencio, quebrándose al pronunciar aquellas
palabras.
-
No –contesté, negando con la cabeza. Giré
la vista y le miré fijamente, deseando con desesperación convencerlo de aquello
que nadie creía. Ni yo misma. –¿Por qué habría de tenerlo? –esta vez fueron sus
ojos quienes huyeron de mi escrutinio –¿Quién sabe? Quizá no sea tan malo como
parece.
De
nuevo, silencio. Alexander dirigió su vista hacia la ventana, y pareció
perderse en el infinito. Escrutaba desesperadamente el cielo, en busca de
palabras. Sus labios temblaban casi imperceptiblemente, susurrando cosas que parecía
no poder decir… o que yo no debía escuchar.
-
¿Cómo crees que sea? –preguntó, por
fin. Fruncí el ceño, e inmediatamente comprendí que se refería a la muerte.
Giró
la vista y clavó sus ojos avellana en mí. Me miraba esperanzado, como un niño
que desea que el final del cuento sea feliz. Yo lo miré, intentando reprimir el
torrente de lágrimas que amenazaba con escapar de mis ojos, luchando
desesperadamente por encerrar bajo llave los mil sollozos que me moría por
soltar.
-
No lo sé –admití. Me encogí de hombros,
deseando parecer indiferente, fuerte –Pero no puede ser peor que esto, ¿no es
así?
Y,
en realidad, descubrí que no me importaba. No me importaba si después de mi
último aliento no había absolutamente nada. No me importaba si lo que me
esperaba después era una eternidad en las llamas. Quizá esto rallaba en lo
incorrecto, pero ya no me importaba si aquella paz eterna era real. Tampoco me
importaba si alguien me guardaba un lugar más allá de las nubes, y mucho menos
si había reservado un espacio en el Infierno para mí. Sólo sabía que yo me iba,
y Michael se quedaba.
Las
cosas no podrían ser de otro modo. En más de una ocasión la certeza de que
entre Michael y yo no existían finales felices me golpeó de lleno. Y en más de
una ocasión decidí ignorar cualquier señal que indicara que mi cielo estaba
destinado a romperse en mil pedazos.
Desde
el principio de los tiempos supe que todo iba a terminar de este modo, pues ya
no quedaban más caminos o posibilidades más que la muerte misma, pues es
precisamente la muerte la única forma de asegurar la eternidad de las
personas. Así, el amor entre ellas
también es eterno.
Sin
embargo, el problema latiendo aquí, entre Michael y yo siempre había sido el
Destino. Pues quizá nosotros nunca estuvimos destinados a aquel ansiado
“Felices para siempre” que incluía un futuro juntos, y el millón de cosas que
la felicidad trae consigo. No…
- Por
favor… -murmuró Alexander, y me tomó la mano. Me miró a los ojos, y reprimir
las lágrimas fue casi imposible –Las cosas no tienen por qué ser así, tú lo
sabes. Esto tiene solución. Hay otras alternativas.
-
Alexander.
–repliqué, y el quebradizo tono de mi voz me sorprendió –No. ¿Para qué
prorrogar lo que un día, tarde o temprano, llegará?
Se
puso en pie, negando efusivamente con la cabeza y con los ojos anegados en
lágrimas de impotencia.
-
¡Claro! –exclamó, mostrando una sonrisa
envenenada de furia -¿Y por qué no me doy un tiro ahora mismo? ¡Moriré, de
cualquier forma! –bajó la vista, buscando calma en donde sólo había confusión
–Esa es la excusa más estúpida que he escuchado jamás.
La
frialdad de sus palabras me heló la sangre. Suspiré largamente, sintiendo cómo
las lágrimas comenzaban a arderme en los ojos, cómo me volvía incapaz de
contenerlas.
-
Puede que no lo entiendas ahora; puede
incluso que nadie lo entienda jamás, pero he decidido esto, y nada me hará
cambiar de opinión. Ya he decidido.
-
¿Morir? ¿Sin oponer siquiera
resistencia?
- Quiero que él me recuerde como soy
ahora, no como el cascarón vacío y gris de Julia Gonnet…
Callé,
obligada a detenerme por el repentino frío que brillaba en sus ojos. <<Me odia>>, pensé. Su
mirada parecía gritar un brusco: “Y tú, ¿qué sabes?”
Alexander
avanzó dando largas zancadas, y me dirigió un último vistazo lleno de frustración antes de abrir la puerta.
Ahí estaba Michael, escuchando, y con los ojos apenas capaces de contener las lágrimas.
Intercambiaron una mirada de derrota, y acto seguido Alexander desapareció por
la puerta, avanzando hacia una La Toya que me miraba desde el otro lado del
pasillo. Sus ojos felinos reflejaban una expresión terriblemente parecida al
odio.
Michael
cruzó la puerta, con aquella mirada cansada que tantas veces había visto
reflejada en sus ojos últimamente. Se detuvo a un palmo de la cama, actuando
como si su sola presencia ahí fuese un error
- ¿Has escuchado todo? –pregunté
estúpidamente, aterrada. Supe de inmediato que sí.
- Por favor… – se limitó a responder. Murmuró
aquello en un susurro casi inaudible. Unió ambas manos en ademán de súplica. Mi
corazón se hizo trizas –Por favor, Julia –repitió.
Bajé
la mirada, avergonzada. Lentamente, las lágrimas comenzaron a empañar mi vista.
Apreté los puños, incapaz de hacer cualquier otra cosa. Hubiera querido haber
podido decirle tanto. Hubiera deseado que entendiese.
-
Michael… –lo intenté, pero las palabras
se me rompieron, dispuestas a salir sólo en forma de lágrimas.
Le
miré entonces, sintiendo todo el dolor guardado en sus profundos ojos marrones.
Le miré, deseando desesperadamente borrar todo aquel dolor, deseando llevármelo
conmigo. Justo entonces, una lágrima cortó su rostro, describiendo un único
hilillo por su mejilla. Quise borrarla para siempre, igual que a todas las que
vendrían después. ¡Quise decirle tanto! Quise que entendiera.
-
Lo siento –murmuré finalmente, sabiendo
que no era suficiente, ni lo sería nunca –Lo siento tanto –repetí, dispuesta a
decirlo las veces que fuera necesario.
Extendí
una mano, y entrelacé mis dedos con los suyos. Michael miró un momento nuestras
manos unidas, y, acto seguido, se separó de mí, abriendo a conciencia una
indestructible distancia entre ambos. Esa distancia era más real de lo que
parecía, y, a partir de entonces, ya nada podría acortarla.
No
dijo nada, sólo se esfumó, dejándome sola, con la muerte, el miedo y la
tristeza acechando cada movimiento, cada latido, cada entrecortado respirar. Escuché
el chirriar de la puerta, y comprendí que estaba totalmente sola. Hundí la
nariz entre las sábanas, y lloré como nunca antes. En mi mente, gritaba su
nombre, y, sin darme cuenta, también lo hice muchas veces en realidad. Pero
Michael no me escuchó.
Entonces
lo comprendí. Michael no me perdonaría jamás.
La
luna lentamente se había apoderado del cielo, y la ventana sangraba hilillos de
luz azulada. Me hundí en las sombras, deseando fundirme en ellas para siempre. Arañé
mil y un veces la oscuridad, en un ridículo intento de desvanecerme ahí, donde
podría ver a Michael siempre.
Un
millón de años después, arranqué la vista del suelo; mis ojos ya no derramaban
lágrimas, quizá porque ya no tenían. Instintivamente, clavé la mirada en
aquella polvorienta cajita. De improviso, sentí el irrefrenable impulso de
tocarla, de hacer mío todo aquello de lo que antes había huido.
Sin
darme cuenta, tomé el diario que Alexander me había obsequiado tiempo atrás. Lo
leí. Balbuceaba algunas palabras inconexas, del tiempo que pasé en el Infierno,
separada de Michael.
Inconscientemente,
tomé un lápiz y comencé a escribir. Sería mi historia.
Sería
nuestra historia…
Y
todo comenzaba en Madrid,
un 9 de Junio de 1975.
“Desperté hecha un cúmulo de emociones. No sabía
qué emoción era la más adecuada según mi caso…
Ese día, después de un mes fuera de casa, volvería. Volvería a
casa…
Y,
sin intentarlo siquiera, descubrí que, en realidad, eso precisamente es lo que
estaba haciendo. Volver.
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Antes que nada, debo ofrecerles una disculpa. Un fuerte problema de salud me ha obligado a retrasarme en la publicación de los capítulos. Afortunadamente, se ha resuelto, y aquí estoy, dispuesta a dejarles un pedacito de mí en cada publicación.
Espero de todo corazón que lo hayan disfrutado.
Agradecería contar con sus comentarios. Ustedes siempre saben cómo alegrarme.
Gracias a todas ustedes, por estar aquí siempre. No me alcanzará el tiempo para agradecerles su apoyo.
¡Un beso enorme a todas!
Querida Julia!
ResponderEliminarOh Dios mío, que mal! Parece que nada puede empeorar, que tristeza siento después de leer esto! Solo espero que las cosas mejoren y que la historia continúe pronto! Muchos besos :)
Pd: espero que estés mejor de tu salud!
wow.... en este capitulo si que me empapaste en lagrimas...
ResponderEliminarjeje tan precisa en palabras como siempre... esta historia sera eterna♥
Espero el siguiente capitulo,
saludos
Sabrina
El capítulo estuvo muy lindo, me gustó mucho!
ResponderEliminarPor cierto, en números romanos 49 se escribe así XLIX, y no así IL.
Saludos!
A los tiempos que leo la novela, está muy triste pero ojalá todo se arregle pronto! ;)
ResponderEliminarAh por cierto, en números romanos 49 se escribe así XLIX, no así IL.
Saludos!