XLIII
Narra
Michael
Un rayo del sol se coló entre las
cortinas, y su luz dorada me dio de lleno en el rostro, despertándome. Lancé un
furibundo vistazo al reloj… 8:05 a.m. Poco más de tres horas de sueño, lo cual
ya podía considerarse un verdadero milagro.
Me senté en el borde de la cama,
apoyé mis codos sobre mis rodillas y me llevé ambas manos a la cabeza, la cual
parecía poder estallar en cualquier momento, aunque, siendo honesto, aquello
hubiera sido un alivio.
La noche anterior la había pasado en
vela, mirando por la ventana. Había hecho un millón de confesiones a la luna,
en silencio. La había mirado hasta cansarme, consolándome con el hecho de que
si Julia levantaba la vista, vería aquella misma luna. Esta me miró a su vez, con
lástima de aquel loco que lloraba como un niño al darse cuenta de que había
destruido su mundo con sus propias manos.
Aún después de comprender que el
brillo de aquella luna no se asemejaba ni ínfimamente al de los ojos de Julia,
la seguí mirando. Y la miré hasta que comenzó a descender en el horizonte…
Noches de insomnio como esa había
habido muchas. Pero aquella fue diferente. Esa noche derramé las miles de
lágrimas que guardaba desde aquel fatídico agosto, ya 7 meses atrás. Cuando
desperté, aún tenía los ojos irritados, y mi almohada continuaba húmeda.
Abandoné la cama, sin querer hacerlo
en realidad, aún con una mano en la cabeza, temiendo que en cualquier momento
fuera a caerse. Me arrastré sin ánimos por mi polvorienta habitación, casi
cayendo de bruces al suelo en el intento de pensar y andar al mismo tiempo. En
el cuarto de baño, mojé mi rostro, y procedí a saludar al cadáver que me miraba
desde el espejo. Unos profundos surcos morados rodeaban mis ojos, producto de
las acumuladas noches sin sueño. Suprimí instantáneamente el arranque de
auto-compasión que comenzaba a escapar en forma de nuevas lágrimas, y que, al
final, convertí en la más pura ira.
Y así, furioso con el mundo y
conmigo mismo por sobre todo, después de haberme enfundado en la primera camisa
y el pantalón más limpio que pude encontrar en el desorden de mi armario, salí
al corredor, donde los chispeantes ojos de Janet me recibieron casi
inmediatamente.
-
¿Estás
enfermo, Michael? –preguntó, extendiendo sus manitas hacia mi rostro –Te ves
realmente mal –sonreí sin ganas, y ella me dirigió una mirada desconfiada.
-
Estoy
bien, Janet –respondí, con un tono tan seco que era imposible creerme. Ella me
miró con desconfianza, sin creer ni una sola palabra.
-
Si
tú lo dices… -dijo, frunciendo el ceño en gesto encantador. Hizo ademán de
girarse, pero casi de inmediato, me miró de nuevo –Casi lo olvido, Tatum está
en la sala. Te está esperando.
Lancé un suspiro de rendición, y
observé cómo Janet se adentraba de nuevo en su habitación, seguramente
dispuesta a reanudar algún juego que había dejado inconcluso. Haciendo un
esfuerzo titánico, puse mi mejor cara y bajé uno a uno los escalones, sin prisa
alguna.
-
Hola,
Tatum –saludé. Esta vez, no fue necesario fingir una sonrisa, Tatum me miraba
risueña.
-
Hola.
Perdón si has tenido que despertarte por mí.
-
Nada
de eso –aseguré –Pero ahora tienes que acompañarme mientras desayuno, muero de
hambre. Si deseas, podemos dar un paseo por el jardín después.
Tatum me miró con curiosidad
mientras, a una velocidad record, engullía un puñado de galletas, bajo la
mirada acusadora de mi madre.
Pasamos al jardín, donde una
fragancia a tierra mojada y luz de sol me recibió en cuanto crucé la puerta de
la mano de Tatum.
Marzo había llegado, y con él, la
primavera. Los árboles lentamente despertaban de su largo sueño; las presumidas
flores abrían sus botones, regalándonos así una hermosa vista del jardín de
Hayvenhurst. Los rayos de sol presumían de su luz dorada, y los animales
danzaban, festejando a la primavera.
Cerré los ojos entonces, disfrutando
el sumergirme en un doloroso recuerdo. Había aprendido a disfrutar de esa
sensación de vacío en mi pecho que se acrecentaba cuando algún recuerdo me
golpeaba, lo cual, evidentemente, sucedía más a menudo de lo que me hubiese
gustado.
Tatum se sentó en el borde de
aquella fuente que tantas lunas atrás había presenciado la caída de todas mis
barreras, mi rendición ante mi más grande enemiga. Me senté a su lado,
respondiendo ante su invitación.
Y ahí estábamos. En un abrir y
cerrar de ojos, nos encontrábamos de nuevo en aquella fiesta que celebraba mi
regreso del mismo Cielo. Julia, sentada junto a mí, me miraba con sus hermosos
ojos abiertos de par en par, anhelante. Ambos nos mirábamos, como cazador y presa,
esperando a que el otro hiciera el primer movimiento.
Al final, yo me había rendido. Dejé
de lado mis propios miedos innecesarios y me entregué al frenesí de la nueva
droga que había encontrado en sus labios de niña…
-
¿Realmente
la amas, cierto? –preguntó Tatum entonces, rompiendo en pedazos mis
ensoñaciones; y cuando me giré hacia ella, descubrí que lloraba –Aún después de
tanto tiempo…
La amaba, sí. Una más de las
verdades del universo. Un hecho innegable más. Una verdad comparable a decir
que el sol salía de día… O que yo estaba muerto desde aquel agosto.
-
Sí
–respondí, sintiendo todo el peso de esa respuesta en mi pecho, clavándose como
un puñal ardiendo –Aún después de todo este tiempo. La amo, Tatum, lo cual,
probablemente, me convierte en el estúpido más grande del mundo.
Tatum se levantó, y me miró con sus
infantiles ojos verdes abnegados en lágrimas. Me miró un instante que me
pareció eterno. Yo la miré también, y cuando me sumergí en sus ojos color
esmeralda, descubrí cada una de sus inocentes esperanzas destruyéndose, una a
una, más allá del brillo franco de su iris. Cada uno de sus sueños rotos, sin
que yo detuviera aquella catástrofe.
Y en realidad no podía. Tatum se
derrumbaba ante mí –por causa mía, para variar–, y yo no podía salvarla, pues
yo mismo necesitaba ser salvado. Y sólo la chica del otro lado de la luna podía
hacerlo.
Se acercó lentamente a mí y me besó
en los labios. Un sólo beso, tímido, rápido, casi efímero, y sin ninguna otra intención más que
la de despedirse. Un beso vacío, sin embargo.
-
Entonces,
deberías ir por ella –murmuró antes de darse la vuelta y alejarse –Al menos,
eso haría yo.
La vi alejarse hasta que cruzó los
portones de Hayvenhurst y subió a un auto negro.
Y justo en el momento en que la
cabecita de Tatum, cubierta de cabellos color trigo se ocultó tras los vidrios
tintados del auto de su padre, me di cuenta de lo mucho que le debía a aquella
niña. Había estado conmigo incluso cuando yo no lo quería así. Me había
obligado a sonreír cuando sólo quería llorar. De cierto modo, Tatum me había
mantenido vivo, despierto. Ella me había atado a una realidad en la que no
quería estar, pero, de no haberlo hecho, probablemente las cosas hubieran
resultado bastante diferentes…
Y, en realidad, hasta ese momento, me
había negado a ver algo bastante obvio. Tatum, en su inocencia, había esperado
a que yo viera en ella lo que ella veía en mí, aún a sabiendas de que eso nunca
ocurriría. Ahora se había ido. Yo la había alejado. Al parecer, dos corazones
rotos y un millón de lágrimas no eran suficientes…
Me arrastré hacia el interior de la
casa, olvidando en un instante que el sol estaba brillando.
Me dejé caer en el sofá de la sala
de estar, intentando por todos los medios reprimir aquel torrente de lágrimas
que amenazaba con brotar de mis ojos. Repasé en ese momento la lista de las víctimas
que mi miedo había dejado a su paso: Julia, Tatum, yo mismo… Me había
convertido en una completa amenaza.
Pasaron horas, aunque bien pudieron
haber pasado siglos. No me moví. Seguí mirando a todos lados y a ningún lugar
en especial, como si en las diminutas motas de polvo o en las imperceptibles
grietas de la pared se hubiera escondido el motivo de mi existencia.
Y, como siempre hacía pasado un
rato, miré a la puerta, depositando en aquella muralla de caoba mis escuálidas
esperanzas; pues, aun después de tanto tiempo, dentro de mí, seguía esperando a
que Julia regresara y se arrojara a mis brazos, perdonándome en un instante,
borrando de mi memoria los siglos de infierno sin ella.
-
Michael…
Separé mi vista de la puerta
entonces, y la clavé en el frío piso de mármol, buscando en los abandonados y
polvorientos resquicios de mi mente el rostro de la propietaria de aquella voz.
-
Michael
–dijo la serena voz de Rebbie tras de mí.
Cuando me giré, mi hermana mayor me
miraba con los brazos cruzados, seriamente, y una expresión de súplica en los
ojos. Una bella ironía. Sus cálidos y hermosos rasgos contrastaban con la
frialdad de sus gestos. Los labios apretados, los ojos fijos en mí, los brazos
sobre el pecho y los puños apretados.
-
Ella
no vendrá –dijo, avanzando hasta quedar a un palmo de mí. Me tomó de la
barbilla, maternalmente, poniendo frente a mí su mirada insoportablemente
franca y hermosa –Debes ir tú a buscarla.
-
¿Para
qué? –exploté en un instante, desviando la vista, con el ceño fruncido –Me
cerrará la puerta en la cara al verme.
-
Eso
no tiene sentido –resolvió, con un bufido, como si fuera la idea más ridícula
jamás dicha.
-
Claro
que lo tiene. Me odia, ¿lo olvidas?
-
No,
no lo tiene. Te ama, ¿lo olvidas?
La miré de nuevo, clavando mis torpes
miedos en sus brillantes ojos. Ella se sentó junto a mí, y me tomó de la mano.
-
¿Por
qué sigues aquí, Michael? –preguntó, arqueando ambas cejas, en un gesto
suplicante.
<<No
lo sé. Por estúpido, quizá>>
-
¿Recuerdas
cómo sonreía cuando te tenía cerca? ¿Recuerdas cómo te miraba a hurtadillas,
sonrojada hasta los huesos; cómo se quedaba callada, para oír mejor tu voz o
cómo se quedaba inmóvil, conteniendo el aire desde el momento en que te ibas
hasta el momento en que volvías a cruzar la puerta? ¿Recuerdas todo lo que
abandonó para venir aquí, exponiéndose a un nuevo mundo igualmente lleno de
dolor y miedo? ¿Acaso no te demostró suficientes veces lo mucho que te amaba?
Bajé la vista, avergonzado, pues
aquello me había golpeado con más fuerza que un camión en movimiento. Respiré
profundamente, intentando deshacer el ya permanente nudo en mi garganta. No
pude. Llevaba una eternidad alojado ahí.
-
¿Acaso
no llegaste a comprender que te ama, y que nunca dejará de hacerlo? –dijo,
obligándome a mirarla de nuevo, como le encantaba hacer –Le fallaste, Michael.
Si no ha vuelto es porque, al dejarla sola en la oscuridad, rompiste su
corazón, defraudaste la confianza que tenía en ti (la cual era total). Esa
niñita confiaba ciegamente en que tú la salvarías; no reparó en la posibilidad
de perderte, mucho menos en la posibilidad de que serías precisamente tú quien
acabaría con todo su mundo. Simplemente, cuando la trajiste aquí, Julia desechó
cualquier estilo de vida donde no estuvieses tú, donde tú no fueses el centro. Ella
te amaba, Michael. Hasta con el aire que respiraba… Y tú le cortaste el aire,
sin explicaciones.
Rebbie calló, posando una de sus
suaves manos sobre mi hombro, describiendo impaciente irregulares círculos
sobre la tela azul de mi camisa. Yo miré al frente, intentando desesperado
encontrar un nuevo significado en aquellas palabras que yo ya sabía de memoria,
un significado que me dijese que yo no era aquel terrible monstruo que en
verdad era.
-
Dime
ahora: ¿Quién regresaría, exponiéndose de nuevo a la posibilidad de verse
lanzado al abismo en cualquier momento? ¿Quién confiaría ciegamente en el asesino
que, tiempo atrás, intentó acabar con él? Julia podrá ser muchas cosas, pero no
es tonta. Sabe que el peor de los sufrimientos sólo se sufre una vez. Sabe que,
si regresa, ese mismo sufrimiento puede volver, y no irse jamás.
Francamente, comenzaba a odiar esa capacidad
de Rebbie de hacerme ver todo tan brutalmente claro con sólo unas cuantas –y
dolorosas– palabras.
-
¿Qué
quieres decir con eso? Que Julia nunca volverá, ¿es eso?
-
Que,
si verdaderamente la amas, debes volver a ganarte esa infinita confianza que
Julia tenía en ti, por difícil que sea, por mucho que tarde. Ella te ama. Y ya
te ha perdonado, ¿lo olvidas? ¡Perdonó incluso que rompieras su corazón en mil
y un pedazos! Pero el tiempo es caprichoso, Michael, y, si así lo quiere, puede
hacer que un segundo marque la diferencia entre un: “Aún a tiempo”, y un
fatídico: “Demasiado tarde”.
Cuando Rebbie calló, por mi rostro
pasó todo un desfile de expresiones: desolación, miedo, impotencia, incredulidad
y, finalmente, comprensión.
Comprendí, finalmente.
Observé los profundos y maternales
ojos de Rebbie una milésima de segundo. ¡Cuánto le debía! Alargué una mano,
hasta tocar su mejilla.
-
Gracias…
Con una sonrisa inmensa, apartó de
un manotazo mi propia mano, riendo al final.
-
No
es nada. Ya tendré ocasión de cobrarle
el favor –sonrió, denotando una dosis de bendita complicidad en la voz.
Instintivamente, escondí mis manos
en los bolsillos, dándole un millón de vueltas a la estupidez que estaba por
hacer. <<Y aquí vas de nuevo… Eres
un completo egoísta, Michael Jackson”>>, pensé entonces. Aunque, en
realidad, aquello fuera el acto menos egoísta que cometería en mi vida entera.
En el fondo de mis bolsillos,
encontré al menos media docena de billetes de 100 dólares. Y, curiosamente, fue
aquel insignificante y casi demente detalle lo que le dio sentido a toda aquella locura.
Me levanté de un salto, y miré a
Rebbie, suplicante.
-
No
te preocupes por Joseph, lo tengo cubierto.
<<Joseph
no es lo que preocupa…>>
Y no. En aquel momento, todo me
preocupaba, menos Joseph Jackson. Un resplandor plateado, y apenas tuve tiempo
de extender la mano antes de que las llaves del auto de Rebbie se estrellaran
contra mi rostro.
-
¿Pero
qué sigues haciendo aquí? –exclamó ella, haciendo gestos frenéticos para
hacerme reaccionar.
Y funcionó.
Apenas tuve tiempo de murmurar un
estúpido “Adiós”, antes de adentrarme en aquella cálida noche de marzo, abrir
la portezuela del afeminado coche de Rebbie, maldecir un millón de veces a mi
suerte y echar a andar el auto.
Y me maldije incluso más veces a mí
mismo. Habían pasado siete meses. ¡Siete meses! Una infinidad de cosas podían
ocurrir en 213 días. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal cuando me
detuve a pensar en cada una de las posibilidades que yo mismo había dejado al
azar. Ella podía haberme olvidado. O podía comenzar a odiarme. O haberse
enamorado de Alexander. Decidí reprimir este último pensamiento, pues era
demasiado doloroso, y podía hacer que un cobarde como yo se arrepintiera en un
segundo.
Pues eso era: un cobarde. Un
masoquista, un estúpido. E incluso todos esos términos habían resultado
insuficientes para describirme. Era simplemente eso, un cobarde. Había tenido
miedo de mí. ¡Sólo de mí! Había tenido miedo de ser tan ridículamente estúpido como
realmente era y romper su corazón. Al final, eso mismo había hecho, convencido
de que, si dejaba pasar más tiempo, romper el lazo que me unía con aquella frágil
muñequita de porcelana sería totalmente imposible. Sí, imposible, y entonces
sería igualmente imposible detener la montaña de problemas que caerían sobre
sus hombros. Todos problemas míos, curiosamente.
Pero ahora no era el miedo lo que me
motivaba. Era la necesidad. La más pura necesidad de respirar su perfume
florar, de mirar en sus dulces ojos color topacio. La simple necesidad de
recuperar la mitad de mi alma, de volver a ver el sol cada que levantaba la
vista. La necesidad de sentirme vivo…
Tembloroso, agitado, y con una mínima
idea de lo que estaba haciendo caí en la cuenta de que era un completo demente
en cuanto visualicé el letrero luminoso del aeropuerto de Los Ángeles.
Eché a correr, sin dirección alguna,
quizá creyendo que llegaría a Nueva York corriendo.
Cuando mi carrera contra el tiempo
terminó, un bonito rostro malhumorado y de facciones latinas me recibió en el
mostrador.
-
Un
boleto para el siguiente vuelo a Nueva York –fue lo único que alcancé a decir.
Y, a decir verdad, aquellas simples palabras
parecían contener mi destino en ellas…
***
Antes que nada, debo decir que siento muchísimo la tardanza en publicar, tenía la intención de hacerlo ayer mismo, pero el tiempo se ha convertido en mi peor enemigo. Añadido al hecho de que este capítulo ha costado mucho más de lo esperado. He vuelto a escribirlo, al menos, 3 veces, pues, aún después de mil y un correcciones, el resultado inicial no terminó por complacerme.
¡Pero aquí está! Tienen frente a ustedes el capítulo 43 de esta historia.
Este capítulo tan esperado, en el que al fin los miedos se desvanecen, quizá expulsados por otros miedos aún más fuertes...
Guardo las esperanzas de haber cumplido sus expectativas, realmente lo deseo así.
¡Saludos!
Espero sus comentarios.
Queridísima Julia! Realmente me ha encantado este capítulo! Por fin Michael reacciona!^^ Solo espero que no sea demasiado tarde... Ojala y que Julia no se haga demasiado de rogar! :D Que bien que Rebbie y Tatum le abrieron los ojos a Michael! No puedo esperar para leer el siguiente...! No lo dejes por favor!^^ Un beso amiga! :)
ResponderEliminarMe encanto!, te ha quedado genial Julia!
ResponderEliminarDios!, volverán a verse al fin!
No puedo esperar a leer el siguiente!, que dirá Julia? le perdonara inmediatamente? :O Y Alexander...pobre de él !
Ay!, no tardes por favor !