Parte
II
<<El final>>
Dicen que ningún atardecer es igual
a otro, que jamás se verán dos puestas de sol iguales. En ese preciso instante, al final, decido que es cierto. Desde mi ventana, el frío atardecer del 3 de octubre de
1976, manchado de dolor y llanto, me parece el más hermoso que vi jamás.
-
¿Lo
has leído alguna vez? –le pregunto con apenas un débil susurro. Michael,
suspendido a un paso del enorme librero, examina el tomo de María, como si aquel simple gesto le
permitiera volver el tiempo atrás.
-
No
–responde, volviendo la vista hacia mí, para separarla medio segundo después,
dolido, esbozando una exquisita mueca de tristeza.
-
Es
nuestra historia –añado, esbozando una sonrisa que sólo yo puedo ver.
La imagen de mi propia letra llenando
una carta me asalta, y recuerdo entonces aquella despedida que yace entre las
páginas de un libro. Repito esas palabras en mi mente, queriendo comprobar que
no las he olvidado, y que aún podría susurrarlas a Michael segundos antes de
partir. Sé que no lo haré, pues las lágrimas me robarían las palabras. Sé, de
igual forma, que lo único que alcanzaría a murmurar sería aquel perdón que nos
duele a ambos, aquella disculpa que quedará colgando del silencio, y que le
deberé siempre.
Fijo la vista en las nubes pintadas
de naranja, deseando deshacerme de mil y un recuerdos. Clavo mi vista en el
lejano horizonte, esperando encontrarme con un milagro colgando ahí. No
encuentro nada, así que cubro mi rostro resignado con las sábanas, para que
Michael no me vea llorar más.
Cierro los ojos, capturando en mis
pestañas un par de lágrimas que he decidido no derramar, temiendo que Michael
pueda llegar a presentirlas cayendo por mi rostro. Me muerdo un labio,
atrapando un millón de murmullos que arden en mi garganta, y siento los latidos
desbocados de mi cansado corazón martillear mis sienes. Temo que Michael los
escuche, pues, en medio de aquel silencio, son sus respiraciones lo único capaz
de romper la barrera del sonido entre nosotros.
A lo lejos, como si me encontrarla
al otro lado de un túnel, escucho cómo Michael tararea una canción; sus suaves
notas rompen el silencio como diminutos granos de arena al estrellarse contra
el suelo de mármol. La reconozco de inmediato. Fue una de tantas que cantaba en
aquella isla. Sus palabras llegan de nuevo hasta mí, y descubro el llanto
escondido tras la voz firme de Michael.
Me llevo las manos a los oídos,
dispuesta a enterrar aquella canción de nuevo entre mis polvorientos recuerdos.
Al poco rato, cansado de luchar contra el llanto, Michael calla.
Pasa el tiempo, y, a través de las
sábanas, soy testigo de cómo el sol desciende por el cielo; siento cómo mis
propias lágrimas, aún a mi pesar, descienden por mi rostro, dejando marcas que
arderán ahí eternamente.
A pesar del ruido de mis sollozos
ahogando mis pensamientos, escucho cómo Michael se acurruca en aquel sofá que
ya ha memorizado la forma de su cuerpo. Se gira una y otra vez, intentando, al
igual que yo, ahuyentar a aquella bandada de recuerdos que amenazan con
destruirnos; sin embargo, ya somos prisioneros de nuestros propios fantasmas,
que nos acechan eternamente.
Siento cómo, lentamente, el letargo
comienza a hacer estragos en mí, cómo las huellas del cansancio se abren paso
desde mi pecho. Me obligo a no dormir, temerosa de mis propios sueños, pero al
sentir unas enormes ganas de cerrar los ojos sé que algo anda mal. Lo comprendo
de inmediato y un miedo enloquecedor se cierne sobre mí…
Recuerdo que alguna vez escuché a
alguien decir que uno sabe cuando llega el momento. Y ya ha llegado. Ella está aquí. Puedo sentirla…
Un paralizante frío se extiende por
mi cuerpo, apoderándose a cada segundo de los últimos jirones de mi voluntad,
como la innegable certeza de que mis latidos están contados, de que ya no tengo
tiempo. Sin embargo, no siento miedo. En realidad, ya no siento nada. Sólo esta
paz de saber que yo me voy, pero él se queda, y que no será él quien romperá
aquella promesa de la que ambos vivíamos.
Miro a un lado; después de todo,
Michael sigue aquí. Dormita acurrucado en el sofá junto a mi cama. Miro su
calmada expresión, y de inmediato comprendo que no lo necesito, pues cada
centímetro de su rostro está grabado para siempre en mi memoria.
-
¿Michael?
–murmullo, con la garganta destrozada. Al final, ya me he resignado a no poder
obtener más que este susurro febril, derrotado. No responde. Por un momento,
temo que no me escuche.
Me detengo un segundo en su rostro.
Bajo sus ojos se han pintado unas profundas marcas violeta, luce más cansado
que nunca. Me parece incluso que aquellas marcas, producto del paso del tiempo,
se han materializado sólo ahora. Al final, suspiro, frustrada, sintiendo cómo
la vida se me va con cada respirar. Entiendo que estos son mis últimos
momentos.
-
¿Sí?
–responde al fin, abriendo los ojos y hablando con apenas un hilillo de voz. Se
acerca, con el rostro crispado en una mueca de dolor, y me toma suavemente de
la mano.
Lo miro y dejo caer una lágrima, muy
a mi pesar. Recuerdo lo que parece cada instante vivido a su lado, lo que, al
final, no es más que mi vida entera. Recuerdo su sonrisa, y mi corazón se
detiene al entender que no la veré más. Justo en este momento, comprendo cuánto
lo amo, y que nunca habría podido decirle lo mucho que lo necesito, lo mucho
que me hará falta. Se me corta la respiración y no consigo ahogar un sollozo al
desear tener el tiempo para gritarle que lo único que me queda es este miedo de
que llegue a olvidarme.
-
¿Recuerdas
el día en que nos conocimos? –pregunto, con un nudo en la garganta, al tiempo
que uso mis últimas fuerzas para no llorar, pues Michael adivinaría el miedo en
aquellas lágrimas.
-
Por
supuesto –responde, esbozando una falsa sonrisa tintada de tristeza. Con suavidad,
acomoda un mechón de cabello que ha caído sobre mi frente helada –Tenías sólo
15 años y me mirabas como si quisieras saberlo todo de mí. La primera vez que
te vi, llorabas mientras leías el final de “María”.
Sonrío a duras penas. Busco
desesperadamente un refugio, un lugar para huir de su mirada, pues presiento
que, bajo su escrutinio, terminaré por confesárselo todo en silencio. Miro al
estante, el libro sigue ahí, empolvado y amarillento. Entre sus páginas
permanece oculta aquella nota, aquella despedida que yo no puedo pronunciar.
-
¿Leerías
un poco para mí? –suplico, al tiempo que miro al techo, pidiendo su perdón en
silencio. Espero que me perdone por no haber podido susurrarle un simple “Adiós;
te amo”.
Michael camina hacia el estante. A pesar
de llevar sobre sus hombros una eternidad en vela, no ha perdido aquella forma
de caminar que siempre envidié.
Ahora, puedo sentir cómo,
lentamente, desaparezco. Mi corazón late muy lento ahora, aun negándose a dejar
de hacerlo.
Cierro los ojos, suspirando de
nuevo, sintiendo cómo este momento se me escapa de las manos a cada instante, a
cada segundo. Este es el final. Aquí termina todo, y este es el momento que me
llevaré conmigo, grabado con fuego en mi inconsciente, por toda la eternidad.
Me parece imposible recordar cada
sonrisa, cada instante en que fui feliz. Lo fui siempre, supongo. Siempre a su
lado. Recuerdo cómo siempre deseé tener más tiempo a su lado. Ahora, ya no
quiero más, ya no quiero seguir colgando de cara a este abismo. Quiero caer
ahora.
Comprendo ahora cuánto duele amar a
alguien, cuanto dolerá el no verlo nunca más.
Cierro los ojos, sabiendo que no
volveré a abrirlos, y resignándome ante tan fatídica idea. En mi mente,
retrocedo en el tiempo. Evoco aquellos días en los que sólo éramos él y yo.
Recuerdo las olas chocando contra la costa de aquella isla, y casi puedo sentir
la salada brisa revolotear entre mis cabellos.
Escucho los pasos de Michael
dirigirse hacia mí, y detenerse a un par de centímetros de la cama. Y luego, no
oigo nada más…
Abro los ojos y veo el inmenso mar
expandirse infinitamente frente a mí. Siento la arena bajo mis pies descalzos,
el viento juguetear a mí alrededor y el sol chocar de lleno contra mi rostro.
Me siento en paz, me siento a salvo. A salvo de todo, de todos.
Sin embargo, falta algo. A pesar de
todo, no estoy completa. Intento desesperadamente recordar. Un rostro asoma a
mis pensamientos, pero, a pesar de mis intentos, no consigo recordar su nombre,
aunque la belleza de sus ojos marrones me abruma.
De pronto, una intensa luz suplanta
al sol en el cielo, una luz que parece salir de la nada y, al mismo tiempo,
abarcarlo todo. Es blanca, y, a pesar de ello, cálida. Justo en ese momento, lo
comprendo. Esto es todo. El nombre de aquel muchacho me golpea como la única
cosa que vale la pena recordar.
<<Michael>>, le llamo, sabiendo que no responderá.
Repito su nombre, una y otra vez en
mi mente. Evoco su recuerdo por un instante que me parece infinito. Me desgarro
la garganta al pedirle perdón un millón de veces. Antes siquiera de
comprenderlo, descubro lágrimas en mi rostro. Ya no hay tiempo.
Mientras aquella luz se apodera de
mí y de todo, lo entiendo: ya no hay tiempo.
Ya no hay tiempo de huir, ni de
mirar atrás.
Ya no hay tiempo ni de murmurar un:
“Te amo con mi vida. Te amaré por siempre”, aunque él ya lo sepa.
Desaparezco, con su rostro en la
mente y su nombre entre los labios.
Michael…
te amo.
***
Un
millón de años después, durante una tarde de lluvia otoñal, me sorprendí
perdido justo en medio del cementerio, mirando al nublado horizonte entre un
laberinto interminable de cruces, tumbas y mausoleos imposibles, un bosque plagado
de lápidas que me mostraban rostros vacíos y personas sin vida en las que Julia
acababa de convertirse. En el aire se respiraba un inconfundible olor a muerte
y dolor que amenazaba con acabar con mi cordura. Metros más allá, bajo la
lluvia, las siluetas de una docena de alargados y difusos fantasmas vestidos de
negro me herían con sus murmullos y lamentos lanzados a un cielo que no
respondía más que con un relámpago ocasional, como si también él llorara por
Julia.
La
mano de una muchacha sin rostro ni voz sostenía la mía con demasiada fuerza, como
si supiera que yo no era capaz de acallar mis propias lágrimas. Murmuraba algo
que yo no alcanzaba a escuchar, a pesar de la corta distancia. Las despedidas suaves,
aunque huecas por el dolor, de una mujer mayor caían como la lluvia misma sobre
aquella infinita fosa de mármol en la que tres enterradores empujaban un pequeño
ataúd manchado de lluvia, soledad y llanto.
El
aguacero resbalaba por mi rostro, ocultando mis lágrimas de furia y miedo, y,
en medio del silencio yo creía escuchar la débil voz de aquel ángel llamarme,
suplicarme que la liberase de su eterna condena de soledad y olvido. Yo sólo
atinaba a temblar, mientras intentaba inútilmente pronunciar su nombre a pesar
de todas aquellas lágrimas que me apresaban la garganta.
Hundí
una mano en mi bolsillo, y encontré aquella arrugada nota que Julia me había
dejado. Pasé un par de dedos sobre ella, sabiendo que había memorizado cada “Perdón”
y que me había tatuado cada “te amo” en la mente…
De
aquella tarde sólo recuerdo las sombras de los árboles y aquel olor a tierra
fresca bañada de lluvia que lo impregnaba todo de muerte y vacío, ese olor que
llevaría en mi mente hasta el final de los días.
Decidí
que no quería volver. No quería tener
que enfrentarme a su fantasma merodeando sin permiso por mi habitación, ni a su
aroma flotando en el aire, ni a su voz resonando en cada rincón de la casa; no quería
volver, pues sabía que al mirarme en el espejo, la visión de su rostro
reflejado en mis pupilas acabaría conmigo.
Di
media vuelta, y Tatum no soltó mi mano. Caminamos en silencio bajo la lluvia, entre
tumbas y cruces condenadas al olvido. Un relámpago cruzó el cielo de la tarde,
y justo en ese momento, por azar, volví la vista y la encontré a ella.
Estaba
allí, suspendida junto a una lápida sin nombre. Me miraba como antes, como
siempre. Sonreía ligeramente, como si deseara que yo lo hiciera también. Vestía
el vestido marfil que llevaba el día que la conocí. Repentinamente, sin aviso,
dio la vuelta y echó a andar hasta perderse entre la muchedumbre congregada
alrededor de su propia tumba.
Bajé
la vista, y descubrí que Tatum me miraba y que lo único que veía en mis ojos
era el reflejo de Julia. La llevé de la mano, deseando llegar hasta el
horizonte. El sol se ocultaba ya, y lo único que quería encontrar al llegar al
atardecer era a ella.
Me
giré de nuevo, pero Julia ya no estaba ahí. La encontraría ahí, donde Dios
extiende los dedos para pintar el atardecer.